La abrupta caída de la demanda que provoca la covid-19 no deja prácticamente actividad productiva sin afectar. En ese sentido, la vuelta del llamado “barril criollo”, estableciendo un valor de 45 dólares para el barril de petróleo, es otra muestra de asistencia estatal en el intento por atenuar el impacto de la pandemia sobre todos los sectores productivos, en este caso la industria hidrocarburífera. Pero en esta oportunidad su renovada implementación arroja otra serie de conclusiones, más allá del contexto crítico que la explica e impulsa:
1. La importancia de la intervención del Estado en una industria clave para la economía. Luego de intensas negociaciones entre productoras y refinadoras, no deja de resultar paradójico cómo un sector que demanda más mercado y menos regulaciones en condiciones de rentabilidad, termine requiriendo del arbitrio del Estado cuando dicha rentabilidad no puede ser garantizada por el libre juego de oferta y demanda.
2. El precio. El valor estipulado (45 dólares) debió ser un punto de equilibrio entre los intereses de todos los actores: empresas en todo el eslabón de la cadena (upstream y downstream) pero también provincias, cuyos ingresos dependen en buena parte de lo que reciben en concepto de regalías (entre 12 y 15 por ciento del valor del barril). Consagrar un valor fuera de mercado nunca puede dejar plenamente satisfechas a todas las partes, pero el monto estipulado invita a pensar que los pedidos de los mandatarios provinciales fueron priorizados. A su vez, se indica la posibilidad de revisar dicho valor si el mismo superare ese monto por 10 días consecutivos.
3. El fundamento. En un contexto tan crítico, donde el Estado realiza ingentes esfuerzos para contener y atenuar el impacto de la crisis en los sectores más vulnerables, la consagración de un precio diferencial para el petróleo local es un llamado a sostener una industria centenaria, resguardándola de un escenario absolutamente novedoso para el sector, que a nivel internacional ha desplomado el precio a valores irrisorios y nunca vistos (y hasta negativos). Intenta, además, mantener las pautas de inversión tendientes al logro del autoabastecimiento de hidrocarburos, asegurar las fuentes de trabajo y cumplir los principios y fines de la soberanía hidrocarburífera, tal como se desprende de los considerandos del nuevo decreto y de la normativa vigente para el sector (arts. 1 y 3 de la Ley 26.741, decreto 1277/12 y decreto 272/15).
4. Las obligaciones. Ligado a lo anterior, se señalan obligaciones para los actores involucrados: para las empresas productoras, se trata de sostener los niveles de actividad y/o de producción registrados durante el 2019, mantener los contratos vigentes con las empresas de servicios regionales y las fuentes de trabajo que tenían al 31 de diciembre. Del lado de las refinadoras y los sujetos comercializadores, se solicita el compromiso de adquirir la producción local siempre que la misma pueda ser procesada con la infraestructura disponible.
El escenario que no fue
En su discurso ante la Asamblea Legislativa el primero de marzo, Alberto Fernández había hablado de potenciar Vaca Muerta y poner en valor todos los recursos naturales del país. Mencionó específicamente al litio, pero también se refirió a los hidrocarburos para promover y estimular la inversión nacional e internacional y facilitar el desarrollo de la cadena de valor industrial, como forma de generar puestos de trabajo. Se habló entonces de consagrar al reservorio de no convencionales de Neuquén como la gran promesa de inversiones durante los próximos años en el país.
Esa proyección colisionó contra la pandemia, lo que obligó a recalcular la política pública para el sector, pasando a una agenda más reactiva que proactiva. La estrepitosa caída de la demanda forzó un cambio de prioridades que hoy tiene como premisa sostener la actividad y los puestos de trabajo, principalmente de las provincias donde la misma se localiza.
En Santa Cruz, los hidrocarburos explican alrededor del 15 por ciento del empleo registrado privado, mientras que en Chubut y Neuquén oscilan de 9 a 17 por ciento, respectivamente. En la etapa más estricta de la cuarentena, a mediados de abril, los gremios petroleros habían acordado el cobro de jornadas mínimas de 8 horas sin adicionales (las llamadas “horas taxi”, los extras), lo que en los hechos implicó reducciones salariales de hasta el 70 por ciento.
Es decir, lo que en marzo se estimaba como plataforma de desarrollo e inversiones por 40 mil millones de dólares en cuatro años, dos meses después se transformó en acuerdos forzados a mantener un piso mínimo de actividad, con todas las partes debiendo hacer concesiones para que la industria no colapse.
Eso obliga a pensar, una vez más, a las políticas públicas como un sistema. En Ciencia Política suele explicarse, desde un enfoque relacional, que por más exitosa en sus objetivos o ambiciosa en su alcance, ninguna política puede cobrar mayor sentido desligada del conjunto de políticas con las que obligadamente interactúa, donde confluyen múltiples actores con intereses de todo tipo. Es decir, el barril criollo puede ser un salvoconducto para la industria y los trabajadores siempre y cuando se verifiquen otras condiciones, como enmarcar los niveles de sostenibilidad de la deuda pública que permita a las empresas productoras fondearse para nuevos proyectos, especialmente tratándose de una actividad que maneja cifras millonarias, o garantizar niveles de demanda en otros sectores económicos que aseguren un pronto restablecimiento general de la actividad hidrocarburífera.
¿Qué pasa con YPF?
En ese sentido, resulta conveniente imporante describir eel sector que recibió el gobierno del Frente de Todos. A esta altura no es novedad decir que el trazo grueso de las decisiones de la gestión anterior manifestó un claro desprecio por lo público. Sin llegar a las privatizaciones de los ’90, el denominador común de la gestión pública de Cambiemos en las empresas estatales pasó por el ajuste en los balances con la idea de limitar el gasto público. Así, minimizadas en recursos y competencias, todas las empresas con participación estatal mayoritaria pasaron a ser conducidas bajo los principios de gobernanza de la OCDE, invisibilizando su rol estratégico para el desarrollo nacional según el lugar que ocuparan en el segmento de la producción.
Dicha situación, en un contexto recesivo y de ajuste, las condujo a una competencia con el sector privado en inferioridad de condiciones y, peor aún, las desplazó casi por completo de la discusión en materia de políticas públicas. En el caso de YPF -la empresa con participación estatal mayoritaria que ostenta la mayor porción de mercado en el país- su incidencia en las decisiones en materia energética entre 2015 y 2019 fue prácticamente nula. Las consecuencias de dicho desplazamiento se asumen hoy, agravado por un contexto sanitario tan delicado como el que se afronta.
Un informe reciente del sitio "Econojournal" le pone argumentos concretos a la explicación de por qué la YPF durante la gestión anterior fue claramente perjudicada:
1. La ya mencionada baja sinergia entre la empresa y el Gobierno, con actores en los puestos de gestión que debían decidir sobre política energética después de haber sido su competencia desde el sector privado, dejando a YPF como una jugadora más del mercado.
2. Una política de congelamiento de precios de combustibles absolutamente errática, colgándose sobre las espaldas de la petrolera semiestatal el costo de la estruendosa devaluación del último año.
Es así como, aun disponiendo de mayoría en el directorio, durante el gobierno de Cambiemos a la empresa pareció participársela de las pérdidas sin socializarla en las ganancias. En los cuatro años de Macri, YPF perdió tres cuartas partes de su valor, no solamente a causa del desplome en la cotización del petróleo sino por restricciones propias de la economía argentina autoinfligidas por su gobierno. A su vez, y como resultado de este enfoque general de minimizar el rol de las empresas públicas para reducir la intervención del Estado en la economía, se terminaron tomando decisiones que perjudicaron considerablemente a la empresa, como habilitar una resolución para estimular la producción de gas no convencional que le hizo a YPF perder una importante cuota de mercado a mano de Tecpetrol, una de sus competidoras. Y dejando deudas por ese concepto que todavía no fueron saldadas.
Lo que viene
A la gestión de Alberto Fernández se le presentan algunos desafíos en materia hidrocarburífera:
1. Garantizar el compromiso de inversiones consagrado en el decreto 488/2020. Se sabe que la misma no es fácil de corroborar, y la norma prevé que sea la propia Secretaria de Energía quien controle que las empresas cumplan con el Plan Anual de Inversiones previstas en el decreto 1277/12 (metas de inversiones en exploración y en recuperación primaria y secundaria de reservas). Es una buena oportunidad para rescatar dispositivos institucionales que aumentaban la fiscalización del Estado en una materia que constitucionalmente le compete a las provincias: la restitución de la Comisión de Planificación y Coordinación Estratégica del Plan Nacional de Inversiones Hidrocarburíferas, que el macrismo desmanteló apenas hizo pie en el área energética, podría ser un primer paso en ese sentido.
2. Resituar a YPF como columna vertebral del sistema, participándola de las decisiones. La asunción del nuevo CEO y las modificaciones recientes de su managment corporativo deberían ser un impulso a que haya una “única” YPF en lugar de “varias” con intereses contrapuestos, aprovechando su integralidad. Sin flujo de caja, no parece tarea sencilla. Volver a los niveles de actividad de 2019 requerirá adecuar los costos de toda su cadena de valor para ganar eficiencia y competitividad.
3. Consagrar un esquema de precios que aliente la inversión y sostenga la actividad. Argentina desde hace tiempo ha desacoplado el valor de sus combustibles de la cotización internacional. Y así como el barril a 100 dólares con precios locales desacoplados representaba una transferencia de ingresos de la industria a los consumidores, el sostenimiento de los valores actuales supone hoy un financiamiento de éstos a la industria. Ir al export parity supondría revisar a la baja los precios en surtidor. Sin embargo, ¿sería políticamente viable una suba posterior en el contexto actual? ¿Qué consecuencias en el mediano plazo podría tener continuar con bajísimos niveles de inversión?
Conducir la política energética debe partir de una pregunta básica inicial, que interrogue sobre para qué queremos energía. Esa respuesta muy probablemente “ordene” los grandes nudos gordianos que envuelven al sector: la disyuntiva “nacionalización” versus dominio originario de las provincias o el conflicto entre explotación estatal o privada.
La historia hidrocarburífera nacional en torno a esas disputas ha sido inestable y pendular, por lo que empezar a trazar un sendero que le de sostenibilidad económica y política a las decisiones contribuiría a dar algo de certidumbre para desembolsos millonarios que se proyectan a largo plazo en un mundo cada vez más incierto. Si se concluyera que no tener energía, o poseerla solo para pocos, sería prácticamente quedar condenado a perder el tren del desarrollo y aceptar la desigualdad, la conclusión entonces parece obvia. Un proyecto energético también es, en cierta forma, un proyecto de país.
* Arturo Trinelli es docente UBA/UNPaz e integrante del Diploma Superior en Desigualdades y Políticas Públicas Distributivas (FLACSO Argentina)[email protected]