Desde Londres
La seguridad en el Palacio de Westminster fue incrementada gradualmente durante los 35 años que trabajé allí, los últimos 18 de ellos para The Independent. No fue suficiente, sin embargo, para detener el horrible incidente que ayer tuvo lugar justo debajo de nuestra oficina del tercer piso en la Galería de la Prensa Parlamentaria.
El dilema para las fuerzas de seguridad y las autoridades parlamentarias es agudo: cómo garantizar la seguridad de los diputados, el personal y los visitantes sin infringir el derecho histórico del público a presentarse, presentar una “tarjeta verde” y tratar de reunirse con sus electores en el adornado Hall Central.
A lo largo de los años, las barreras de acero aumentaron, las entradas se reforzaron, se aumentó el número de policías armados y se han introducido controles y escáners como los de los aeropuertos para los visitantes. Pero era un secreto a voces que la necesidad de preservar el acceso público significaba que la seguridad en el palacio no podría ser tan estricta como lo sería para otro edificio público.
Muchos políticos creyeron que un ataque era solamente una cuestión de tiempo en una época en que los terroristas de “piel limpia” y que crecieron en el país pueden actuar solos en Internet sin ningún entrenamiento o adoctrinamiento.
El símbolo de la democracia en todo el mundo siempre fue un blanco probable. De hecho, fue un blanco anteriormente. A sólo cien metros de donde ocurrió el incidente de ayer en New Palace Yard, Airey Neave, el portavoz conservador de Irlanda del Norte y cercano aliado de Margaret Thatcher, fue asesinado por un coche bomba cuando salía del estacionamiento para los parlamentarios en 1979. El Ejército Irlandés de Liberación Nacional se adjudicó la responsabilidad.
En 1991, a unos cientos de metros de distancia en Whitehall, el IRA activó una bomba de mortero que aterrizó en el jardín de Downing Street, junto a la Sala del Gabinete, donde el Primer Ministro John Major estaba reunido con algunos de sus ministros.
Otros parlamentos también fueron objeto de ataques. En 2014, un sospechoso armado jihadista mató a tiros a un soldado en el monumento conmemorativo nacional de la guerra en Ottawa y luego hizo estragos en los pasillos del parlamento federal canadiense. En 2006, el asesino leal Michael Stone irrumpió en el vestíbulo del edificio del Parlamento en Belfast, armado con una pistola, un cuchillo y lo que la policía describió como una “posible” bomba. Forzó la suspensión de la primera reunión de la asamblea de transición de Irlanda del Norte.
Cualquiera que sea lo que descubra la investigación sobre el ataque de ayer en Westminster, las cosas nunca volverán a ser iguales, ni siquiera en la seguridad física. Sin embargo, el dilema seguirá siendo el mismo. Si el Parlamento se convierte en una zona de exclusión, como seguramente aconsejarán algunos expertos en seguridad, algunos diputados con razón considerarán que le están “cediendo” a los terroristas, y que violan los derechos de sus electores.
Por supuesto, habrá que realizar una revisión a gran escala de la seguridad. Tal vez se han cometido errores. Siempre se puede aprender. Pero transformar a la madre de los parlamentos en un fuerte haría que nuestros políticos estuvieran aún más alejados de las personas a quienes sirven, en una época en que necesitan acercarse a ellos.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.