El Gobierno atraviesa su momento más complicado, para no hablar de lo que le espera.
Vicentin expresa apenas una parte de ese paisaje.
Aparenta que se incurrió en yerros de cálculo político-jurídico, porque Casa Rosada no habría medido el rebote de una palabra como “expropiación” y porque su sustancia legal semeja haber estado floja de papeles.
No está para nada claro que el fallo judicial de primera instancia sea tan desfavorable para las intenciones oficiales, en tanto sostiene veedores estatales en el directorio de la empresa. Junto a ello, la propuesta de Omar Perotti también apunta a que su provincia tenga intervención directa.
Pero, por fuera de esas u otras interpretaciones, cierta sensación extendida y trabajada por los medios opositores es que el Gobierno reculó.
De ahí a mezclar medidas eventualmente malogradas con traición a los intereses populares hay una distancia abrumadora.
Alguna gente manifiesta preocupación legítima y alguna otra viene bajando de la Sierra Maestra desde el confort del comentario destemplado.
En nombre de la libertad y de su república, unos muchos miles de argentinos salieron a la calle en defensa de quienes saquearon la propiedad privada que dicen proteger. A favor de un pagadiós y de un Estado bobo.
Es contra el peronismo, es con rabia, es como cualquiera de los caceroleos, es contra la yegua.
Y es bajo esa misma apelación patriótica que hace 65 años se desató la masacre de la aviación naval sobre Plaza de Mayo, que se prohibió siquiera mencionar al tirano prófugo, que se dio el golpe del ’76 para producir la hora más terrorífica de la historia argentina y así sucesivamente para adelante y atrás.
Resulta en extremo complicado no caer en el lugar común de que la historia se repite una y otra vez pero, ¿alguien tiene mejor argumento?
Para tomar otro caso específico, todas las aerolíneas comerciales del mundo están quebradas o rumbo a eso. Todas. De por sí, ya estaban en graves problemas antes de la pandemia y funcionaban en base a fusiones megacorporativas para mantener líquida la caja chica.
Aquí pasa que Latam (chilena) anunció que se va. Hasta 2015 tuvo superávit. Ganó mucha plata con el populismo, no con Macri. Con Macri fue que entró en complicaciones que ahora la llevaron a bajar la persiana. Pero la culpa es de los gremios aeronáuticos y de la legislación local, que no permitieron reducir al 50 por ciento el salario de los trabajadores.
La síntesis del sentido común propagandizado es que el cierre de Latam representa un nuevo avance del cristinismo totalitario.
Todos los errores que el Gobierno haya cometido en procedimientos y comunicación parecieron acumularse en estos días por la expectativa de que el aislamiento social se re-endurecerá, más cifras espantosas de comercios liquidados, más caída de perspectivas favorables en la negociación con los acreedores externos, más aguinaldos en cuotas. Incluso buenas noticias, como la prolongación del congelamiento tarifario en servicios públicos y el anuncio de una amplísima moratoria impositiva, pasaron casi completamente de largo.
Nada atenúa la dimensión de lo que está en juego.
El miércoles a la noche, además de batallar pacientemente contra preguntas desafinadas, Alberto Fernández reiteró conceptos tan generales como precisos acerca de los temas dominantes. Volvió a hacerlo en el diálogo con colegas del interior.
Explicó que la eventual expropiación de Vicentin era y es una circunstancia extraordinaria. Que el acuerdo o no con los bonistas de la deuda depende de si comprenden cuánto podría pagar el país, y que si no lo entienden habrá un default no querido. Que de una economía quebrada puede volverse, y que no hay manera de hacerlo desde muertos multiplicados si la economía se abre irresponsablemente.
En torno de esa última puntualización, valga un paréntesis relativo y hagamos que no importa si las cifras nos colocan entre los países que mejor administraron y sobrellevan la catástrofe.
Porque ya se sabe cómo es. O debería saberse.
Un muerto o unos pocos, en contorno imprevisto, son una tragedia. Pero miles, decenas, centenares e, incluso, millones de muertos, son una estadística.
Entre 1918 y 1919, la llamada “gripe española” infectó a 500 millones de personas. Alrededor del 27 por ciento de la población mundial de entonces. Murieron unos 50 millones, superados cuantitativa y proporcionalmente por las pandemias de la “peste negra”, en el siglo XIV, y por la de viruela que arrancó en 1520. Para no retroceder hasta Tucídides, la Guerra del Peloponeso y la Plaga de Atenas.
Comparado, y al margen de si enfilaremos hacia el solidarismo universal o a unas sociedades tecno-autoritarias caracterizadas por extremismos de derecha y crecientes rebeldías por izquierda, el coronavirus vendría a ser una pavada para la especie humana.
Pero resulta que estamos en un ahora de cómo plantarse en la política nuestra, más allá de disquisiciones civilizatorias.
Argentina contabiliza hoy más de mil muertos por el coronavirus, unos 40 mil contagiados reconocidos y unos 12 mil recuperados.
Salvo por casos muy recientes de dirigentes políticos y del ámbito mediático, públicamente no se conoce nada ni de los muertos, ni de los contagiados ni de los recuperados. No tienen rostro, no tienen familias angustiadas, no tienen historias que merezcan contarse.
Aun si se tratara de no espectacularizar las muertes, es horrible que a efectos prácticos, de sensibilidad masiva, se trate sólo de números. Nada más que números. Igual que los viejos sacados en tanda de esos geriátricos que controla nadie, y que aparecen y desaparecen de la consideración periodística de un rato para otro y a los que, como escribió Eva Giberti en su monumental contratapa del viernes pasado en este diario, la idiotez culposa de los adultos les inventó la falsa identidad de “abuelos”, para denominar a tantos y tantas que nunca soñaron con tener nietos.
“Esa denominación ‘cariñosa’ (…) encubre denigrar la identidad de ancianos y ancianas; y los incorpora, en forma artificial, como miembros de una familia que no necesariamente los respeta (…) Ahora, en desfile callejero, la comunidad ha podido verlos en la plenitud de su vulnerabilidad. Lejos, distantes y sin contacto alguno con sus hijos”.
Sigue Eva: “Quizás los viejos nunca imaginaron que generarían tanta pavura por ser candidatos a contagiarse y a morir. Eso de contemplarse, habiendo sido promovidos como espectáculo, representa un nuevo aprendizaje para quienes están empezando a ser gente mayor antes de saludar al barquero que los trasladará a la otra orilla”.
Los muertos habidos y los futuros son una planilla de Excel, de esas que se instrumentan para sacar cuentas heladas.
¿Quién les pregunta a las familias de las víctimas mortales qué les parece abrir la economía, como si nada sucediera, porque así no se puede seguir?
¿Qué es “así no se puede seguir”?
Los periodistas desorbitados que insisten con que “la gente” no aguanta más siendo que el Gobierno no hace algo que no sea marchar hacia Argenzuela, ¿desde qué lugar hablan? ¿Creen en serio que la función profesional es preguntar y punto, encolerizar y punto, provocar y punto?
Como fuere que sean los aportes y divagues acerca del proceder oficial en torno de Vicentin, o sobre el retorno de una cuarentena más dura, o alrededor de cuanto se quiera, no cambia la certeza: el Gobierno hace menos o más de lo que puede, sabe o desea, pero quienes trabajan para socavarlo, por mandato reaccionario histórico, no varían en absoluto.
Y si eso se pierde de vista, adivinen quiénes serán los perjudicados.
Más otra pregunta con respuesta igualmente sencilla.
Si hay este nivel de agresividad, vertebrado en ese “periodismo de guerra” que Julio Blanck admitió como tal respecto del accionar de Clarín contra el kirchnerismo; en medio de una pandemia universal, y cuando apenas pasaron seis meses de asumido el Gobierno, ¿se imaginan lo que vendrá?
Lo simple de la respuesta es tan contundente como la necesidad de no confundirse de enemigo.