Recientemente, el cantante español Pablo Alborán salió del clóset afirmando que es homosexual. Una lluvia de opiniones no se hizo esperar. En twitter, por ejemplo, la cantante Jimena Barón lanzó la pregunta “realmente existe un closet de donde salir en el 2020?”. Como muy bien le respondió la instragrammer Muypute, su provocación, al provenir de una heterosexual cisgénero que no pone en cuestión su privilegio de enunciación, no podía sino resultar tan hiriente como inoportuna. ¿Encierra algún sentido salir del armario en pleno siglo XXI? ¿Quién está moralmente habilitado para definir los plazos y oportunidades legítimas para salir o no del armario? ¿Qué es lo que estoy haciendo cuando salgo del clóset?
El precepto según el cual salir del armario sería una cuestión de antaño parece presumir que asistimos a una sociedad cuyo progresismo sexual de avanzada lo vuelve innecesario, obsoleto. Ese imaginario futurista se ve rápidamente desmembrado si recordamos que aún hoy existen Estados que penalizan la diversidad sexual, corporal y de género, que en decenas de países existen terapias de “reconversión sexual” auspiciados por iglesias, que para un buen número de travestis y trans la prostitución es la única opción de supervivencia y su promedio de vida no va más allá de los 40 años de vida, que cada día cientos de miles de niñes cuir son objeto de corrección y disciplinamiento en un circuito que va del hogar a la escuela pasando por el vecindario y las redes sociales. En países como Rumania, Guatemala y Brasil se discute el estatuto curricular y jurídico de la identidad de género y la orientación sexual mediante leyes que buscan clausurar derechos. Hace unas semanas, el presidente de Polonia aseguró que los gays no existen, que son una ideología más peligrosa que la del comunismo (sic). En España, un arco político de partidos progresistas y feministas antitrans se oponen a la identidad de género autopercibida en defensa de un estatuto naturalista inventando en la modernidad, el “sexo biológico”, un patrón restrictivo de atribución de lo humano que opera del mismo modo que alguna vez lo jugó la categoría de raza.
En los últimos cincuenta años, los movimientos de disidencia sexual y de género elaboraron un poderoso discurso de liberación en el que hacer brillar la visibilidad se ofrecía como una respuesta al silencio, el secreto, la clandestinidad y la desviación producidas por los punitivismos y las medicinas disciplinarias del siglo XIX y principios del XX. El cuerpo homosexual o disfórico de género era, éste mismo, ahora resorte de contestación afirmativa y de elaboración de un contradiscurso, de una fricción en el espacio público heteronormativo (y también en su reducto definido como “intimo”). En los 70 la incitación personal a la salida del closet fue acompañada de algunas políticas radicales, como la de algunos Frentes de Liberación Homosexual que se proponían la liberación de la homosexualidad no reservada a algunos sujetos sino para toda la sociedad. El armario fue interceptado como producto de la interiorización de la heteronormatividad, un mecanismo que nos convoca a ser heteros, que da por sentado y demanda compulsivamente la heterosexualidad. Hoy sabemos por los estudios feministas-queer-trans que, cual régimen de control e inteligibilidad, la heterosexualidad establece correspondencias entre cierta materialidad corporal (reducida a la noción moderna de que existen solo dos sexos), una comprensión binaria de la identidad de género (varón, mujer) y un consiguiente deseo mutuamente excluyente, el deseo heterosexual. Bajo estos términos, salir del closet es correrse de esa norma cis-heterosexual, impugnarla, decirle al mundo que me rodea: “ningún pibx nace hetero, ni tenemos por qué llegar a serlo”. Cada salida del closet está vinculada a esta historia, cada momento de apertura es un linkeo entre aquello que pensábamos como personal ahora inscripto políticamente a resistencias colectivas. Quizás convenga recordarlo: las salidas del armario han variado histórica y geopolíticamente, conforme a las semánticas históricas disponibles y la capacidad de llegada de importantes discursos de identificación activados por los movimientos (me refiero a una invitación a reconocernos como gays, maricas, travas, tortas, no binaries o inclusive desde un radical “+” en las actuales siglas que involucran el enmarañado “nosotres” de las siglas LGBTIQ+)
La ruptura del closet siempre ha sido objeto de controversia al interior de cierta lectura queer: se nos advierte del riesgo de caer en la creencia de una esencia que ahora es mostrable públicamente y que desconoce que son efectos del dispositivo de la sexualidad disciplinaria analizado por Michel Foucault. El problema no es tanto el de sostener que existe una esencia universal o trans-histórica como el de acatar una identidad que creemos como inherentemente propia y responder normativamente a sus términos. Lo que este tipo de crítica olvida es que, si bien la salida del clóset es una cita a la que estamos obligadas todos los días, existe un espacio de reelaboración crítica, un trabajo de sucesivo reelaboramiento con las normas de género y sexuales que dominan el marco de reconocimiento en el que vivimos y resistimos. Para las disidentes sexuales, “el precio de la luz” – como lo describió irónicamente Néstor Perlongher- implica también inaugurar una nueva temporalidad, la de tener que afirmarse una y otra vez frente a la norma heterosexual pero también inscribirse en una nueva normatividad, aquellas producidas por cultores de un estilo de vida, las jerarquías internas a cada categoría en la que nos reconocemos, el propio reservorio de no decibles sobre los que levantamos una visibilidad que esperamos aceptable y que hacemos pública. Podría afirmarse, en ese sentido, que cada salida del clóset es acompañada de la generación de nuevos armarios. Nuestro ejercicio de liberación es finito, parcial y no tiene por qué ser ni único ni definitivo.
En un mundo donde nos negaron y nos siguen negando, donde nos prefirieron muertas pero también capaces de lavar el rostro a un capitalismo obsceno, solo cabe la enunciación radical de sí: romper el closet a patadas o de un caderazo, arrancar sus puertas tantas veces sea necesario. Ante nuevos silencios normativos, ante la extensión de una cuidada visibilidad, irrumpir con nuestra diferencia minorizante. Hacer de ella un mecanismo de escritura, un punto de vista, polucionar todo aquello que se pretenda neutral, quebrar las generalidades, desgarrar los a-priori, abrirnos a coaliciones, insistir en expandir las fronteras de nuestra democracia sexual. Digerir política y poéticamente, por todos nuestros orificios, la industria cultural dominante, la democracia liberal, el derecho y generar nuestros propios tejidos de cuidado. Intensificar nuestros placeres mediante una operación de “deslenguada”, como diría val flores, ante los intentos de gestión neoliberal de nuestras identidades. Hacernos de una historia para un presente que se nos hace imposible.
Salí y entre al closet varias veces. Actualmente desidentificada como varón, agonizando ante las normas de la gaycidad y en resistencia marica. Recuerdo cuando hice mi primer acto confensional ante una amiga. No llegué a terminar de hablar que ella me interrumpió para preguntarme si quería decirle que era gay. Ya lo sabía, la mayoría de los armarios están hechos de un cristal perceptible a nuestros entornos. Su pregunta vino con un abrazo capaz de apaciguar las cientos de injurias que con anterioridad había recibido por parte de familiares, vecinos, amigos y docentes. Ese niño marica que fui no olvida el dolor pero ahora sabe adelantarse a la injuria. Salir del armario se trata de poner a tartamudear nuestra diferencia irreductible, poner a operar una ficción con la que atacar una realidad hetero-cis-centrada, activar nuestras energías emancipatorias difíciles de contener en la representación, rabiosas ante la captura. Torsionarnos una y otra vez persiguiendo otros gestos, otras posibilidades de hacernos juntxs con otrxs siempre teniendo en cuenta, dicho con Audre Lorde, que no se esperaba que sobreviviéramos.