Hace 40 años atrás vivíamos así: creíamos tener la muerte en los huevos y en la sangre. Esa sensación se inicia en un grupo y un lugar preciso: en la época del furor yuppie que tenía por templos las grandes torres de vidrio de Manhattan, varios brokers (varones cis muy prolijitos) comenzaron a tener los mismos síntomas que varios chulos haitianos que recorrían las calles en situación casi de calle o viviendo hacinados en hoteluchos fuera de la orgullosa isla.
PUNTOS DE ENCUENTRO EN LA RUTA DEL VIRUS
Como ya lo marcaba Néstor Perlongher en “El fantasma del sida”: ¿qué relacionaba a esos dos grupos aparentemente tan lejanos? La respuesta no se dejó esperar: el closet, la etnia y los privilegios de clase que permitían a esos operadores del capitalismo financiero que llevaban, en su gran mayoría, la doble vida que el puritanismo productivista gringo exige, utilizaban sus dólares especulados en la timba para comprar el sexo que circulaba no solo entre migrantes, sino en las zonas sexualmente liberadas en una Nueva York rabiosamente reagueanista. El anatema de “cáncer rosa” no surgió por las pobres maricas que caían como moscas, con suerte, en el inexistente sistema “público” de salud estadounidense, sino por el escándalo de esos señoritos de trajes Armani y perfume francés que si podían pagarse la discreción de algunas clínicas privadas.
Mientras tanto, en las tierras del sur esos atronadores truenos eran un eco. No existían redes sociales, escribíamos cartas de puño y letra y la tecnología más directa era el “telex”. En esos años 80 la discriminación todavía tenía enemigos más urgentes: la represión, las detenciones y las palizas en comisarías porteñas, rosarinas, cordobesas, bonaerenses y demases que no habían parado desde la última dictadura cívico militar. Un virus desconocido se había disparado en Estados Unidos que las bocas reaguenistas adjudicaban a una desdibujada África tal como hoy el kolestoneado Donald Trump apunta a China. Si bien el orientalismo fue un invento francés en sus épocas de imperio conquistador, los EE.UU. han hecho de la acusación a todo lo que supere esa línea imaginaria que divide en dos gajos al planeta, una práctica habitual de agrietar el mundo ubicándose ellos/as en el canto sano, impoluto y “santo” siempre listo a limpiar zonas con joysticks y bombas.
¿BICHO O CORONITA?
Hoy como ayer el tema es un virus, un organismo muerto y sin aparente gracia, aunque, paradójicamente, el COVID es el que tiene coronita de reina. El “bicho” del sida dejó su rastro de babosa entre geografías del deseo sobrevivientes en un ciudad cuadriculada por la gentryfication neoliberal en la se cruzaron clases, etnias y el mismo género. Mientras que el COVID surgió, parece, en un populoso mercado chino donde la clase media y media baja va de compras y de comilonas de antología popular. De ahí saltó a los/as turistas que se lo llevaron puesto vía aérea y desde allí fue traído por propios y algunos/as foráneos a los barrios en los que sus habitantes se pudieron pagar vacaciones o viajaron por laburos en un país donde un pasaje en avión no se garpa con la SUBE. Y de esos barrios, por circulaciones varias de quienes ya tenían “otra” coronita, más los contactos con trabajadoras que tuvieron que acceder por necesidad aún en incómodos viajes en baúles del automóvil de “la señora”, las ventosas del cetro craneal rodó hasta los barrios que funcionan como repositorios de mano de obra barata.
EL INDIVIDUALISMO ESTA CARGADO
Así como nos llevó tiempo, avances científicos y lucha comunitaria, salir del estigma de ser considerados los disparadores de la muerte en éxtasis de placer y otras formas disparatadas que fueron desechadas, el esquema de la responsabilidad individual no solo vuelve con la ridiculez de la “cuarentena responsable” con la que el neoliberalismo porteño busca congraciarse con sus decimonónicos/as votantes, sino también en esas frases hipadas y cortadas por el llanto de Lizy Tagliani que dijo sentir que tenía una arma cargada y disparó a todos.
Vale aclararle a Lizy que ella no fue la paciente cero, ni mil. El paciente cero fue su novio, tenga o no tenga convid 19: Leo Alturria, encargado de un edificio de Las cañitas donde se debate qué hacer o qué no hacer con él. Pero también vale subrayar que ella y su novio no tienen ningún chumbo, sino que se montaron, andá ahora a saber, en el caminito aceitado que los virus trazan por su propio devenir contra el que la “responsabilidad individual” solo es una aspirina que solo te asegura morigerar tu dolor de cabeza mientras todo se derrumba. Hay responsabilidades grupales, empresariales, protocolares o por ausencia de protocolos, etc.
Y si te tragás el sapo del voluntarismo individualista ante el derrumbe estarás en el plano de la simple locura tal como canta en sus versos Ungaretti quien la señala como ceguera frente a los escombros que nos rodean. Esos restos de piedra y arena que se están acumulando por decisiones que se toman ante un supuesto clamor de libertad “individual” de agotados/as clases medias que no sabemos con qué monstruos/as se encuentran en sus chocitas tan bien equipadas. Esa libertad de mónada que le teme a la que se construye colectivamente, porque el apotegma del que nacimos todos/as iguales sirve para recitar en un aula de Derecho, pero no en las calles, en los barrios que solo tienen SUBE y en las casas donde la diferencia se nos volvió desigualdad, esa frase sirvió, para muchos y no todos/as, en un escalón para disparar esta vez sí un arma: la del orgullo que es un nombre de nuestra dignidad.