Es curioso cómo fue el inicio de Roberto Minervini en el cine. Llegó a los Estados Unidos desde su Italia natal como consultor de empresas, para hacer una maestría en su campo. Trabajaba, en ese entonces, en las oficinas de las Torres Gemelas, hasta que el 11 de septiembre de 2001 dos aviones impactaron contra los edificios provocando uno de los atentados más importantes de la historia. Minervini no estaba en las oficinas ese día. De un modo indirecto fue considerado una víctima. Recibió por parte del Estado de Nueva York una compensación económica que le permitió volver a estudiar un canal de expresión que le interesaba mucho más que los negocios: el cine.
Minervini cuenta su historia y su rostro, por momentos, se congela. Su voz se robotiza por la distancia y el tráfico de Skype. Sorprende el español de Minervini. Perfecto, con un léxico florido y estructuras verbales complicadas. Dice que después de estudiar la carrera de negocios en Italia, vivió un tiempo en España en donde entró en contacto con gente de cine. Actualmente el español forma una parte sustancial de su vida. En sus rodajes, con un equipo de latinos y europeos, se habla una mezcla del castellano vernáculo con mexicano y argentino. Minervini es uno de los directores ítalo-americanos más interesantes de los últimos diez años. Con cinco largos estrenados y una presencia constante en los festivales más importantes del mundo, su cine ha renovado y trazado un puente entre la tradición del neorrealismo italiano con el cine social y naturalista de Andrea Arnold y los hermanos Dardenne (Minervini ha editado todas sus películas con Marie-Hélène Dozo) para ofrecer una radiografía profunda de la cultura sureña de los Estados Unidos.
Porque ahí, en Texas, es donde reside. La imagen por Skype vuelve, como en oleadas. A su lado está Alexis Santos, un arquitecto argentino que se mudó a Houston en 2001, con quien Minervini entró en contacto para invertir en el negocio inmobiliario. Santos rápidamente se convirtió en su asistente de dirección y en una pata importante para el desarrollo y en la pre producción de sus películas. Ahora, ambos están iniciando dos nuevos proyectos. La última película de Minervini y la ópera prima de Santos, Héroes y bárbaros, a rodarse en Mendoza, cuando la pandemia dé algo de tregua. La vida de Minervini, sin embargo, se volvió agitada en los últimos días, por otras razones. Su última película, What you gonna do when the world's on fire?, se estrenó en Amazon poco antes del asesinato de George Floyd en manos de la policía de Minneapolis.
Esa demanda se debe a que la película de Minervini sigue el rastro de tres historias en Nueva Orleans, que al cruzarse ofrecen un panorama actual de la lucha política afroamericana y su vida cotidiana. En el centro está la historia de Ronaldo y Titus, dos hijos de una madre soltera que caminan por las calles vacías de la ciudad, mientras se entrenan para una adultez insegura. En paralelo, la historia de Judy, una cantante de blues que tiene un bar histórico en Nueva Orleans al borde de la quiebra, y que pronto será vendido como consecuencia de la especulación turística blanca. Y la historia de los nuevos Panteras Negras en sus reuniones sociales y en las salidas a la calle para protestar por el asesinato de Jeremy Jerome Jackson.
Minervini se ha negado a dar entrevistas. “Quiero que los personajes hablen por su cuenta, que se les dé voz a ellos. Si habláramos exclusivamente de la cuestión racial en América, digo que sí, siempre y cuando ellos estén para hablar también. Siempre y cuando los personajes de mi película puedan hablar porque ellos son en cierta forma los guionistas de los relatos.” Dar voz es lo que el cine de Minervini hace. Una de las viejas premisas del cine documental que bajo su mirada se actualiza con una potencia visual asombrosa.
Venir al sur
“Yo no quería estar aquí, en el sur de Estados Unidos”, dice. “Tenía muchos prejuicios con una parte de la cultura de los Estados Unidos, y sobre todo con la cultura sureña de los Estados Unidos. Ahí es donde empieza el germen de mis películas.” Después de estudiar cine y comunicación en Nueva York vivió un tiempo en Filipinas. Regresó a Estados Unidos para asentarse en Houston, Texas, en 2007, dice, por motivos personales. La estadía se extendió hasta convertirse en su casa. Al llegar a este punto se encontró en un cruce. “Vivir en mi prejuicio, que me causaba odio, o explorar las razones por las cuales yo tenía esos prejuicios hacia esta cultura y acercarme a ella.”
Se acercó a las comunidades del sur llenas del aspecto folclórico; de los rodeos, de la comida, de las armas, de la idiosincrasia. Entendió que ese prejuicio era algo personal, que tenía que ver con ciertas razones heredadas, con un mecanismo de defensa; de defender una postura ideológica y política que no se relacionaba con la cultura del sur. “Este prejuicio es el alma, el motor, el aspecto embrionario, el elemento inicial que necesito para desarrollar en una película. Un prejuicio hacia una condición socio- económica, hacia la división racial; ideas que heredé de una cultura europea y eurocéntrica. Así nace mi cine, de poner un poco en juego mi ideas y buscar una cercanía, un encuentro con la gente, más que consolidar una posición que tengo anteriormente.” Decidió filmar una película que fuese como un viaje hacia esa otra cultura. Así hicieron The Passage (2011), la primera de una serie que la crítica no tardó en catalogar como “La trilogía de Texas”.
Las cinco películas que Minervini lleva hecha hasta la fecha están interconectadas. Se relacionan por vínculos de amistad o filiales, fraternales o familiares. Los personajes pasan de una película a otra como en las novelas de Balzac. Ofrecen una cartografía sobre la “América Profunda”. El viaje de Minervini no fue hacia una sola película sino hacia una estética y un modo de hacer y de producir cine. Y nada de eso hubiera pasado, dice, sino no hubiera sido por su amigo Gene Kelton, bluesman y motoquero, que le abrió las puertas de ese submundo: “Gene me permitió adentrarme en sus varias culturas, en sus idiosincrasias; la que llaman white trash, redneck o chicana". Entendió que Texas resume lo que son los Estados Unidos. Un conjunto de culturas entre las cuales a veces hay un punto de encuentro y a veces no, dice. A The Passage, en donde explora la fragmentación cultural, le siguieron dos películas más: Low Tie (2012) , la historia de un chico de clase baja americana que pasa el tiempo mientras su madre va a trabajar, y Stop the pounding heart (2013), sobre el despertar sexual de una joven en el seno de una comunidad fundamentalista cristiana en lo que se conoce como “the Bible Belt”, el cinturón bíblico que se extiende desde Georgia hasta Texas.
En esas tres películas Minervini cruza las fronteras entre lo real y lo ficcional para afilar un estilo propio. ¿Son documentales sobre comunidades y su diversidad cultural o ficciones que tocan la fibra de un determinado estrato social? Como el viejo cine italiano, o bien, como el iraní de Kiarostami, Minervini apuesta a una representación de la vida cotidiana construida y actuada por sus propios agentes. Y su cámara, junto con su equipo, acompaña y registra ese universo, con una distancia controlada. “Trabajamos buscando un punto de encuentro entre nuestra visión de la vida y la de ellos. Un punto en donde ellos puedan hablar de sus temas; del uso de las armas, del miedo que se tiene por el hecho de usar armas. Hablamos de las diferencias, del lugar del europeo blanco, de la apertura que eso posibilita para abrir un canal de diálogo. Hay un acuerdo explícito. Mis intenciones las tengo que declarar. Mi ideología la tengo que declarar. Y si esto no encaja con la visión de los personajes, si piensan que mi postura política e ideológica puede comprometer a la de ellos, bueno, pues entonces no trabajamos juntos. Yo veo las cosas como están”.
Cómo hacer cine con palabras
Por intermedio de un personaje de Stop the pounding heart, Minervini entró en contacto con grupo paramilitar que pregonaba por una revolución militar y un regreso de la supremacía blanca en tiempos de Barack Obama. Fue a almorzar a Louisiana del Norte para conocerlo y lo que vio y escuchó ahí lo sorprendió. “Había un enfado excesivo. Nunca había escuchado un lenguaje tan violento, virulento y visceral como el que usaban ellos hacia los afroamericanos, hacia los políticos, hacia las instituciones. Era gente que no tenía nada que perder. Y lo único que tenían era la violencia; la violencia es el lenguaje de los oprimidos. Eso lo decía Martin Luther King pero lo noté también en ellos.” Por repensar ese prejuicio hacia grupos paramilitares, esa subcultura que vincula el uso de armas, la adicción a las anfetaminas y la añoranza por un mítico pasado imperial, surgió The Other Side (2015), con la que ganó un premio en la Selección Oficial del Festival de Cannes.
La película sigue el devenir de Mark, un adicto a la heroína que decide volver a la cárcel para desintoxicarse. En un punto, el relato se parte al medio y casi como en una novela de William Faulkner se sigue el curso de un grupo paramilitar. Exmarines que están en guerra contra enemigos fantasmas por el bien “de la familia”, amantes de las armas y agrupados en fiestas, Minervini (junto al ojo de su DF, Diego Romero) los retrata en su universo, al que pocas veces se tiene acceso desde el discurso mediático; la parte más salvaje y visceral de la cultura blanca americana. The other side es una película incómoda y extrema, potente como lo pudo haber sido Germania Año Zero de Roberto Rossellini en su época. Con un termómetro puesto en las micro historias de los márgenes, muestra y revela, cinco años atrás, por qué un tipo como Donald Trump se hizo del poder de una forma tan vertiginosa.
Años después, Minervini estrenó What you gonna do when the world's on fire? En cierto modo funciona, no como una cara de la misma moneda de The other side, sino como una parte más del mismo conflicto social, racial y económico que atraviesa la idiosincrasia norteamericana. Ante el plano final de un auto incendiado y baleado con la frase “Obama suck my ass” en The Other Side, Minervini ingresó en la comunidad afroamericana extrema. Aunque las intenciones del director en un principio no eran las que resultaron en el corte final. Quería hacer una película sobre la música afroamericana. De cómo esta música siempre tuvo un modo de escapar a la opresión blanca, aunque la cultura blanca se apropie de esa música, una y otra vez. Una película que de algún modo respirase el espíritu de Leadbelly. Alexis Santos, su asistente de dirección, viajó varias veces a Nueva Orleans. Recorrió los bares, su parte turística e histórica. Le mandó fotos, videos y audios de gente que conocía en la calle. Hasta que llegó al barrio Treme y dio con un bar histórico regenteado por una chica con mucho que contar llamada Judy Hill.
Rápidamente, en las primeras pruebas de cámara, Minervini entendió que la gente no solo quería hablar de música. “Nos decían: bailamos, cantamos, sí, pero queremos hablar. Y entendimos ese mensaje, el viejo estereotipo del afroamericano que le canta a un blanco pero no habla porque cuando habla no es bastante sofisticado. Fueron ellos los que nos invitaron a cambiar la mirada." Minervini y su equipo entonces asistieron varias veces al bar a las reuniones entre afroamericanos, acompañaron el reclamo por justicia de las nuevas Panteras Negras en la puerta de la estación de policía, se unieron a sus manifestaciones y escucharon sus reclamos. Registraron su forma de expresarse, sin miedo; un reclamo que durante siglos forma parte del paisaje. “Nos sacan hasta el aire que respiramos” dice una mujer en una de las reuniones de las Panteras Negras, y la frase reencarna en las palabras “I can't breath” dichas por George Floyd, tirado en el piso con el pie de un policía en el cuello antes de morir.
A diferencia de sus películas anteriores, en donde el espacio y el cuerpo de los personajes jugaba un rol importante, acá Minervini parece hacer un estudio del primer plano. Son las caras y las voces, las expresiones de quienes dicen y escuchan las palabras de aliento, los gritos y los discursos; es la palabra hablada de una cultura con una larga tradición oral lo que le interesa registrar a Minervini. “Cuando se fortaleció esa idea de que la gente quería hablar, y que sería esta una película de diálogo, tomamos la decisión de que la postura no era tanto lo físico o lo corporal, sino las voces y todo lo que tiene que ver con la expresión verbal; los silencios, los gestos mínimos, el aspecto pictórico del primer plano. El blanco y negro nos permitió eliminar el peso del ambiente, del cambio entre ambientes. Y hubo un enorme trabajo de sonido, no de capturar todo, sino de tener paciencia para quedarse con una cara, con un rostro, pese a que el rostro no estuviera hablando. Fue un trabajo más meditativo. De la espera y la paciencia.”
Luego de estrenar la película, los Nuevos Panteras Negras tuvieron un acceso mediático. Se sumaron a las presentaciones en algunos festivales y estuvieron presentes en el Lincoln Center de Nueva York. Hoy en día, con las protestas en Minneapolis, Minervini aporta una ayuda económica para la movilización de la gente. Y ante cada llamado por una entrevista, pone la voz de sus personajes por arriba de la de él. “Al fin y al cabo, eso es lo bonito de hacer este tipo de películas. Hay una relación, un punto en común, pese a la diferencia de culturas. Ahí es donde nos agarramos de las manos y seguimos adelante, y eso trasciende el hecho de hacer una película. Seguimos adelante juntos. Todo tiene su propia vida, y la vida se expresa en eso; en las relaciones que tuvimos con los personajes. En aceptar la incertidumbre, la falta de certezas, que tiene este cine, pero que le da a la gente la posibilidad de escribir sus propias historias.”