Ese miércoles 20 de septiembre del 2017 era el año nuevo judío. Yo había ido a la casa de mi amiga Laura, en Parque Chacabuco, donde comimos con su familia empanadas de ricota, nuez y pasas de uva. Había tomado unas latas de cerveza con el estómago vacío antes de llegar y tomé mucha cerveza con ellos durante la comida y, después, unos tragos de un licor polaco con gusto a anís que me pareció horrible. Bondad y alegría, dijo Laura, es la mística judía. Estaba muy borracho cuando ella fue al baño o a la cocina y yo agarré dos libros de César Aira del anaquel, El juego de los mundos y A trombeta de vime, en traducción al portugués, y los puse en mi mochila. ¿Por qué lo hice? Si se los hubiera pedido prestados ella me los habría dado. Recuerdo que llovía. Pero no me acuerdo cómo volví a mi casa.

Desperté el jueves, a las 12:30, con resaca. Fui a la casa de mi amigo Fede Hoffmann, en un 152, a las tres de la tarde. En el viaje escuché a una señora decirle a la que parecía ser su hija: «No hagás conventillo. No hagás conventillo. Vos discutís sin fundamentos». Caminé por las calles de la zona comercial de Belgrano hasta la parte residencial, donde están las embajadas. Me sentí aplastado por recuerdos. Con Fede hablamos del amor como un miedo a sentirnos desamparados. Comimos sandía, arándanos y kiwi. Tomamos mate y café. Fumamos. Le conté a Fede el episodio de la borrachera y del robo de libros. Esa primera edición de El juego de los mundos era carísima. Sentí que había ensuciado mi karma. ¿Era una persona sin códigos? ¿Era alguien en quien no se podía confiar? ¿Era como el perro que muerde la mano del que le da de comer? Me perseguía pensando en ese precepto que dice que si robás, te robás a vos mismo. Estaba avergonzado. Además, la culpa y la vergüenza tienen una vibración bajísima. Pensé que podría redimirme devolviendo esos libros. Fede fue severo conmigo y me juzgó con dureza. Eso me hizo bien. ¿Por qué lo hice? ¿Qué me llevó a esa miseria materialista? ¿Mi fanatismo por la obra de Aira? Le eché la culpa a la cerveza pero yo sabía que el alcohol no potenciaba nunca algo que no existiera de antes. ¿Una inclinación al mal, entonces? ¿O era todo por mi fervor a César Aira y mi afán de coleccionar sus libros?

Quizás esa obsesión haya empezado en el año 2004. Yo cumplí veintitrés años y mi amigo Juan Leotta me regaló Yo era una chica moderna. Desde ese momento empezó mi afición a los libros de Aira y nunca paró. Siempre me apuraba cuando me faltaban veinte páginas para terminar uno de sus libros. A veces me parecía que no entendía los finales. Pero no me importaba porque quería leer otro. Era como una adicción. Ese ejemplar con el que me inicié en el coleccionismo de sus libros se lo presté a un guardia de seguridad de la Biblioteca Nacional de Maestros, donde yo trabajaba en esa época. Él, a su vez, me prestó una edición de tapas duras de Música para camaleones que tenía los bordes mordidos o arañados, según dijo, por una gata. Al guardia de seguridad lo cambiaron de puesto y nunca más lo volví a ver, tampoco a mi libro. Tuve que comprar otro. Mi relación con los libros de Aira empezó a ser obsesiva. Los buscaba, los compraba, los juntaba, incluso los robaba. Alguna vez llegué a pensar que me interesaba más tenerlos y atesorarlos que leerlos.

El jueves 16 de noviembre del 2017, volví a la casa de Laura y, sin que se diera cuenta, le devolví los dos libros que había robado en mi última visita. Ya los había leído. Como si, al devolverlos, eso tan ladino que hice no hubiera pasado. Aunque yo sabía que sí había pasado. Semanas después le pedí prestado Madre e hijo. Quería leer esa obra de teatro y fotocopiarla. Ella me dijo que no encontraba el libro. Pensó que lo habría prestado y no se lo habían devuelto.

Hoy tengo más de noventa volúmenes de Aira en mi biblioteca. Con algunas ediciones repetidas y otras en inglés o en francés. No cuento las fotocopias. Dejo adrede algunos libros sin leer entre el conjunto. Pero no son un museo entre mis cosas sino una presencia activa. Además siento que mi obsesión por coleccionar sus libros está intacta o, lo que es peor, recién empieza. Sus libros son fuente constante de emociones en mi vida. Una vez insulté en un comentario a alguien que en Mercado Libre vendía Moreira a 80.000 pesos. ¿Por qué lo insulté? Otro arrebato que me producía la obra de César Aira. Unos años después, cuando salió una reedición ampliada de El juego de los mundos, la compré y la volví a leer. No detecté en qué consistía lo ampliado de la versión pero de alguna manera me sentí más limpio que si hubiera tenido la primera edición robada.

Creo que sus libros me enseñaron a pensar en mi propia producción literaria en términos de coleccionismo. Como si lo que escribimos conformara una colección, íntima y existencial. Sus libros también me ayudaron a pensar en la posibilidad de armar un catálogo, el de mis editoriales, como si fueran colecciones que otrxs quisieran completar. Me fascina esa capacidad infinita de Aira para escribir más y más. ¿Tiene un don o es un procedimiento? ¿Cuál es el secreto? ¿Escritura automática o técnica avezada? Ese misterio me resultó siempre un aliciente. También creo haber aprendido, leyendo sus libros, una lección de libertad. Podemos escribir lo que queramos. Lo importante es tener un próximo libro en el horizonte de nuestras fantasías.

Javier Fernández Paupy es editor de los sellos Palabras Amarillas y Ascasubi. Administra el blog palabrasamarillas.blogspot.com. Ha publicado los libros El cangrejero (Premio Indio Rico Diario de viaje imaginario 2010) y Estoy tranquilo (2018), ambos por editorial Mansalva. Da clases de Literatura en escuelas secundarias, ahora en modalidad virtual. Está escribiendo un relato de ficción que gira en torno a la aduana de Buenos Aires entre los años 1810 y 1817.