Desde Montevideo
¿Nadie trabajó? Nadie respiró. El lunes se detuvo el vuelo de las moscas, el amor de los amantes, la lucha de clases y lodo lo demás.
No hay país más futbolizado que el Uruguay. Aunque tiene menos habitantes que la sola ciudad de Roma y su escasa población crece poco o nada, el Uruguay sigue generando, en proporción, la mayor cantidad de practicantes y teóricos de fútbol en el mundo entero. El país produce un asombroso número de habilidosos jugadores, hinchas fanáticos y sesudos ideólogos. Los jugadores se van, porque aquí adentro no hay quien les pague. Los hinchas y los ideólogos se quedan, porque allá afuera no hay quien los compre.
En el partido contra Italia, nosotros los hinchas apostamos a un milagro. Los sabios, también. A la vista de la penosa actuación de nuestro equipo en los partidos previos, ni los eruditos consiguieron encontrar otra razón o fuente de fe para creer en la victoria: el equipo que se clasificó peor se enfrentaba al que mejor clasificó, que por añadidura es dueño de casa y brillante favorito de este campeonato.
Pero el milagro era imposible. Los uruguayos, ateos por tradición y convicción, sólo tenemos un santo que nos escucha. Se llama San Cono. Pero San Cono estaba sordo, o se hacía. San Cono es italiano y a la hora de elegir no olvidó su cuna, aunque se haya venido a vivir a la uruguaya comarca de La Florida.
No habiendo ningún otro santo milagrero digno de confianza, o al menos disponible, nos encomendamos a la garra charrúa. La garra charrúa invoca el coraje y la furia de nuestros indios, exterminados hace un siglo y medio, y atribuye estas virtudes a nuestro fútbol, que llevaba veinte años sin ganar un partido en un mundial hasta nuestro triunfo de agonía contra Corea. La garra charrúa asomó en aquel último minuto, en el fogonazo de Daniel Fonseca, pero mucha más garra charrúa habían mostrado, hasta entonces, los muchachos de Camerún, que sorprendieron al mundo, o los de Colombia en su dignísimo partido contra Alemania, o el prodigioso Maradona, que venció al Brasil con un tobillo tan inflamado que el pie no le cabía en el zapato.
Estábamos todos entre el fervor y el pánico. "Solos contra todos", tituló un diario de Montevideo. Y un periodista informó desde Italia: "No dan dos vintenes por nosotros". Y otro: "Dicen que entramos al Mundial por la puerta de servicio". El diariero del barrio se indignó la mañanita del lunes: "¡Uruguay viejo y peludo!", gritó, y por lo bajo, me susurró: "Con este equipo no le ganamos ni al combinado de las clases pasivas". Era mucha la desgraciadez, y sin embargo se veía que el diariero quería creer lo que gritaba y no quería creer lo que susurraba. Y yo también, y yo tampoco.
Y el milagro no fue. Y a todos los uruguayos se nos cayó el alma al piso. De fútbol somos; y en este país castigado por el hambre y el invierno, nos hemos quedado sin fe ni yerba de ayer, desnudos y sin milagro.
Italia mereció ganar, y el Uruguay perdió dignamente. Italia no fue ninguna maravilla, pero fue más; y el Uruguay, que jugó con poca fuerza y ninguna magia ni belleza, no supo, no pudo, llegar al invicto arco de Zenga. Y al fin y al cabo, en el fútbol, como en todo, la justicia es mejor que los milagros, aunque ella nos duela.
* Nota publicada en Página/12 durante el Mundial de Italia 90.