La pandemia de la covid-19 era algo que pasaba lejos. El 15 de febrero reabría Tecnópolis; nadie podía imaginar que hoy sería un hospital. A fines de febrero se comenzaba a controlar a las y los pasajeros que llegaban de Italia. Pero dedicarle un espacio central al tema en los medios de comunicación hubiese sido una extravagancia.
El coronavirus irrumpió y modificó de tal modo la cotidianeidad de nuestras vidas que muchas voces profetizan que la vuelta a la “normalidad”, en realidad, será a una “normalidad” que no podrá ser idéntica a la que se dejó atrás.
Más allá de dicha cuestión, de la que el futuro dará cuenta, la pandemia y el aislamiento social preventivo han visibilizado diversas cuestiones que permanecían ocultas y ocultadas, invisibles e invisibilizadas gracias a diversos procesos de naturalización de la realidad constitutivos, en definitiva, de esa “normalidad” con la que se convivía.
Esas visibilidades van desde cuestiones personales:
* La necesidad que existe de vincular los afectos, cuando no se puede.
* El hacinamiento en el que viven miles de familias en los barrios vulnerados, a tal punto que el asilamiento debe ser comunitario.
* Las desigualdades socio-educativas, en las que la falta de conectividad de gran parte de las familias para que sus hijos e hijas puedan seguir aprendiendo. Además la necesidad imperiosa de seguir accediendo a los servicios alimentarios que brindan las escuelas se entrecruza con el esfuerzo de un Estado que intenta, aún en ese contexto, hacer escuela por otros medios (cuadernillos, radio, televisión).
Esas visibilidades se presentan tambien en el rol del Estado en el manejo de la pandemia con el IFE, ATP, bonos, subsidios, regulaciones de precios.
¿Se puede imaginar esta crisis con un gobierno que deje todo en manos del mercado?
Ahora bien, pensemos una visibilidad más: el cuidado, quienes lo necesitan y quienes lo ofrecen.
El ser humano, dado su grado de dependencia, necesita cuidado físico y emocional para poder desarrollarse. Las tareas vinculadas a la provisión de alimento, abrigo, salud, limpieza, acompañamiento, enseñanza, entre otras, ejemplifican un conjunto de actividades vinculadas con el cuidado (englobadas en el término crianza) de aquellas personas (en este caso niños y niñas) que no pueden proveérselo por sí mismos.
Las y los niños no son los únicos que lo necesitan sino que también en nuestras sociedades precisan cuidado aquellas personas con algún grado de dependencia como las personas con alguna discapacidad, enfermedades crónicas y los adultos mayores. Es decir, todos y todas, en algún momento de nuestras vidas necesitamos y necesitaremos del cuidado del Otro.
Es necesario cuidar, pero ¿quién lo hace? Como menciona Eleonor Faur, hay cuatro pilares centrales en esta provisión:
1. El Estado.
2. Las familias.
3. Los mercados.
4. Las organizaciones comunitarias
Estos cuatro pilares se articulan –y, eventualmente, se compensan– entre sí. Dicha provisión, como es de suponer, no podrá estar ajena a matriz de desigualdad económica y social sobre la cual se desarrolla. Así, por ejemplo, continua Faur, en contextos en los cuales la pobreza acecha a importantes segmentos de la población y las instituciones del Estado muestran una mayor debilidad, cobran mayor relevancia las familias y las organizaciones de la sociedad civil. Mientras que una oferta estatal más vasta permite apuntalar mayores niveles de igualdad social.
Las desigualdades socioeconómicas no son las únicas desigualdades que se hacen presentes en la organización social de las tareas del cuidado.
El informe sobre el cuidado y las políticas del cuidado de la Cepal menciona que debido a las desigualdades sexo-género de la división social del trabajo y a segmentaciones en el mercado de trabajo, son mayoritariamente las mujeres quienes proveen cuidados, sea de forma no remunerada en los hogares o remunerada en el ámbito laboral (datos similares muestra el informe del Indec del año 2014).
El “mandato cultural” de que las mujeres se ocupen de estas labores generalmente de forma no remunerada, y la miopía respecto de la responsabilidad de la sociedad en esta materia, crean una constelación muy negativa. Se erigen entonces severas barreras para que las mujeres puedan participar en igualdad de condiciones en el mercado laboral, refuerza las desigualdades y segmentaciones del sistema sexo-género a escala social, y potencia las desigualdades de las prestaciones de cuidado en razón de las contrastantes condiciones socioeconómicas.
La organización social del cuidado no puede ser ajena a las desigualdades existentes y es constitutiva de las mismas.
Toda desigualdad crea privilegios y niega derechos y es sostenida mediante procesos hegemónicos que la invisibilizan naturalizando las relaciones sociales de las cuales son producto. Así, las tareas del cuidado, imprescindibles para la reproducción social y sin las cuales el sistema producción capitalista no podría funcionar, no son consideradas como trabajo ni por las estadísticas del mercado laboral ni por quienes las realizan.
Se entrelazan y amalgaman en complejas (y a veces perversas) relaciones sociales ocultándose en torno a las “obligaciones que toda mujer debe tener como tal”, los mandatos sociales, los vínculos afectivos o de parentesco y como parte del sustento profundo de las situaciones de violencia de género de las cuales muchas de ellas son víctimas.
El aislamiento social preventivo, pero específicamente la suspensión de las clases presenciales, y la prohibición de circular de quienes realizan las tareas del cuidado de modo rentado (empleadas domésticas, cuidadoras, acompañantes) y de los adultos mayores, generaron un espacio de visibilización de las tareas del cuidado.
Incluso se sumaron al ámbito familiar o comunitario aquellas que usualmente se delegaban en otras instituciones. Estas circunstancias unidas al “trabajo en casa” permitieron que muchas personas (en general varones) pudiesen ver y, en algunos casos, hasta realizar, algunas de las actividades del cuidado que hasta hacía unos meses ignoraban o menospreciaban. De modo análogo, el Estado (y muchos privados a instancias de éste) reconociéndolas (como en su momento lo había hecho con la llamada “jubilación de amas de casa”) otorgó licencias laborales a los adultos que las realicen.
Lejos de toda postura idealista o ingenua, y reconociendo que las políticas del cuidado se entrecruzan en nuestro país con desigualdades sociales y económicas profundas que las condicionan, el espacio de visibilización logrado es por ahora solo una ventana por donde podrá ingresar aire fresco, si y solo sí, existiese decisión política fundada en poder popular de dejarla abierta. Dijo el presidente Alberto Fernández en referencia a la estructura tributaria: “No perdamos la oportunidad de escribir un sistema más justo”. Lo mismo puede hacerse con la distribución social de la carga de las tareas del cuidado.
El sistema de significados (ideas, conceptos, categorías, sentidos comunes, publicidades, discursos) que ocultan a las tareas del cuidado tienen en las empresas (que se benefician con dicho trabajo gratuito, que bajo otros parámetros deberían reconocer y pagar, representando un verdadero subsidio a su tasa de ganancia) y en quienes se benefician de la matriz patriarcal, dos actores sociales que lucharán para no perder privilegios.
Una sociedad todavía fuertemente patriarcal y capitalista aceptarán mansamente los hombres de dinero perder poder. La respuesta es no.
Por ello, como menciona el informe de la Cepal, las políticas de cuidado deben formularse en estricto apego a un enfoque de derechos y a los principios de igualdad, universalidad y solidaridad y requieren abordar cuestiones normativas, económicas y sociales vinculadas con la organización social del trabajo de cuidado, que considere aspectos asociados con los servicios, el tiempo y los recursos para cuidar, en condiciones de igualdad y solidaridad intergeneracional y de género.
Como toda política de igualdad, para realmente serlo deberá “doler y enojar a algunos” porque, como decía Arturo Jauretche, ignoran que la multitud no odia, odian las minorías, porque conquistar derechos provoca alegría, mientras perder privilegios provoca rencor.
Cuando pase la pandemia, dejemos la ventana abierta.
* Docente UNLZ FCS. ISFD Nº41. (CEMU).