Era maestra y maestra es la primera palabra que la describe, que la nombra y que abraza la insignia que su figura entretela. La educadora popular a la que Verlaine llamó “angel de la guarda de los pobres” le enseñaba a sus alumnas –a las que solo le enseñaban costura y catecismo– matemática, ciencia, educación sexual, literatura y teatro. Maestra primero y maestra siempre, el sustantivo supremo siguió hablando de ella cuando comenzaron a nombrarla con adjetivos: anarquista, feminista, revolucionaria. Louise Bourgeois decía que se llamaba Louise por ella y mientras lo decía sabía que su araña iba a tener mejores patas. Un nombre como abolengo y escudo cose sobre el cuerpo de quien sabe llevarlo los mejores emblemas: la silueta estratega de las barricadas en la Comuna de París, la bandera negra del anarquismo y la voz encendida contra los que enmudecen a las mujeres.
El primer llanto de Louise fue en un castillo en ruinas de un pequeño pueblo en Haute-Marne donde la parió su madre a escondidas. La hija de la criada sumisa nació sin que se supiera el nombre de su padre, el apellido, sí. Louise era hija de un Demahis, podía ser hija de Étienne-Charles, el dueño de casa, o de Laurent, su heredero. La educación a cargo de sus abuelos ¿o eran sus bisabuelos? escoltó una infancia que ella recordaba feliz. Nunca sumisa, siempre curiosa Louise enseñaba en los márgenes, en sus clases no había castigo y las materias que estudiaban las nenas eran las mismas que estudiaban los nenes. La maestra poeta que firmaba con el seudónimo huguiano de Enjolras enfrentó fusil en mano y vestida de guardia nacional a las tropas del general Trochu enviadas a matarlxs. Louise es cuerpo en la creación del llamado Club de la Revolución y también es cuerpo en la construcción de comedores infantiles, guarderías, escuelas profesionales y orfanatos laicos. La maestra enfermera que se entregó para salvar a su madre (la amenazaban con fusilarla si ella no se entregaba) alegó –con el arte con el que se recita un manifiesto vanguardista– que pertenecía por entero a la revolución social (...) y que si la dejaban vivir, no iba a cesar de clamar venganza y de denunciar a los asesinos que la juzgaban, “Si voy a dar al oscuro cementerio/ arrojad sobre mí, hermanos, / como postrera esperanza, /rojos claveles en flor”. Hay cárcel reiterada y destierro en su biografía, como si aquella deportación a Nueva Caledonia hubiera podido callarla (ilusión de los imbéciles). Nunca quieta, Louise estudió la flora y la fauna de la isla, se relacionó con los canacos, aprendió su lengua y los acompañó en su revolución como lo hizo años después cuando defendió a las prostitutas –y emparentó precursora matrimonio con prostitución– con las que convivió en otra celda francesa. Esta última oración sirve apenas como resumen de una vida en la que la lucha no duerme –como si pudiéramos hacer un recorte, siempre falta toda aunque Lacan insista en insuficiencia.
Louise Michel (su mamá se llamaba Marie Anne Michel) la mujer que la historia rescata mientras silencia el nombre de otras, es una lámpara que ilumina como iluminan los nombres de cada uno de los caballos blancos de Judah Ben-Hur, obra maestra, círculo activo y poderoso que solo detuvo una pulmonía de enero en un hotel de Marsella.