The word matters, podría haber sido el eslogan durante el debate previo a la Marcha inaugural, en 1992. Todo se volvía tema: desde el nombre -si de la dignidad o del orgullo- hasta las identidades cubiertas bajo el techo de la sigla (se llamó Marcha del Orgullo Gay-lésbico, dejando a las travestis como minoría dentro de las minorías, sin admisión en la pancarta principal ni en la delantera) y la avenida del despliegue.
Enfilar por Santa Fe podía equivaler a perpetuar el apartheid cultural. Un desfile en el putódromo -ahí quedaban nuestros mojones comunitarios- opacaría la semiótica política y jurídica que ahora se intentaba. En cambio, Carlos Jáuregui convenció enseguida a los contrarios a la Avenida de Mayo, con un argumento irrebatible: ahí se hacían las manifestaciones de las organizaciones de derechos humanos y, sobre todo, está coronada por la pirámide de las Madres.
Nadie se imaginó el boom mediático que, finalmente, produjo la iluminada isla sexo-disidente frente a la Catedral, ni que una manifestación de docentes nos cedería, a su pesar, el protagonismo en los medios. Las cámaras de la televisión giraron de los maestros en lucha a esas decenas de locas, gran parte con máscaras por miedo a que, al otro día, se pagase la audacia con un despido laboral o con la ira de los padres: patitas a la calle.
Se optó por caminar entre el Congreso y la Casa Rosada, claro, porque el objetivo era proponer leyes y derribar edictos policiales. Nuestro panzer consistía en un shock de visibilidad. La sorpresa urbana operó como milagro y multiplicó, bíblicamente, el menudo número de enmascarados y audaces como Jáuregui, que ya era un rostro público.
El nombre y la sigla, entonces, la bandera y los reclamos, los purgados, los sobreseídos y los primera línea; los esperanzados y los temerosos, las máscaras berretas y el altavoz conseguido de apuro. El Pride local fue un alegato inmenso contra el Estado represivo en envase chico, un Yo Acuso en el único formato entonces posible. En El puto inolvidable, César Cigliutti revive algunos acordes de la puja, en la que acabó imponiéndose la denominación globalizada "orgullo", aunque algunos insistían en su falta de representatividad para el homosexual popular, o hasta de provocación: la palabra “era fuerte”, decían. Orgullo sienten los ricos, los pedantes, los triunfadores. Los inferiorizados exigen verse dignos. Día de la Dignidad, en cambio, había sido el nombre que, en los ochenta, la CHA eligió para celebrar cada 28 de junio la revuelta de Stonewall, con acto y folletería en Plaza Lezama. En la denominación Dignidad, además, se creía escuchar el eco de los derechos humanos. A una célebre cantante de la comunidad no le gustaba “orgullo” por cierto blasón mefistofélico; a ciertos activistas de izquierda le resonaba ahí el pride blanco, burgués y de clase media. Los diarios, al otro día, condenaron la palabra. El orgullo sartreano, tan caro al tercer mundo, la reversión del estigma a través del término reivindicatorio, debió explicarse hasta en los pubs del ambiente, en los que muchas se quejaban: “¿Orgullo de qué?, mi sexualidad no es un premio”. Se hizo pedagogía sociológica: es una respuesta política contra el veredicto social y la vergüenza.
Lo cierto es que el orgullo siguió, en la Argentina, el ascenso emprendido décadas antes en el norte hacia su consagración como novela histórica que contiene, a la vez, dos grandes capítulos. En primer lugar, el curso del movimiento lgtbi desde la experiencia subjetiva de la vergüenza, el sufrimiento, la clandestinidad y la picaresca hasta la conciencia política de sí, la comunión en el sida y el consenso en un destino colectivo. Y, como desprendimiento del closet partido y cierto ok social -después de todo no éramos tan dañinos- el florecimiento global de una cultura de subculturas, con sus objetos fetiches de autocelebración, asimilación, clasismo y consumo.
Con el tiempo, asomaron desde adentro los propios detractores: si se obtuvieron las llaves de la alcoba democrática -el matrimonio igualitario y sus sucedáneos fueron el clímax de esa cópula- la furia trava, aún irredenta, irrumpió para impugnar la marca "orgullo" tal como se lo publicitaba; la regresó a su intensidad originaria. Y así la cotizó a la alza (dicho sea de paso, en estos días se debate en comisión, en el Congreso, el cupo laboral trans). Pero la ilusión de un “progreso gay” lineal solo puede cautivar a generaciones que nacieron con el closet ya abierto. Los mayores, que sabemos lo que es vivir a puertas cerradas, siempre nos mantuvimos alertas. Los sentimientos de humillación no desaparecieron del todo ni tampoco la violencia (el aumento de los crímenes de odio lo acredita). No estamos a salvo en un mundo en el que el neoliberalismo en crisis busca su reaseguro como neofascismo. Por todas partes emerge el enlace entre poder político y conservadores religiosos, sin que ya les sea necesario crucificar putos sino perforar, con el mayor cinismo, la tradición secular de los derechos universales: en el parlamento español, el líder neofranquista de Vox, Santiago Abascal, le ruega a Pablo Iglesias, de Podemos, que “abandone el odio histórico de la izquierda a los homosexuales”. Daría risa si no fuera que Vox avanza en el electorado con el caballo de batalla de la ideología de género y el aborto como crimen.
Hoy, alguien como Trump puede condenar al presidente checheno por violar los derechos humanos de los homosexuales y a la vez justificar, en su país, despidos laborales a causa de la orientación sexual o la identidad de género. Todo sea por la libertad de segregar. En Hungría se pretendió circunscribir, a través de la Constitución, el matrimonio a personas de diferente sexo biológico. Un bizarro bus naranja atraviesa las calles de España y de capitales latinoamericanas asustando al vecino católico: tus hijos quedarán cautivos de la propaganda homosexual en los colegios. La cruzada del hastag Con mis hijos no te metas prolifera y se disfraza de compasiva. “Es contra la ideología de los neomarxistas, los que joden con el género, no es contra vos, criatura desviada de Dios”.
En estas inquietantes circunstancias, el orgullo se reencuentra con el pasado de combates. Las concentraciones paranoicas del enemigo están ahora dirigidas contra nuestra legitimidad más que contra nuestra economía de deseo. Muchos pasamos demasiado tiempo criticando el legitimismo por considerarlo una abjuración de las posibilidades revolucionarias de nuestra sexualidad. Despotricando contra leyes (el matrimonio es una renuncia al ethos homosexual insurgente). Es hora de recalcular; también yo. El colectivo del odio es planetario, y quizás endémico. Debemos entonces, como en el origen, abrazar el Orgullo y sus alianzas posibles, militar el recorrido social y jurídico de este significante, que es el de un dolor que se resarce.