La pandemia de la covid-19 está afectando a la humanidad entera, en una crisis civilizatoria mayúscula, rayana en lo apocalíptico. No hay verdades que concebíamos como ciertas e incólumes que no estén trastabillando por doquier, entre ellas las nociones de Estado, justicia, progreso, poder económico, democracia, distribución de la riqueza, prevención de enfermedades, respeto a la dignidad humana y al ambiente y más.
Existen evidencias de que la mayoría de las calamidades naturales que nos han afectado recientemente son resultado de actividades humanas que poco tienen de naturales. Entre estas calamidades se incluyen las epidemias de enfermedades no transmisibles como la diabetes y la obesidad, producto de prácticas alimenticias insalubres promovidas por la agro-industria, y las recientes epidemias y pandemias virales (Ebola, SARS, gripe aviar, gripe porcina y MERS), desencadenadas en contextos de explotación económica descontrolada.
El sistema capitalista globalizado, que por un lado habilita al 1% de la población mundial a poseer el 50% de la riqueza global, por otro lado altera ecosistemas y reduce la biodiversidad. Esto ha facilitado que ciertos virus abandonen sus reservorios naturales e infecten al ser humano. La pandemia de covid-19, el capítulo más reciente de estos desastres ecológicos, fue anticipada con notable precisión por el National Intelligence Council de la CIA en 2008, por el Pentágono en 2017 y por la Organización Mundial de la Salud en 2019. A pesar de ello, los poderes políticos y económicos, continuaron en muchos países estimulando privatizaciones de los sistemas de salud, en lugar de prepararse para prevenir y enfrentar la pandemia en forma oportuna y efectiva.
Lo anterior no fue una conducta ética. La ética es hija de la filosofía y después de varios siglos, luego de la Segunda Guerra Mundial, apareció la bioética, como disciplina que promueve la reflexión sobre lo que está bien y lo que está mal en las conductas humanas en cuestiones de la salud y la vida.
En sus comienzos se ocupó de problemas médicos individuales y de las prácticas de los integrantes del sistema de salud, así como de la ética de la investigación. Sin abandonar estos temas, la bioética evolucionó en las últimas décadas, particularmente en América Latina, a un enfoque más social. Tomó como campos propios de estudio y acción, entre otras cosas, las facetas éticas de las acciones de salud colectiva, la equidad y la justicia de los sistemas de salud y, más en general, el derecho a la salud y a la vida.
También contribuyó a la noción de que la existencia y el bienestar humanos están íntimamente ligados a un ambiente saludable, en sintonía con saberes ancestrales de pueblos originarios que defienden el derecho a la vida de la madre tierra. Estas nuevas preocupaciones por las circunstancias sociales de la vida humana llevaron a la bioética a adoptar los postulados de justicia y derechos humanos como pilares de sus análisis y acciones, y a convertirse así en una disciplina más bien social y política que biomédica. Procuró, mediante la reflexión interdisciplinaria, identificar conflictos éticos en las conductas humanas y proponer soluciones.
En consonancia con la Declaración Universal de Bioética y Derechos Humanos de Unesco de 2005, la bioética ha pasado a ser una disciplina social basada en los derechos humanos, que identfifica injusticias sistémicas, como los obstáculos a la vigencia real del derecho a la salud, la depredación del ambiente, el deterioro de lo público en muchos los órdenes de la vida, la generación de desigualdades sociales y la desvalorización de la democracia.
La posibilidad de protegerse y defenderse de la covid-19 no es igual para todos: afecta desproporcionadamente más a los pobres, los socialmente marginados por el racismo, la homofobia o las discapacidades, los indígenas y los migrantes. Además, son más vulnerables los niños, los adultos mayores y los enfermos crónicos de diversas dolencias, entre otros. Las políticas de salud para enfrentar la pandemia deben estar informadas, no sólo por el conocimiento científico más actualizado sino, también, por la ética. Y para ser éticas, las políticas deben tener como valores rectores el respeto a la dignidad humana, a la justicia y a la equidad, y el reconocimiento de que los derechos humanos son indivisibles e interdependientes. El derecho a la salud no se puede ejercer en ausencia de los derechos a la educación, a la alimentación, a la vivienda y al trabajo, entre otros.
La ética en situación de pandemia compele a las autoridades y a cada actor institucional o individual a actuar con el menor menoscabo posible de la autonomía y las libertades individuales, dando sin embargo preponderancia a las necesidades colectivas sobre los intereses individuales. Ejemplos de tales políticas son que los derechos a la salud y a la vida tienen mayor jerarquía que el derecho a la propiedad, y que la atención a comunidades y grupos vulnerables históricamente postergados sea prioritaria. Valores éticos como equidad, justicia, solidaridad, transparencia, proporcionalidad y reciprocidad deben estar presentes en forma universal en todas las políticas y acciones sanitarias.
La aplicación de estos principios se dificulta en la Argentina por inequidades históricas en la ditribución de la riqueza, las brechas crecientes entre ricos y pobres, y por las falencias del sistema público de salud, históricamente desfinanciado y caracterizado por servicios fragmentados, con múltiples jurisdicciones sin coordinación entre ellas, y con débil autoridad rectora central. La llegada de la pandemia vino a desnudar situaciones de injusticia social sistémica muy profundas que existen desde antaño, y que son causa de mucha enfermedad, sufrimiento y muerte, particularmente entre los grupos más vulnerables. Esto no es ético.
El Estado tiene una deuda ética con sus habitantes, que es garantizar el derecho a la salud con un sistema de salud universal y gratuito con acceso a toda la población y financiado adecuadamente por el Estado en forma equitativa, con criterios organizativos modernos y guiado por los valores éticos mencionados.
En sociedades democráticas el disenso es parte de la vida política y es legítimo que pueda haber diferentes maneras de enfrentar la pandemia. Las experiencias en el mundo indican claramente que además de las medidas de higiene (distanciamiento físico, lavado de manos, barbijos), la columna vertebral del combate a la propagación del virus es la detección precoz de infectados, su aislamiento temporario y atención médica, seguida del rastreo de contactos y su aislamiento.
La caída de las economías que se ha visto en todos los países, mayor o menor según los casos, ha sido la consecuencia de la propia pandemia, que causa enfermedad y muerte a millones de personas, y no necesariamente por las cuarentenas. Lamentablemente, intereses espúreos y mezquinos estimulan desinformación, prejuicios y teorías conspirativas absurdas respecto de la pandemia, en particular sobre el valor del aislamiento temporario. Generar confusión y temor en personas que no tienen capacidad o conocimiento para discernir su falsedad. Eso no es ético.
La llegada de la covid-19 al país ha contribuido a despertar a nuestras instituciones científicas, golpeadas duramente por el neoliberalismo imperante en los últimos cuatro años. Con una vitalidad y energía increíble, con objetivos precisos, recursos y apoyo de una dirección política clara, nuestros científicos han puesto a prueba la proverbial ingeniosidad que hizo triunfar a muchos científicos argentinos en el exterior en décadas pasadas. Así, se están produciendo pruebas rápidas de detección del virus, pruebas de anticuerpos, modelos nacionales de respiradores, uso de plasma de convalecientes y muchos desarrollos mas, que apuntan a una soberanía científico-tecnológica que Argentina merece disponer.
No hay políticas ni acciones relacionadas con la vida y la salud que escapen al escrutinio ético, como es la evaluación ética de las investigaciones en seres humanos, que comenzó en 1948 con el código de Nüremberg. En las últimas décadas, sin embargo, la injerencia de la industria privada internacional con fines de lucro en el desarrollo de nuevos fármacos y vacunas ha ido en desmedro de los derechos humanos de los participantes en las investigaciones y del acceso equitativo a esos productos por parte de la población. Actualmente, los riesgos éticos se multiplican, entrelazándose con la política y los intereses económicos, como lo demuestra entre muchos ejemplos, la controversia sobre la hidroxicloroquina.
Asimismo, por la urgencia de disponer de vacunas contra la covid-19, se ha generado una carrera entre gobiernos, empresas farmacéuticas y centros de investigación en la cual los valores éticos pueden dejarse de lado. Entre los riesgos apuntados, está la la prueba de vacunas en poblaciones vulneradas, la justificación de inocular el virus a voluntarios pagos para probar la eficacia de vacunas, y de que el oportunismo o el lucro económico lleven a la aprobación prematura de una vacuna que no reúna los requisitos de eficacia y seguridad imprescindibles. En contrapartida, el costo humano de demoras que podrían evitar dolor si las vacunas fueran aprobadas más rápido, plantea un dilema ético de gran evergadura.
Y finalmente, un tema sumamente preocupante: el riesgo de que el uso de la tecnología digital para controlar la pandemia, de clara utilidad para ese propósito, sea seguido, una vez que la pandemia pase, por el uso de ese instrumento por parte de empresas, instituciones y gobiernos con el fin de ejercer control político, social y económico de las ideas y las conductas de personas y grupos a que pertenecen, con clara pérdida para la libertad de pensamiento y opinión, la privacidad y la democracia. Eso no sería ético.
* Médico, magister en salud pública y genética médica, director del posgrado en Genética, Derechos Humanos y Sociedad de la UNTREF.