En octubre de 1986, luego de tres años de democracia, continuábamos celebrando el Juicio a las Juntas, aunque sólo faltaban dos meses para que se promulgara la Ley de Punto Final. Por esos días, la revista Cabildo tuvo una gentileza para con sus escasos, aunque entusiastas lectores: publicó un suplemento especial de 50 páginas, que ostentaba un título categórico: “1000 días de periodismo subversivo”. Luego de una pertinaz investigación, los responsables de Cabildo dieron a conocer, con pelos y señales, los nombres de los agitadores marxistas que ensombrecían al país. Para entrar en esa categoría bastaba con haber publicado alguna nota en El Periodista, una revista que, para los cerebros de Cabildo, significaba la suma de todos los males, ya que, decían: “apoya las actividades de sacerdotes del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y de la Teología de la Liberación y rinde homenaje a sacerdotes marxistas muertos, como monseñor Angelelli, el Padre Mujica, etc. (...) El objetivo de El Periodista es claro: promover la revolución marxista integral, hasta convertirnos, si fuera posible, en un Estado como Cuba explícitamente dependiente de Rusia”. Ese desatino, pregonaba el editorial de Cabildo, hace que “Reiteradamente se cuestione la virginidad de la santísima Virgen María, la santidad de los Santos y la autoridad de la jerarquía eclesiástica”. Finalmente, desenmascaraban el origen del mal: “Es el alfonsinismo en la dominación judaica, pues la verdad es que nunca como ahora quedó tan a claras que el judío es una pieza clave en la desencialización del alma nacional, en la ruina de las costumbres y las normas cristianas”. A confesión de parte, relevo de pruebas.
Ese suplemento especial de Cabildo dio a conocer los nombres de los 706 periodistas insurrectos. Haber firmado un manifiesto a favor de los Derechos Humanos o adherir a la candidatura de Alfonsín o colaborar en diarios como Clarín, Tiempo Argentino y La Razón, te situaba automáticamente en el panteón de los facciosos. Entre los inculpados estaban Marcos Aguinis, Jorge Lanata, Alfredo Leuco y Luis Majul, por fortuna, ellos supieron leer el mensaje de Cabildo y mansamente emprendieron la ruta del bien.
El 24 de marzo de 1996, a veinte años del golpe cívico-militar, Clarín publicó “Los archivos de la represión cultural”, un suplemento que daba a conocer un memorándum secreto de aquella dictadura. “Nómina de personas vinculadas al ámbito cultural con antecedentes desfavorables”, se titulaba y reunía a un vasto número de artistas y escritores con probados “antecedentes desfavorables”, por ejemplo: “Representar las corrientes renovadas del teatro argentino”, o escribir poemas, novelas y cuentos o ser “directores de cine” o “críticos cinematográficos”. Desde marzo de 1976 hasta diciembre de 1983, a esos artistas e intelectuales se los había espiado e inculpado por el solo hecho de crear y pensar, exactamente la misma fechoría por la que la revista Cabildo, en octubre de 1986, había condenadoa los 706 “periodistas subversivos”. Los espías de la dictadura cívico-militar y los espías de Cabildo recurrieron a idénticas metodologías y arribaron a idénticas conclusiones. Pero mientras los primeros contaban con 30.000 desaparecidos y miles de muertos en su haber, los segundos no eran otra cosa que un conjunto de nostálgicos del Tercer Reich, que movían a la risa antes que al espanto. Numerosos periodistas que no integraban la lista de los 706 subversivos exigieron que se los incluyera de inmediato: consideraban una ofensa que se hubieran olvidado de ellos.
A pocos meses de asumir, la actual directora de la AFI supo que ciertamente estaba en “los sótanos de la democracia”. Entre el material confiscado había una carpeta que, bajo el rótulo “Periodistas G20”, guardaba celosamente los datos personales de 403 periodistas que en 2018 se habían acreditado ante el Ministerio de Seguridad para cubrir la Cumbre del G20. La carpeta detallaba las tropelías cometidas por cada uno de ellos, las sentencias no admitían apelaciones: “Está en una foto con Estela de Carlotto”, “Comparte permanentemente posteos en contra del gobierno”, “Utiliza las redes como herramienta de viralización de contenido feminista”. Los funcionarios de la AFI estaban íntimamente ligados a los espías de la última dictadura y a los entusiastas denunciadores de la revista Cabildo.
Espiar es una de las pasiones del anterior presidente, se trata de un hábito que arrastra desde su juventud y que le ha traído más de un dolor de cabeza. Gracias al beneplácito de un juez bondadoso, que lo sobreseyó en una causa de espionaje, pudo asumir la presidencia de la Nación. Pero los vicios no son fáciles de curar, minutos después de que le colocaran la banda presidencial, volvió a las andanzas, puso en funciones a los “Super Mario Bros”, un equipo de espías difícilmente superables en su nivel de torpeza: uno de esos sagaces operadores conservaba en su celular todo lo espiado en los últimos tres años. “Esta grabación se autodestruirá en cinco segundos”, advertía la cinta que recibían los agentes de “Misión Imposible”. Seguramente, a ese funcionario de la AFI no le interesaba ni el cine ni la televisión, algo de lo que sí hace gala la exministra de Seguridad. Cuando el suicidio del fiscal Nisman, aseguró que tenía la prueba definitiva de cómo lo habían matado. Bastaba con ver la serie “El tirador”, que se emitía por Netflix, para comprenderlo. “Hay una escena clave –reveló--, donde la mafia agarra a una persona, la sienta en una silla, le pone unos aparatos especiales, le pone la pistola en la sien y de golpe una persona totalmente cubierta tira de un piolín y lo hace suicidar”.
Voluntariosa para ayudar a su jefe, no debería extrañarnos que cualquier tarde de estas aparezca en un programa de TV y muy suelta de cuerpo nos recuerde que espiar es un hábito común a todos los gobiernos del mundo, qué mejor ejemplo que las películas de James Bond para saber cómo opera el Foreign Office; aunque en esta ocasión esa perorata podría convertirse en un bumerang: es fama que el agente 007 triunfa en todas las películas, en tanto que los Super Mario Bros y sus aguerridos jefes avanzan irremediablemente hacia la derrota definitiva.