En una playa desierta Alexander entierra una rama seca entre unas piedras. Su hijo de la vejez, recién operado de la garganta, lo observa. El padre le cuenta una parábola. “Una vez, hace mucho tiempo, un monje de un monasterio ortodoxo plantó en una colina una rama seca y le pidió a su discípulo que regara esa rama todos los días hasta que reviviera. Durante tres años el joven llenaba un balde de agua todas las mañanas y emprendía el camino. Para cargar el balde cuesta arriba precisaba un día entero, desde el alba hasta el crepúsculo. Todos los días hacía su recorrido cargando el balde, regaba la rama y, al anochecer, regresaba al monasterio. Así lo hizo durante tres años. Y un día hermoso, al subir la colina, vio que se árbol estaba cubierto de flores”.
Un cartero saluda a Alexander, es su cumpleaños. Y, como al pasar, le pregunta cuál es su relación con Dios. “Me temo que ninguna”, le contesta Alexander. Y se vuelve al chico: “Ya lo ves, hijito”, le dice, “nos hemos perdido. Los hombres, la humanidad toda, va por un camino equivocado, terriblemente peligroso. Empezó hace mucho tiempo, cuando vivíamos en las cavernas o tal vez antes. Lo primero que el hombre sintió fue miedo. Temía las fieras, los truenos, la oscuridad. Pero en lugar de adecuarse a la naturaleza, de compartir con ella su destino, de amigarse, el hombre comenzó a defenderse. El miedo es mal consejero. La comunicación entre los hombres se transformó en violencia. Aunque la comunicación habría debido ser su mayor deleite. El hombre se hacina en ciudades siniestras, se atormenta a sí mismo y a quienes lo rodean cuando nada sería más hermoso que comunicarse”.
Hace un año, encerrado en el invierno de Gesell, intenté escribir sobre Andrei Tarkovski (1932-1986). Y, en especial, sobre “Sacrificio” (1986), su último opus. La devoción por su cine – porque Tarkovski inspira eso, devoción - me impulsó a leer también una y otra vez sus diarios y su ensayo “Esculpir en el tiempo”. No pude escribir una línea. Bloqueo y no sólo. Tal vez porque el cine de Tarkovski no es sólo cine. Recién ahora, este junio, decido repetir la experiencia, pero dudo en transmitirla con claridad. Los milagros, como pensaba Tarkovski, no se cuentan. Se viven. Tal, me digo, el poder de este artista visionario. Quizás ahora sea el momento preciso para escribir sobre “Sacrificio”, me digo, y no es casual. Según la estadística del día hoy, 3.6.20, se han confirmado más de seis millones de víctimas de coronavirus en el planeta. La cifra seguramente crecerá cuando se publique este apunte. ¿Y qué tiene esto que ver con la película? pueden preguntarme. La asociación no es ilícita. Ya en “Stalker” (1979), filmada en los alrededores de una planta química en Estonia, Tarkovski describía elíptico y profético los estragos de un desastre nuclear. Según sus allegados, Tarkovski contrajo su cáncer en esos días en Estonia durante la filmación. También enfermarían y morirían afectados el actor Anatoli Solonitsin y más tarde su mujer Larisa Tarkovskaia.
En abril de 1986, mientras Tarkovski rodaba “Sacrificio”, la planta nuclear de Chernobyl tuvo una falla al liberar una radioactividad quinientas veces superior a Hiroshima. Causó una cantidad aún incontable de víctimas y afectó trece países de Europa Central y Oriental. “Sacrificio” no es únicamente una tragedia alegórica por su simultaneidad con el desastre. También repercute en nuestros días con una vigencia pavorosa. “Profanamos la naturaleza constantemente”, le dice Alexander al hijo. “Como resultado de todo esto surgió el individualismo, fundado en el poder, el terror y la dependencia. Y lo que llamamos progreso técnico está siempre al servicio de inventar elementos de confort o armas para defender el poder. Somos como salvajes. Utilizamos el microscopio como si fuera un garrote”. Esto es lo que vino a decirnos este director que terminó el armado de su séptimo y último film mientras fallecía en la cama a los cincuenta y cuatro años.
Tarkovski padre fue poeta y corresponsal en la Segunda Guerra, estuvo en Stalingrado y volvió a casa con una pierna menos. Uno puede preguntarse cuánto hay en la vocación de Tarkovski de esa herencia. Aunque supo declarar que no se había dedicado a la poesía porque nunca sería como Pasternak, Tarkovski la escribió en relatos y le confirió imágenes y en ellas lo que menos se lee es una renuncia. Sus “Narraciones para cine” se definen por lo sugerido y alusivo sin necesidad de sustantivar. Hay que verlo filmar. Llama la atención este hombre más bien menudo, flaco, anguloso, con una energía que contradice su fragilidad, el mal que arrastra. Nada se le escapa. Es puro nervio. Crea con la lucidez de quien se sabe próximo al fin. Y quienes trabajan con él le profesan un respeto conmovedor. Porque Tarkovski logra involucrar y comprometer a sus colaboradores con su misma pasión. El tono de una pared, la sombra que proyecta una cortina, un jarrón en determinado sitio, ningún detalle se le escapa. Cuando se lo ve moverse en filmación, dar instrucciones, comentar, permanecer meditativo, volver a la carga con una orden, uno se pregunta de dónde extrae su fuerza este tipo que se comporta, en vida y obra, como un “iurodiyyi”, uno de esos locos santos que vagan en su Rusia natal blasfemando contra la fe perdida y exigen una reconversión absoluta ante la inminencia del Apocalipsis. En este sentido, la literatura de su venerado Dostoievski no habla de otra cosa. De los “iurodiyyi” Tarkovski adopta el comportamiento obsesivo y extremo con que acomete cada film. Por tanto, ¿por qué no considerarlo, en su actitud desesperada, un loco santo?
Desde sus inicios como director debió enfrentar conflictos de toda clase con el régimen soviético hasta verse impulsado al exilio para continuar su obra. De hecho “Sacrificio” fue rodada en la isla de Gotland, en Suecia, con el equipo de Ingmar Bergman, quien lo juzgaba “el director más grande de su tiempo”. Más alusiva en lo referente a la catástrofe nuclear, pero no menos misteriosa que “Stalker”, “Sacrificio” ahonda en la catástrofe y también en el angst individual: Alexander, extraviado en su desesperación, busca a Dios, le reza y se lanza a un pacto acostándose con una bruja con tal de salvar a sus seres queridos, que el mundo vuelva a ser el de antes. Alexander está dispuesto a sacrificar todo lo material y sumirse en el silencio como su hijo con la garganta operada. Como siempre en Tarkovski la verosimilitud es menos importante que la imaginación. De pronto la normalidad se restablece. Y Alexander cumple su promesa: le prende fuego a su casa y no vuelve a pronunciar siquiera una palabra. “Calló aquello que ya nunca diría, como lo había prometido”, escribe Tarkovsky. Mientras las llamas envuelven la casa, una ambulancia se carga al poseído que produjo el acontecimiento.
Tarkovski escribió así la secuencia final de su film: “El niño levantó el balde vacío y emprendió el regreso por el camino que bajaba hacia el lugar donde su padre había plantado. No sabía cuánto tiempo tendría que regar esa rama, pero estaba seguro de que no dejaría de hacerlo ni un solo día. Llevaría el agua allí hasta que el árbol floreciera. Porque su padre le había dicho que florecería”.