Quizás no estemos simplemente frente a transformaciones de época sino ante verdaderas mutaciones antropológicas que atañen al núcleo mismo de lo real, a ese imposible de decir y simbolizar. Algo ha sido desatado. El acontecer humano comienza a quedarse sin un punto de sujeción que nos reúna por encima de las diferencias.
Más allá de las cuestiones económicas, sociales, humanitarias, éticas, es la travesía civilizatoria la que está puesta en cuestión, pero no por un virus que (aun cuando su paso sea devastador) puede no ser más que el efecto de un desajuste en la maquinaria que esta vez ha ido más allá de los límites tolerables, sino por la misma desproporción y desmesura del capitalismo, el verdadero y letal virus en todo este asunto.
Mucho nos hemos preguntado sobre cómo será el mundo post-pandemia. Se ha conjeturado que la crisis obligaría a introducir cambios en la subjetividad y contribuiría posiblemente al surgimiento de una mayor solidaridad y a una recomposición del lazo social, a un acotamiento del hedonismo y a un despertar de la conciencia del Otro.
Pero sabemos que en las catástrofes naturales y en las guerras, afloran diversas conductas humanas que van desde las acciones más nobles, los sacrificios o las entregas desinteresadas, hasta las mezquindades, los egoísmos y las miserias más diversas.
El hecho de que algunos vecinos aplaudan desde sus balcones a los médicos de noche y, al otro día, por temor al contagio, cuelguen carteles exigiéndoles que se vayan de los edificios en los que viven, es una muestra de la contradicción de los espíritus. Admirar de noche, odiar de día o viceversa. Felizmente son minoría. Una parte importante de la población conserva el lazo social y evita por cierto que las catástrofes sean aún mayores, inclusive, en estos momentos de alto riesgo, surgen actos heroicos, sobre todo en los trabajadores de la salud pública.
Entonces, que el mundo vaya a cambiar no es algo seguro, aunque ello constituya una necesidad impostergable. Lo que al principio parece ser unión y cohesión social en torno al combate contra la pandemia y que se manifiesta, por ejemplo, en la admiración hacia los profesionales de la salud, al poco andar se transforma en lo contrario, desnuda, en parte, su cara opuesta: el individualismo, el narcisismo, la indiferencia ante la suerte de los otros, la reaparición de la grieta política, el odio de clase, las conductas segregacionistas, etc.
La sensibilidad de muchos individuos en estos casos dura poco, como cuando algunos espectadores lloran en el cine ante una película que muestra escenas dolorosas y tristes, pero que al rato nomás, cuando esas lágrimas se secan por el aire fresco de la calle, vuelven a la cruel rutina y a los férreos prejuicios.
El alma humana es contradictoria y olvidadiza y ese olvido “emocional” da fácilmente por tierra con las promesas de mejoramiento ético y moral. Los “nobles sentimientos” en algunos duran a lo sumo lo que dura una película emotiva. Hoy, transcurrido ya un tiempo desde el comienzo de la cuarentena, los mentados runner, desoyendo toda recomendación sanitaria salen todos juntos a correr sin las precauciones necesarias, en actitud casi desafiante e indiferente hacia los peligros de la pandemia, aunque cuando aumente el número de muertos, muchos de ellos vuelvan, por miedo, a sus particulares recintos.
En definitiva cada cual tiende a defender su kiosco de goce personal, del que no están exentas las imitaciones y las identificaciones masivas producidas por las usinas mediáticas generadoras de la subjetividad neoliberal. La anticuarentena, además de estar motivada en determinados casos por reales urgencias laborales, bien puede obedecer en otros a las identificaciones neoliberales, a las consignas anti-estado.
El individualismo masificado, valga el oxímoron, hace cumbre en estas épocas y la pandemia comienza a transformarse para algunos en una costumbre como tantas otras. La deshistorización, los procesos de desculturación, la falta de amarras simbólicas, contribuyen a la naturalización de las cosas, a la dificultad de abstracción y a la vivencia de un eterno presente. Lo que prevalece en el orden humano es la repetición, la permanencia en lo mismo, la inercia pulsional.
Es probable que cuando la pandemia acabe, como acaba un film, las íntimas auto-promesas de bondades y solidaridades y de un mundo un poco más equilibrado, queden a la salida, en la puerta de la experiencia, en la vereda bajo la lluvia. Esto ya está sucediendo. Es decir, no es seguro que algo realmente sustancial vaya a cambiar en estos tiempos en los que todo se borra y desaparece en la vorágine inacabada, en el torbellino perpetuo, en el multitudinario desierto de nuestros días.
Lo más probable es que los avatares humanos vuelvan a la “normalidad” y prosigan su escabroso camino con algunos relativos cambios en algunas costumbres, hasta que una nueva tormenta azote los techos de la castigada aldea y los habitantes saquen otra vez en procesión las guardadas emotividades. Y si algo realmente cambia en el curso de este mundo, esperemos que así sea, lo será por la recuperación de la política y sus militancias, por la revalorización de las funciones del Estado en la vida civilizada y no por los ocasionales romanticismos y expresiones de deseo.
Los hechos tienden a ser naturalizados, lo que al principio provoca horror y miedo, al poco andar se convierte en domesticidad y rutina y el engranaje recomienza a reverberar de nuevo en su recorrido repetitivo. Al comienzo de la pandemia muchos sentían casi un deber ético el encolumnarse detrás de un gobierno que hacía frente a la crisis. No era la hora de los embates dado que existía por encima de las diferencias ideológicas un horizonte común: la lucha contra el virus, la salud poblacional, el cuidado de los otros. Pero los meses pasaron y lo que en la Argentina en un inicio era relativa unión y una mejor convivencia, se transformó pronto en enfrentamientos y reclamos anti-cuarentena, en acusaciones por un supuesto recorte de las libertades individuales.
Los eslóganes vacíos y las holofrases (frases que no se abren ni remiten a otras frases, sintagmas congelados, no dialectizables) no tardaron en aparecer nuevamente: “vamos camino a ser como Venezuela”, “estamos en una dictadura”, “quieren expropiarnos las libertades”. Es que los sentimientos solidarios y altruistas en la mayoría de los casos duran muy poco; las relaciones paranoides, imaginarias, prevalecen en estos tiempos erráticos, sobre todo si pensamos en la declinación actual de los ordenamientos simbólicos, en la dificultad de la cultura para tramitar su malestar por vía del lenguaje, cuando la palabra como nunca ha sido degradada y ultrajada.
Lo cierto es que algo deberá modificarse ya que si se insiste en el cauce trazado sólo restará cantar sobre la cubierta de una embarcación civilizatoria que hace agua ya no únicamente por su grieta estructural sino por sus cuatro costados. El coronavirus es un anticipo de lo que podría llegar a ocurrir en un futuro próximo si no se tuerce la orientación económica, social, ecológica, ética, subjetiva.
La aparición de una nueva mutación, de un nuevo virus, mucho más agresivo que el actual, podría llegar a poner en suspenso la vida misma en el planeta. Nada garantiza que la travesía humana no pueda retornar a sus inicios o inclusive que de ella un buen día sólo queden sus columnas humeantes sobre las ruinas, aunque decirlo, así tan ligeramente, suene apocalíptico. Es que ya nada hoy nos asombra. Lo real de la cosa ha sido revelado.
Pero el discurso capitalista, en su actual fase neoliberal, en su ensimismamiento estructural, en su circularidad ciega, no ve ni entiende de estas cosas y aun cuando las entendiera no podría por sí mismo autorregularse ni introducir transformación alguna. El neoliberalismo, en su empresa totalizadora, ha formateado de tal modo las cabezas y cavado huellas tan profundas en la masa subjetiva, en la materia plástica del rebaño, que si mañana a la tarde cayera de repente el telón de esta pandemia, las poleas del engranaje del mundo reencauzarían rápidamente el devenir a su repetitivo surco, a su acontecer ensordecedor y previsible, es decir, a los mismos excesos y desproporciones pre-pandemia y al adormecimiento general.
Ello no implica, por supuesto, que se deba ofrecer el cuello a los colmillos de la insaciabilidad capitalista ni que las luchas emancipadoras tengan que bajar los brazos ante el paso de las dolientes comitivas que son conducidas raudamente a los abismos. Un mundo más habitable todavía es posible.
*Escritor
y psicoanalista