Todo el Gobierno está convencido de que debía avanzarse sí o sí con las medidas comunicadas el viernes. Pero hay dudas lógicas sobre la forma en que se interpretarán los resultados del endurecimiento.
Salud versus economía es una contraposición disparatada, vista desde el parecer que toma en cuenta la probabilidad de contagios y la proyección de muertos habidos y por haber.
Ese aspecto elemental puede ser relativizado por el número mucho más grande de aquellos a quienes, en su salud personal y la de sus familiares, amigos y conocidos, no les tocó ni creen que vaya a tocarles la propagación e intensidad del virus.
Porque no integran segmentos de riesgo; porque después de todo no sería más que una gripe; porque de última basta con guardarse un par de semanas; porque ampara la obra social o la prepaga o, “simplemente”, porque no queda otra y si no (me) mata el virus lo hará quedarse sin plata y sin futuro, la lógica saludable podría no conformar --llegado un límite que la voracidad mediática estimula-- a una sociedad agotada.
No son, ni serían ni serán sólo los “runners”. Ni los vecinos sensibles y desgastados de barrios porteños, que cacerolean a la primera de cambio. Y aun para esos sectores, debe tenerse un discurso convincente. Enojarse con ellos debería circunscribirse a la puteada domiciliaria.
Es válido contemplar cuánto habrá de desobediencia de cuánta gente que comprende la situación. Pero que ya no cree poder sobrellevar su día a día de unos pesos imprescindibles en el comercio, en la changa, en el menudeo a como fuere, y que ahora debe retroceder sin tener claro si el paso atrás será dos adelante. Y cuándo.
Unos pesos que las decisiones gubernamentales de acudir con apoyo salarial, crediticio e impositivo no llegan a cubrir, porque hablamos de urgencias que no aguantan mecanismos burocráticos y porque, así se agilizaran los trámites, nada será suficiente.
Seriamente, nadie podría poner en interrogante que el Gobierno ha volcado -–anunció que seguirá haciéndolo-- una formidable cantidad de dinero para socorrer a población vulnerada y vulnerable, a pymes y también a grandes grupos empresarios cuya necesidad de asistencia es muy cuestionable, para definirlo en forma en extremo suave.
Lo hace a través de la emisión monetaria a que recurren todas las administraciones mundiales, y contra la que invariablemente sigue despotricando el elenco estable de economistas sólo enfocados en la maldición del gasto público. Porque, créase o no, cercados por una pandemia universal resulta que hay gurús dedicados a reñir contra la asistencia del Estado, incluyendo la indispensable.
Pero tampoco podría dudarse de que la ayuda no alcanza, porque la actividad productiva está parada en torno de cómo asistir a un conglomerado con las características del ámbito metropolitano de Buenos Aires. Y de ahí en adelante.
Quizá, si es por el discurso a bajar, lo más dificultoso sea contrarrestar la prédica de unos medios y comunicadores completamente ¿fuera de sí?, respaldados en la angustia masiva, que llaman poco menos que a la rebelión ciudadana contra el totalitarismo o la inutilidad de Albertítere. Y sobre todo, de la yegua que los vuelve locos sea que diga algo o permanezca muda.
Se requiere ser un miserable, discúlpese lo reiterativo, para ponerle gestos y plumas de “no se aguanta más” a cómo están las cosas, si es que eso no va continuado de alguna propuesta mejor que lo que bien, regular o mal está haciéndose.
Por caso, se plantea afectar los intereses de quienes tienen más. Muchísimo más.
Pero cuando se lo esboza, sin ir más lejos con el proyecto de imponer un tributo extraordinario a unos pocos miles de grandes fortunas, o mediante la intervención del Estado en una empresa como Vicentin, hay que prevenirse del comunismo en defensa de la Patria y alertar contra la espantada de las inversiones. También: créase o no.
Los laburantes de la economía popular, el desarrollo y creación de unidades productivas generadoras de trabajo, la alternativa de proyectos cooperativos podrían ser igualmente mejor considerados, pero su puesta en marcha sería a un ritmo que las urgencias destratan.
El Gobierno no tiene forma de resolver fácil lo que no arregla ningún gobierno del mundo.
No hay logro superador de que la reducción de daños y muertes llegue a su máximo posible.
El virus es, hasta más ver, un enemigo poderosísimo frente al que ninguna administración gubernamental ni accionar sanitario de parte alguna pueden encargarse con seguridad absoluta.
Sobran la información y las imágenes de casi todo el mundo, mostrando rebrotes o amenazas de que se produzcan. Y temiendo segundas olas de contagios.
Se anoticia irresponsablemente del “retorno a la normalidad” en países europeos siendo que, con suerte, apenas podría hablarse de una normalidad flamante, restrictiva, cuyos transgresores ponen en peligro al sistema de salud pública en su totalidad.
Vale la aclaración porque una cifra estremecedora de inconscientes cree que “lo público” no incluye a la “gestión privada”, como si se tratara, para el ejemplo argentino, de que la cantidad de camas y recursos humanos disponibles pudiera dividirse entre quienes se sostienen una prepaga y aquellos que solamente dependen de los hospitales del Estado.
Los científicos no terminan de ponerse de acuerdo acerca de si el ímpetu del bicho llegó para quedarse, disminuir o extinguirse naturalmente, sólo para mencionar uno de los rasgos del tema.
Hay además el accionar de los grupos de presión --laboratorios, básicamente-- que crean expectativas sobre vacunas o tratamientos exitosos de concreción próxima y hasta inminente. Es un lobby archiconocido que persigue conseguir o apurar fondos estatales para solventar sus investigaciones.
El orbe entero se debate en incógnitas y por acá, no interesa si igualmente por afuera, están los que agitan sin más pretensión que esa.
El viernes pasado, Mario Wainfeld lo describió, aquí, en líneas previas a los anuncios de la tarde.
“Ensayo-error-experimentación-cambio son claves. Todólogos sin diploma, opineitors alocados, desconocen dichas realidades. Si se mira bien, ignoran-desprecian cómo funciona la investigación científica. Con soberbia y mala fe niegan la dimensión global de la incertidumbre reinante. Poco les importa porque sólo quieren ganar rating, provocar pánico. (…) Las muertes evitadas (el guarismo más importante, pero virtual) no se acumulan en el haber de los gobernantes. No se cuantifican como los cierres de comercio o la caída del PBI… sobre los cuales, de todas formas, se sanatea o se realizan proyecciones a ojímetro”.
“Ningún relato llevado al colmo se corrobora. Ni el optimismo productivista de la derecha, que niega la capacidad de propagación del virus. Ni la mención acrítica del ‘Estado presente’ o de las coberturas que alcanza a toda la sociedad (…) Atravesamos una contingencia terrible, desconocida en gran dosis, en la que cualquier medida opta por el mal menor. El óptimo no existe”.
El cliché que la vanguardia mediática de derecha trata de imponer en estas horas es preguntar cuál es el plan de salida. Lo hacen en términos de apriete, porque resulta que ya no se tolera vivir sin horizonte.
Ellos tampoco tienen la respuesta, o sencillamente consiste en que haya de una vez todos los muertos que tenga que haber.
Ya supieron matar la economía que ahora dicen querer revivir.
No hay buenas noticias. Y no hay ánimo de inventar siquiera alguna que amortigüe el impacto de un tiempo horrible.
Pero en una de esas podría confiarse en que una mayoría de argentinos, o parte decisiva de ellos, no se dejará llevar por los violentos cantos de sirena de los conocidos de siempre.
De no haberse procedido como se lo hizo, según advierten todos los expertos de lo poco que es seguro, a esta altura estaríamos con muertos multiplicados, estimativamente, por diez. Y no lo estamos.
¿Hacia adelante eso significa ratificar un horizonte? ¿Un “plan de salida”?
Una contestación humanística diría que sí.