Con esta versión con actores de La bella y la bestia pasa como con otro estreno de la semana, Life. Ninguna de las dos está mal, pero las dos son tan derivativas (o plagiarias, según el caso) de películas preexistentes, que eso les reduce el interés. Life es una Alien embozada. La bella y la bestia, una remake al pie de la letra de la versión animada de Disney de los años 90. Lo cual la disculpa más, por supuesto, porque Disney está en su derecho a hacer lo que quiera con su propio material. Lo que la casa de Walt decidió hace unos años fue “actorizar” sus grandes clásicos animados, como forma de presentarlos a generaciones que no vieron las originales y así renovar su clientela. Es lo que hicieron con Blancanieves, Alicia en el país de las maravillas, Tarzán, Cenicienta y Hércules (101 dálmatas es previa a esta ola). Y ahora con La bella y la bestia, que llega con dirección de Bill Condon –conocido por Dioses y monstruos– y Emma Watson, la Hermione de Harry Potter, en el protagónico. La película es correcta, pero, salvo escenas puntuales, le falta ese chispazo que hace la diferencia.
Con una desmesurada duración de más de dos horas, esta versión mantiene, por supuesto, la inclinación genéricamente correcta de la versión animada de 1991. Bella (a Watson no le sobra carisma) vive en una aldea francesa cuya chatura le queda chica, tratándose como se trata de una muchacha lectora y con aspiraciones culturales que exceden a su lugar y su tiempo: ella es nuestra contemporánea, la mujer-con-inquietudes. Ya conocemos a Gastón, el forzudo y narciso titular (el galés Luke Evans, que apareció tanto en las Hobbit como en las últimas Rápido y furioso), que da por descontado que la bella Bella será suya y se encuentra, para su sorpresa, que ella es la única chica del pueblo que no cae rendida ante sus músculos. Máxima innovación, histórica en verdad, de esta versión: esa especie de Sancho Panza que es LeFou (interpretado aquí por Josh Gad) parece francamente enamorado de Gastón y en algunas coreografías queda “peligrosamente” cerca de su amigo. El baile final, cuando cae en brazos de un desconocido, lo confirma: estamos en presencia, afirman los conocedores, del primer personaje gay de una película de Disney. Se ha roto una virginidad casi tan larga como un siglo.
Kevin Kline hace una bienvenida reaparición como Maurice, el padre relojero de Bella, y ya se sabe lo que sigue: el ataque de los lobos, el resguardo en el castillo de la Bestia (el británico Dan Stevens, conocido por la serie Downtown Abbey), la llegada hasta allí de Bella, el recelo inicial que da lugar a la curiosidad, el posterior brote de romanticismo ante cierta rosa roja y el ataque de la gente del pueblo, que como en Frankenstein no tolera al distinto. Como en la versión animada, pero con más lucimiento, teniendo en cuenta que es más difícil hacerlo en live action, están excelentes la taza, la tetera, la lámpara y demás objetos animados, que reservan una sorpresa final.