Uno de los fenómenos más trascendentes y más negados en la vida social, en las relaciones sociales, es el odio, el odio social, que como la codicia, no se confiesa, no se asume porque se le atribuye un carácter pecaminoso, indigno, inhumano. Pero paradójicamente el pecado, los pecados, forman parte natural e inherente de las relaciones sociales; sin él o ellos no se podría vivir, es no ser humano; “humano más que humano” decía Nietzsche, y viene bien en estos momentos políticos de la situación social, nacional en nuestro país.
Un odio social que se viene activando, desde hace muchos años y linda siempre con el racismo, con la necesidad de diferenciarse, de no ser como los “otros”, es un ejercicio cotidiano de la derecha. Por momentos toma formas más y más agresivasy temo que no se está teniendo en cuenta, hasta ahora, su importancia para el futuro: ¿a dónde puede llegar? No es de ahora este odio social, pero se ha vuelto más cotidiano y generalizado en numerosas manifestaciones grupales y amplificadas en los medios y que no es respondido de manera alguna. Es de señalar que desde la recuperación de la vida democrática en 1983 no se había reactivado tan fuertemente como en 2008, al intentar el gobierno del Frente para la Victoria aumentar las retenciones a las exportaciones agropecuarias, que les producía a ese sector social una importante cantidad de dólares que en gran parte fugaban al exterior.
No hay duda de que la derecha no teme pecar y más disfruta de aquellos pecados a los que me refería en un principio, ya que ellos le otorgan identidad, la han constituido. Lo que posee, lo tiene porque se lo arrebató a otros, sometiéndolos por medio de la conquista y la guerra y empobreciéndolos por el deseo del aumento de su poder material y social, siempre actualizado. A su vez, temen la amenaza de la venganza de que esos vencidos, derrotados, empobrecidos, traten de recuperar lo que les han quitado.
Tanto Max Weber como Durkheim en su propuesta de cómo comprender a la sociedad ignoraron el lazo social que supone de los conquistadores entre sí. Durkheim fue quien lo expresó con toda sus voz, “la sociedad es lo mejor de nosotros”; supongo que él tendría las ventanas cerradas para no oír los ayes de los fusilados de la Comuna de París o las voces de las manifestaciones que pedían con cacerolas el “ajusticiamiento” de Dreyfus, o miraba para otro lado durante el escándalo del Canal de Panamá o El Fichero de espionaje de los masones en el Ejército.
La victoria no produce culpa alguna en el vencedor, en el victorioso, pero ésta hace perpetuar el odio mientras que la derrota produce disculpas, ya sea por causa de sí mismo, como aquel Boabdild el llanto en el Suspiro del Moro en 1491 al dejar a su espalda Granada. La derrota produce lamentos, disculpas, penas y escaso odio. La derrota produce en no pocos una sensación de inferioridad que es aprovechada por los vencedores para crear una subjetividad proclive a la sumisión.
Walter Benjamin sostenía en una de sus tesis que la violencia es fundadora de la sociedad, en la realidad, el orden social. No hay sociedad sin previa imposición de un orden y ese orden deviene de la violencia que deviene de la codicia que deviene de la dominación que deviene del odio. En el origen del orden, se desarrolla esta dialéctica de la diacronía-sincronía.
Ante el discurso de una persona de profesión productor agropecuario convocando a volver a sus campos y armarse para defender los silobolsas y meter balas proclamando que podían ser kirchneristas quienes rompieron un silobolsa: en realidad roto por una pareja de jóvenes que bailaban para un tiktok sobre ellos. La Junta Consultiva de 1955 reactualizada por Juntos por el Cambio guarda silencio, no razonan, solo odian. De la misma manera lo hacen otras instituciones que componen el aparato político y comunicacional del macrismo y de los medios hegemónicos. Su apelación a la violencia tiene lugar en el seno de lo colectivo como una prolongación de iniciativas históricas del control social para perpetuar su poder; siempre lo sienten y lo viven amenazados por los “otros” y no por aquello atribuido a Sor Juana Inés “no me mueve mi Dios para quererte el cielo que me tienes prometido...”
El esclavo, el siervo, el trabajador explotado, el empobrecido y hasta el deudor puede llegar a revertir o convertir su subjetividad, su sumisión en amenaza, real o simbólica, que está en la raíz de estos sectores sociales. La derecha proclama la defensa de la democracia y la república, como estamos viendo referida tanto a la cuarentena por la covid-19, y con más virulencia con la Intervención a la empresa Vicentín y sus puertos en el Río Paraná en quiebra fraudulenta por la gestión de sus directores. Esta última lleva en sí misma la innoble y ambigua moral de identificarse con sectores ligados a la estafa, a la defraudación y a la fuga de dineros a sus cuevas fiscales en el exterior; se envuelven en banderas argentinas y/o cacerolean, y sus actos son reactivados y replicados en forma ampliada por sicarios que presumen de informadores-formadores de la opinión pública.
¿Cómo responder al odio de clase? ¿Al odio social?
Veremos, pero estamos seguros de que el fantasma de Boabdil no se hará realidad.
Juan S. Pegoraro es profesor consulto (UBA).