Repentinamente, la presencialidad en las aulas se decretó imposible. Sin certezas, y en el marco de las breves prórrogas de las condiciones excepcionales para la realización de experiencias pedagógicas, lejanas a los acuerdos que sostienen la educación a distancia, nuestras universidades le dieron forma a la heterogeneidad de prácticas que se han cobijado en la invención de la “educación mediada por la virtualidad”.
Es posible reconocer bajo la pronta adaptación a las condiciones impuestas por la pandemia, parte del influjo de un proceso de afirmación de la Educación a Distancia que, tras titubeos y tímidas apuestas, fue ganando espacio desde la década de los ’90 hasta la aprobación reciente de la ley que la legitima en todo el sistema educativo.
Romper con el estigma de ser considerada marginal y destinada a unas pocas personas en condiciones más o menos excepcionales, formó parte de un proceso de desarrollo que la Educación a Distancia supo recostar en la afirmación de su “calidad educativa”.
Desde el año 2017,el traspaso de todo ello al campo universitario, requirió la creación de los Sistemas Institucionales de Educación a Distancia (SIED), por parte de las instituciones que ensayaron, con distintos niveles de éxito, alcanzar su validación sometiéndolas al juicio de la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU). Esos pasos iniciales, estuvieron signados por las limitaciones institucionales para cumplir con requisitos vinculados a distintos órdenes, que afectan las posibilidades de planificar, desarrollar y mejorar la efectiva implementación de esa modalidad en contextos de masividad.
Los límites y las imposibilidades fueron sorteados con el mismo carácter repentino que impuso la emergencia, que hizo virtud de la necesidad y se recostó en el heroísmo que nuestras sociedades les suelen reservar a las personas innovadoras.
La virtualidad que penetra la vida cotidiana, los repositorios bibliográficos que las distintas cátedras habían creado en las redes sociales, las grupalidades posibilitadas por las aplicaciones telefónicas, etcétera, dieron un punto de apoyo para que hacia dentro de las universidades, y en el plano de la enseñanza, se pudiese alcanzar algo de la legitimidad social conquistada en el afuera, a través de la invención de test de detección del covid-19, respiradores artificiales y mascarillas.
Lo público, en el ámbito de la salud, la ciencia y la educación, encontraba mediante su capacidad de dar respuesta a los problemas concretos de la sociedad, la ocasión de probar su valía frente a las humillaciones que el último gobierno le había impuesto. Pero, sin menoscabo de esos esfuerzos, la pandemia también incitó a resistir a ciertos procesos que han depositado una ciega confianza en el acceso universal posibilitado por la virtualidad, perdiendo de vista el modo en que la persistencia de las voluntades en alcanzar los logros de la antigua normalidad, no hacen más que profundizar las líneas divisorias que segmentan a la comunidad universitaria.
Mientras más se acentúa la voluntad de lograr graduaciones, acreditaciones y evaluaciones para quienes reúnen las condiciones, habitacionales, económicas, familiares y de conectividad; más se posterga la posibilidad de pensar una universidad para las mayorías que sufren la acentuación de las desigualdades, fruto de la pandemia.
El carácter anfibio, la hibridación entre lo presencial y lo no presencial, que está tocando la puerta del futuro más inmediato de nuestras universidades exige que las exclusiones no sean toleradas como parte de las cosas que podrán solucionarse más adelante, especialmente cuando se tiene la fuerte anticipación de que ello no tendrá lugar para quienes no puedan alcanzar el piso de una “nueva normalidad”, construida con cada decisión en la que impera el sentido común, levemente realzado por las recomendaciones epidemiológicas, y las heterogéneas apropiaciones de las posibilidades que conllevan los dispositivos comunicacionales.
Toda esperanza puesta en que la anomalía del presente universitario pueda someterse a la normalidad “in vitro” de los Sistemas Institucionales de Educación a Distancia, se topará al menos con dos obstáculos, el primero radica en la misma condición precaria y germinal de los intentos de institucionalización de esa modalidad; el segundo consiste en que el campo de fuerzas políticas universitarias no cesa en la revisión crítica de las innovaciones que puedan revitalizar la función que las “evaluaciones institucionales” y la “calidad educativa” han tenido en los dispositivos de poder neoliberales desplegados sobre la educación superior.
La inmediatez con que se impuso la educación mediada por la virtualidad, exige el tiempo necesario para elucidar sus implicancias en el contexto de un capitalismo de plataformas, que cierne sobre la ciudadanía universitaria la amenaza de reducirla a la figura del usuario de redes; que anuda la gratuidad a la datificación de los sujetos, con sus efectos en el orden de la manipulación de decisiones; que traza nuevas territorialidades y promueve una internacionalización académica donde las universidades devienen empresas en competencia; que reafirma las desigualdades bajo un neocolonialismo que mina los intentos de afirmación de la soberanía del conocimiento por parte de nuestros pueblos.
Bajo la certeza de que la crisis general puede propiciar una transformación de la universidad, liberándola de sus viejas falencias, crece la necesidad de rechazar todo intento de trocarlas por unas nuevas, contraídas con la renuncia a reactualizar las fuerzas de los heroísmos y las resistencias que forjaron la democratización de nuestras instituciones.
*Dr. en Filosofía. Profesor en la cátedra Historia de la Filosofía contemporánea. UNSa.