La peste causa una desgracia. Con su infección apena a los seres humanos en casi todos sus espacios. En muy poco tiempo el dolor de la pandemia se cuenta a escala global. Más de 10.000.000 de infectados y cerca de 500.000 muertes en todo el mundo.
La lección que surgirá de los tiempos de la peste será que no basta con no hacerse daño y proteger el individualismo. Hay que guiarse por el conocimiento científico y ser solidario siempre que se pueda, en un marco de profundo e inmarcesible respeto al otro. Un repertorio normativo fundamental para las bases mínimas del desarrollo de la vida de nuestra especie. Porque sin solidaridad no hay campo para contener el daño provocado por la desgracia natural de la peste inclemente.
La covid-19 no plantea un dilema entre el derecho a la salud y los intereses económicos y financieros. La existencia con vida es el fundamento de todo el Derecho del Estado constitucional. No hay argumento o tesis que pueda capitalizarse frente a la protección y al sostén de la vida humana con dignidad. La vida es suprema. Tal supremacía no puede ni debe ser enjuiciada; allí donde principie una discusión sobre la primacía inalterable e inmarcesible de la vida humana se intentará su devaluación o entierro.
Las decisiones del Presidente de la República en el ámbito de la emergencia generada por la desgracia natural, hasta el momento, han sido correctas y adecuadas a la Constitución federal. No obstante, deben ser siempre escrutadas detenida y rigurosamente. Con seguridad el Congreso convalidará la actuación presidencial de rango legislativo. Sin hacer profecías la tarea jurisdiccional se encaminará por el camino de los caminos.
Cuando termine la desgracia natural, se encuentre la vacuna y se la distribuya y aplique como un “bien fundamental” de la humanidad, quedará expuesto con patetismo el drama de los excluidos del reparto. En el curso del drama, no dejo de pensar en la finísima ironía que describe el orgullo de la ciudadanía, en tanto para los pobres consiste en sostener y conservar a los ricos en su poder y en su ociosidad. Dentro de ese marco, tienen que trabajar por imperativo de la majestuosa igualdad de las leyes, que prohíben lo mismo al rico que al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar y robar un pedazo de pan.
Los excluidos no poseen los recursos suficientes para cuidar su salud, recursos que sí tienen los incluidos. Estos privilegiados, además, cuentan con fuentes de ingresos, razonables y suficientes, para soportar la trama del malestar y sus consecuencias. Aquellos solamente tienen su vida, la que se encuentra debilitada porque el pan cotidiano ha quedado, circunstancialmente, fuera de su alcance.
La crisis generada por la peste global demuestra que, en principio, sólo los países “muy desarrollados” ‒y hasta determinado punto‒ poseen infraestructura, conocimientos, personal profesional e instrumentos relativamente suficientes para enfrentar al “mal”. A menos de un lustro para que se produjese la tan anunciada y “anárquica singularidad” que exhibiría a la inteligencia artificial en semejantes condiciones a la “inteligencia humana”, se corrobora, también, que el principio de incertidumbre sigue regiamente el gobierno y comando de la existencia de los seres humanos individuados en sus comunidades. Ellos, en especial sus gobernantes, deberán comprender la importancia clave que poseen los estudios y las opiniones de los expertos en el cuidado y la planificación de la salud, un modelo determinante para devaluar o extirpar la injusta exclusión social.
El capitalismo económico y financiero, con sus sesgos mundiales y hegemonía excluyente, ha introducido un salvajismo que vulnera, empobrece y por eso excluye a la mayoría de los humanos. ¡Una verdadera e impiadosa infección! Por tanto, jugarse con decisión hacia un modelo de “sociedad inclusiva”, cobija una afirmación capital porque alienta el desarrollo humano sostenido y conglobado con el derecho a la vida individual y colectiva de la humanidad en el planeta.
La búsqueda de la felicidad social es un camino eterno. Descreo de que pueda asimilarse o construirse una concepción objetiva, según la cual la justicia de un orden jurídico colme con satisfacción a todos los individuos de la comunidad. La naturaleza no hace iguales a todos los individuos; en consecuencia, es una tarea del Derecho constitucional intentar determinada equidad para aliviar, despejar o pulverizar las diferencias y que todos y todas podamos acceder al disfrute de la vida y sus bienes fundamentales. Sin caer vertiginosamente en el relativismo ni apelar a ninguna metafísica, afirmo que la peste ha agudizado, en extremo, la patética, desdichada e injusta exclusión de los pobres y vulnerables en el mundo. Nunca es triste la verdad, porque al fin de cuentas, gobernar es igualar.
Raúl Gustavo Ferreyra es catedrático de Derecho Constitucional, Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires (UBA).