Buenos Aires, barrio modesto, cien días de cuarentena. Una propietaria de monoambiente se niega a que su consorcio acepte el subsidio estatal para el sueldo del encargado (aunque reconoce que le vendría bien). ¿Motivo? Defender la propiedad privada. Podrían expropiar el inmueble con la excusa del subsidio. La señora es anti-cuarentena y defensora de ricos, además, jubilada. Difícilmente perciba la textura de los dólares, pero custodia (en contra a sus propios intereses) a quienes especulan con ellos.
El capitalismo es un sistema inmanente que desplaza sus límites constantemente y se vuelve a encontrar con ellos en una escala ampliada. El límite es siempre el capital. Expande fronteras propias y no necesita defenderlas. Sus súbditos -que abogan por los derechos de los poderosos- son sus cancerberos.
Hannah Arendt destaca las diferencias entre los modos de esclavitud antiguos y contemporáneos. En Grecia, los esclavos eran considerados cuerpos para ser usados por hombres libres. Asimismo, eran la condición de posibilidad para la democracia. Pues el gobierno del pueblo solo se lograba si ese "pueblo" (una minoría de varones blancos, adinerados y privilegiados) no tenía que preocuparse por el sustento. Los griegos sostuvieron una democracia directa a fuerza de azotes. Una minoría que explotaba a mujeres, hombres y niños con naturalidad, porque que se es esclavo "por naturaleza". Unos nacen para servir, otros para mandar. El precio de la democracia de algunos era la esclavitud del resto. Agrega Arendt: "En ese sistema los humanos pueden ser libres únicamente si someten a otros obligándoles a la fuerza a soportar por ellos sus necesidades."
El capitalismo se ha ido modificando, aunque conserva sus principios fundantes. Reducción estatal, desprotección de las individualidades, control de la vida de la población. No para cuidarla sino para administrarla, por seguridad. Y que la mano invisible del mercado haga lo suyo. Pero el nuevo liberalismo, ese que inauguraron Reagan y Thatcher (y profundizaron sus seguidores) está cebado. Va por más, se solidifica sublimándose.
Sublimación es el proceso en el que un estado sólido se torna volátil. En estética indica abstracción respecto de la representación. Por ejemplo, desde La Creación de Miguel Ángel al Lifestyle Wars de Anicka Yi se esfumó lo figurativo. Todo lo representado se evapora en el aire.
Veámoslo aplicado al capitalismo. El fabril-concentrador se diluyó. Se trasladó la producción a países con mano de obra barata. El actual vende servicios y especula finanzas. Virtualidad. La esclavitud encadenada de ayer se transformó en la servidumbre voluntaria de hoy (como la señora del consorcio). No obstante, la servidumbre no voluntaria persiste, como drag queen empobrecida, en talleres y prostíbulos clandestinos.
La biopolítica de la revolución industrial necesitaba seres sumisos para las líneas de montaje. La del tercer milenio descarta vidas. Porque si no están produciendo para el sistema no merecen ser vividas. Anteponer lo pecuniario a la existencia es incoherente ética y ontológicamente. La razón de la ética es la vida y sin vida no hay economía. Por supuesto que quienes transmutaron los valores no piensan arriesgar sus propias vidas. El amo viaja en autos desinfectados, ¿quien pone el cuerpo en transporte público?
Pero la conjura de los necios a veces falla. La derecha sueca -ante el coronavirus- antepuso lo rentable a la salud. ¿Resultados? La mortandad supera ampliamente la de países vecinos, ¿y la economía?, estrepitosa caída. Asumen que se equivocaron, con el agravante que -por tener tanta circulación viral- los estados vecinos les cerraron las fronteras. No quisieron hacer cuarentena doméstica y son confinados a aislamiento geopolítico. Sacrificar vidas humanas en el altar de los dividendos no pareciera halagar a los dioses.
Se impone hacer un desmontaje ético de la exaltación de la productividad proclamada como superior a la vida. Sus adalides son mariposas nocturnas hipnotizadas por la lámpara financiera. La circulan por su resplandor y, a veces, terminan devoradas por el fuego. No conciben el obrar -tékne- como creación independiente, sino como enriquecimiento en beneficio de los que siempre ganan: las grandes fortunas.
Las personas merecen vivir desde que las ponen a trabajar hasta que se retiran. No habrá respiradores para las descartables. Época póstuma. La ociosidad se asemeja a una desviación por estar asociada a la vejez, que es –según Foucault- una desviación constante, al menos para quienes no tienen la discreción de morir de un infarto tres semanas después de su jubilación.
La vida humana requiere cuidado y vale por sí misma (no por confeccionar calzoncillos de diseño pour les millionnaires). Hay que mantenerla y renovarla, eso es producción vital. La perversión del neocapitalismo es que un cuerpo solo merece existencia cuando es explotado y sometido. Es preciso construir instrumentos conceptuales para romper la naturalización de estas prácticas domesticadoras. La filosofía tiene sentido cuando se lanza -cual tábano de Sócrates- contra los peligros del poder aspirando a la emancipación.
La productividad tóxica –más plusvalía para el dispositivo privilegiado- no es compatible con la dignidad humana. Es un retroceso a la esclavitud que Aristóteles justificaba negándole humanidad plena al esclavo. Improductivas son consideradas así mismo las amas de casa. ¿Qué sería de quienes trabajan para el statu quo economicus si no se sostuviera en el colchón de los requerimientos cotidianos asumidos mayoritariamente por mujeres? En la antigüedad, a quienes mantenían la economía, también se les consideraba inoperantes. Eran productivos, en cambio, quienes disfrutaban de lo producido por la esclavitud. El lenguaje no es inocente.
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Legumbres, nada había más barato en Atenas. Diógenes, el cínico, estaba sentado sobre sus harapos comiendo un plato de lentejas. Un funcionario de toga impecable -mientras lo observaba con conmiseración- le dijo “¡Ay, Diógenes! Si fueras más sumiso y adularas al soberano, no tendrías que comer lentejas”. El filósofo dejó su escudilla, levanto la vista y –mientras lo miraba con intensidad- le respondió “¡Ay, hermano! Si fueras más libre y comieras lentejas no tendrías que adular al soberano”.