La puerta del fondo puede ser la puerta de entrada. Incluida originalmente en Cosaque 1978, su álbum insignia junto a Les Voltages 8, “Guadeloupe Ile De Mes Amours” abre la flamante antología de rescate de Erick Cosaque con un movimiento ambiguo. Por un lado, es una evocación arquetípica del exiliado montada sobre una suerte de soul franco-africano y libertario: “Guadalupe, isla de mis amores/ Me fui y dejé un paraíso/ Guadalupe, mi país/ Viviendo en Francia, viviendo en París/ Ciudad del infierno donde el invierno es un estrago”. Por otro lado, prescinde de su poderosa voz de trueno (el recitado corre a cargo de Claude Danabé) y no tiene ni una sola nota de ka: el tambor alrededor del cual creció la música madre de las islas. "Gwoka es la vida de Guadalupe: es nuestra forma de ser, de hablar, de caminar, de pensar, de defendernos”, dice Cosaque, entrevistado para el diario francés Liberation. “Incluso hoy, la buena sociedad no considera muy bien a gwoka”. ¿Y entonces? Entonces la apertura es un acertijo perfecto. ¿Cuál es la única palabra que no se puede decir en una adivinanza? La respuesta: ka.
Cuidadosamente curada y publicada por el sello parisino Heavenly Sweetness, Chinal Ka 1973-1995 reúne en un disco doble --accesible a través de todas las plataformas digitales-- los momentos más salientes de la gloriosamente dispersa y descatalogada discografía de Erick Cosaque. Un pantano de ediciones de autor, compañías fantasmas y puro material de barricada. No es un gesto aislado. Como parte de un incipiente programa de rescate, el sello ya tiene preparada la reedición de Cosaque 1978, un nuevo desembarco europeo y un primer concierto en La Marbrerie como parte del Festival des Banlieues Bleues. El gran retorno se postergó por la pandemia, pero Cosaque no parece muy alterado. Ataviado con su gorro Kangol y el pecho al descubierto, sigue viviendo su vida de civil en Guadalupe. Esperando el paso del Covid 19 para volver a tomar su ron en el bar, escuchar el golpecito de las piezas del dominó y montar su puesto de cocos, sandías y piñas en una de las rotondas de Baie-Mahault. No muy lejos de la casa donde creció.
Late un corazón
Cosaque nació durante 1952 en uno de los barrios de la clase trabajadora de Pointe-à-Pitre, la ciudad más grande de Guadalupe. Las cosas, por entonces, no eran muy diferentes. Aunque ya no era una colonia en el sentido político del término (el 19 de marzo de 1946 se convirtió en departamento de ultramar de la República Francesa), el archipiélago caribeño cumplía con casi todos los ítems de los regímenes bananeros. Playas y palmeras incluidas. Cosaque, en ese sentido, vivió de primera mano el perjurio. Hijo de un estibador y célebre jugador de dados, trabajó desde muy joven en los campos de caña y creció rodeado por el ambiente popular del ka. Frente a su casa vivía el baterista Alfred Labasse, su padre era amigo de varios maestros (como el pionero Vélo o René Perrin, que sería su mentor) y aquel vecindario era la sede de algunos festivales. "En ese momento, ¡incluso mi madre no quería escuchar sobre esta música”, dice Cosaque. “¡Ni que habláramos en creole!"
El llamado del tambor fue más poderoso que las advertencias. Así, mientras se curtía las manos en las plantaciones, escuchaba las canciones fervorosas heredadas de los esclavos y se entrenaba en los siete ritmos fundamentales del Gwo Ka. Bajo el régimen del BUMIDOM, la agencia encargada de controlar las migraciones desde los departamentos de ultramar, Cosaque aterrizó en el continente durante las postrimerías del Mayo Francés. Era 1969 y, además de la promesa de un trabajo en la Agencia Nacional de Telecomunicaciones, tenía dos o tres cosas en la valija: un certificado de estudios, la dirección postal de una de sus hermanas y, como una bomba de tiempo, el espíritu rebelde del tambor preparado para explotar en el corazón de París.
Primero pasó un tiempo en Alfortville, regresó a Guadalupe para cumplir con el servicio militar y luego se instaló definitivamente en la capital. Fundó los efímeros Negro Ka y, poco a poco, reunió a los ocho integrantes de su gran banda: Les Voltages 8. “¡Cada músico emitía ocho mil voltios!”, explica Cosaque. “Gran energía". Casi simultáneamente, mientras el primer disco del ensamble se convertía en una suerte de hit clandestino, su compatriota Guy Konkèt (también mencionado como Guy Conquette) completaba el frente con sus exploraciones al frente de Le Groupe Ka. Visto con la suficiente perspectiva, comenzaba a perfilarse un mapa disperso en la diáspora: los príncipes del Ka en París; Fela Kuti en la república separatista de Kalakuta; Bob Marley y los Wailers entre Londres y Kingston. Mejor aún: un eje tensado por el mercado y los exilios. Entre la música ancestral y la sintonía planetaria.
A mediados de los setenta, Cosaque participó en la grabación de un disco clave: Franck Valmont et Synchro Rhythmic Eclectic Language (1976). Un preparado alquímico donde dialogaban, no sin chispazos de genialidad, el humo rosa de la chanson, el jazz-rock y los tambores africanos. Producida por Moshé Naim (unos meses después de su aventura con Miguel Abuelo et Nada), toda esa música libertaria imantó a Cosaque. Especialmente el saxo guineano de Jo Maka, que parecía hilvanar un momento fértil de aquello que aún ni siquiera se etiquetaba como world music. Por entonces, mientras las calles parisinas amanecían empapeladas por los reclamos de Amnesty, el Octeto Eléctrico de Piazzolla tocaba en el Olympia, el Chango Farías Gómez grababa Lágrima en Frémontel y un jovencísimo Jaime Roos esperaba su propio turno.
Entre las sombras de la diáspora y los bares de Montparnasse, Cosaque comenzó a tomar contacto con la bohemia y la obra de Fela Kuti. Con la naturaleza de sus ensambles, su sofisticación armónica y el poder político de la música. La gota que rebalsó el vaso llegó con los rayos catódicos. Como buena parte del planeta, Cosaque vio cada uno de los episodios de la serie Raíces y quedó esmerilado por su protagonista. “Cuando vi la historia de Kunta Kinte comencé a buscar mis raíces”, dice Cosaque. “Quizás el hermano de mi bisabuelo fue a los Estados Unidos, a Brasil. Somos de la misma familia, pero cada uno ha evolucionado a su manera, dependiendo de lo que se les haya dado el derecho de hacer". La revolución no será televisada, pero algunos programas hicieron su parte.
De manera que Cosaque hizo un movimiento en dos sentidos aparentemente contradictorios. Por un lado, despegó su música de la tierra: de su sentido estrictamente folklórico. Por el otro, comenzó a radicalizar su discurso. Así, mientras contaminaba el ensamble de Les Voltages 8 con vientos y sintetizadores, sellaba su alianza con grupos como la AGEG (Association Générale des Etudiants Guadeloupéens). Fueron sus años más intensos. Solo durante el transcurso de 1978, publicó Cosaque 78 y fundó un nuevo grupo para expandir el radio de sus exploraciones: los X7 Nouvelles Dimensions. Los cinco minutos y fracción de “Kominiqué”, uno de los temas centrales de la antología, son un buen botón de muestra: el bajista Frederick Caracas y el tecladista Harold Abraham entran en una larga improvisación dominada por el Fender Rhodes mientras en el fondo se mezclan los tambores con algunas consignas vociferadas desde un lejano propalador.
“Cosaque y los X7 Nouvelle Dimension ilustran el tipo de innovación musical que tuvo lugar entre los migrantes guadalupeños en la capital francesa”, dice el etnomusicólogo Jérôme Camal, en su libro Creolized Aurality. “Una música que abría sus oídos a las últimas tendencias mientras ponía en primer plano un espíritu nacional: los arreglos grupales muestran la transición estética que estaba teniendo lugar. Combinaban la kompa haitiana y el cadence-lypso dominicano con los sonidos y el feel del gwoka. Cada estilo enriquecía al otro. Una combinación de estética transnacional e ideología nacional que hacía audible la posición ambivalente y ambigua de los inmigrantes (post) coloniales atrapados en el complejo proceso de autoconstrucción y creación dentro del estado-nación francés. Hacían audibles las negociaciones de ciudadanías culturales (post) coloniales”.
Una danza agridulce
Como sabía Malcolm McLaren, el mercado es un animal muy astuto. Paradójicamente, la popularidad de Cosaque comenzó a extenderse por fuera del diámetro de la comunidad inmigrante en su momento más confrontativo. A comienzos de los ochenta, el cantante rechazó una oferta de la multinacional Sony-CBS y decidió seguir editando discos por su cuenta. Chéne A Kunta-Kinté, publicado originalmente en 1982, parece una respuesta al canto de esa sirena. No solo ponía en la tapa a un negro encadenado a un bloque de hormigón sino que incluía una cita a Frantz Fanon en las liner notes. "Nunca negaré el color de mi piel", advertía en su canción “L'Heureux Noir”.
Cosaque profundizó, con distinta suerte, aquellas dos direcciones. Frecuentó el Centre 57 de Paco Rabanne (donde se codeó con otros artistas de la diáspora, como los congoleños del Imperio Bakuba) y asimiló tanto la música disco como el hip hop, pero también vivió de manera intermitente entre Burkina Faso y Costa de Marfil. “Embawgo”, la canción que abre el Lado B del segundo disco de la antología, ilustra ese salto. Un sonido aún más fechado, ligeramente digital y a unos centímetros del dance-hall. No menos combativo. “A koz don biyé 100 F” evoca la vida de los trabajadores y “Zombie dance” propone, con su programación ochentosa y el rap de William Lesueur, una danza agridulce entre los esclavos.
En algún punto de los noventa, la pista se pierde. Se sabe que sobrevivió a un accidente muy grave, que atravesó algunos dramas privados y que, después de la muerte de su madre, decidió radicarse nuevamente en Guadalupe. Que vive en el barrio histórico de Vatable, que se sostiene con la venta de frutas pero sigue tocando y grabando para el circuito local. Que, a juzgar por el reportaje del Liberation, se ha transformado definitivamente en un tipo duro, acodado en la mesa de los bares e inflexible hasta en la hora de negociar la lengua para una entrevista. "Cuando hablo de la nación de Guadalupe, quiero hablar en creole”, dice Cosaque, con el codo sobre la ventanilla de su camioneta. “Este lenguaje está arraigado en mi música, en mi gente". No se discuta más.