Mortificar al hijo del adversario: eso lo hacen los mafiosos, la peor oposición política y esa especie de sicarios que son los trolls. Imposible despertar alguna célula ética dormida en quien estos días quiso vejarte en las redes sociales y, a través de tu imagen performática de Dyzhy, golpear y avergonzar a tu padre. Esa clase de babieca equivalente a Bolsonaro Jr. es incapaz de descubrir el arte del cosplay y el drag; está ciego frente a la potencia de la fantasía, que alcaliniza la abrumadora realidad, de la que se cree intérprete y no es más que un prisionero.
La captura de pantalla que publicó y te enojó es apenas un intercambio injurioso entre alcornoques del Colectivo del Odio: “Alberto, si al único que tenías que cuidar te salió así, levantá la cuarentena que nos cuidamos solos”. En nombre de la libertad individual, debe pensar, obedezco la voz de los terminator y borro el mundo, conmigo adentro, si se interpone. Así de simplones son estos autófagos.
Tu imagen, indiferente a la masculinidad en serie, fue la presa. No más que su herramienta para lanzar desde el anonimato su desdén por las políticas públicas de cuidado. Contra el Estado mismo, si pretende limarle los dientes a los lobos, sus amos. Hicieron política cloacal mediante la humillación: estos “libertarios” funcionan a la manera de los ultra conservadores reaganianos que, en época de la pandemia del Sida, pensaban que era una idea virtuosa tatuar las nalgas de quienes vivían con VIH-sida, para combatir la difusión. No exagero. El teórico William F Buckley lo sugirió en 1986. En el cuerpo extraño se graba, para semejante pedagogo, el código ejemplificador. Quisieron que, verdugueado, fueses su mensaje.
Hay una sabia rabia en esa manera tuya de asirte, cuando te agreden, al firulete millenial del lenguaje; esa urgencia por decirlo todo, cuando ya te han dicho de todo. Ese oficio en hacer cuerpo el habla -sos vos mismo un alegato, Dyzhy- y llegar rápido, entre gestos y trompicones, a la razón de tu invectiva. Ahora me cautiva esa lengua en fuga tuya, esa mímica, esa verborrea que se ríe, ahora, del concepto de “vergüenza ajena”. ¿Hay, acaso, una mecánica social más mezquina, sedentaria y gris que la “vergüenza ajena”, esa a la que es tan afín el hombrecito medio cuando se cruza con lo raro, cuando rapa las ideas, el Eros a contramano y la creatividad? Eduqué mi oído para poder entrar, contra cualquier prejuicio generacional, al terreno donde sembraste tu respuesta al neofascismo aldeano. Y me encontré, a la mitad del camino, con que habías aprendido a usar la ira justa para devolver el golpe, y los conceptos propios de quien ya tomó conciencia de sí, de pertenecer a un común y a identificar el rostro del enemigo. Puedo ser tu garante en ese contrato con vos mismo, que es el contrato que, conscientes o no, alguna vez firmamos los disidentes sexuales (o dizhydentes, para pellizcar el significante) cuando elegimos abrazar nuestra manera de ser, de amar, de desear, de vivir la seropositividad.
Tu mayor acierto fue quitarle la propiedad del significante dañado al hombrecito, para volverlo tuyo como un blasón iridiscente. “Estoy re-dañado. sí, pero no por mi familia; tuve una infancia feliz”. Dañado, sí, pero por los veredictos sociales (lo tomo de Didier Eribon). He ahí una novedad generacional. Las familias pueden ya no ser aquel territorio enemigo donde debimos crecer los que nacimos con el ala rota. Carlos Jáuregui solía decir que, a diferencia de los judíos (cuyo cuerpo era, también, sede de la marcación pública) nosotros no hallamos refugio ni siquiera de regreso a casa. No es tu caso; no tuviste, como yo, que esconder tu subjetividad herida bajo la mesa familiar, mientras los demás hacían catequesis de la heterosexualidad. Alberto y tu madre sí te cuidaron. Y eso fue una baza para inventarte. En mi caso, debí confiar en una familia ficticia que devino verdadera, las amistades, cuando no los libros.
Me suena fascinante que, en medio de la pandemia, nos nombren como dañados a los putos. Algo así como a Violette Leduc, bastarda. Un nombre que existía, para designarnos, desde antes de que hubiéramos nacido. Sí, estamos re dañados. El daño conferido, no tengas duda, ha sido la sal de tu vida. La moneda con que pagaste tu conversión en paria consciente. Que aprendió a argumentar en defensa propia y por la salud del colectivo que abrazó. ¿En cambio, de qué salud pueden hablar ellos, los anti derechos, hombrecitos medianos? Cuerpos rígidos y sin audacia. Nuestros sidados antecesores estaban mucho más sanos que los teóricos prosélitos de Reagan. Y que estos trolls militantes de la náusea que escriben -evoquemos a Evita- desde sus guaridas asquerosas.
Por último, las lágrimas de Estanislao, que vi caer en tu grabación de saludo por el Día del Orgullo, son el rastro ineludible y espontáneo de aquel chico enclosetado que fuiste y tanto trago amargo debió beberse. Y que ahora, como una heroína de cosplay despertada por el beso de la conciencia, visita a Dyzhy. Ambos viven en el presente porque , por más que haya quienes nieguen la vigencia del trauma en nombre de una supuesta liberalidad de época, sigue siendo la historia singular en acción la que, en un mismo movimiento, daña y cura.