Se compró una cinta caminadora y desde ahí toma café y charla con periodistas. Phoebe Bridgers lanzó Punisher, su segundo disco solista, y hoy estaría de gira en Europa, después de haber teloneado a The National en Japón y Oceanía, y a The 1975 por todo Estados Unidos. A fines de febrero compartió un evento con Laurie Anderson y Bettye LaVette, y desde entonces hace vivos en pijama: sets de media hora con guitarra, sin micrófono, desde la cocina, el baño o la habitación de su departamento en Silver Lake, Los Ángeles. Extraña mucho su vida, asegura, hasta los peores momentos de los baños públicos, la comida al paso y el tiempo muerto. Estos días, Phoebe lee novelas de terror, escucha podcasts sobre crímenes, hace yoga, zooms con amigas y aprendió a limpiar. “Estoy rellenando varios agujeros de mi adultez”, dice con 25 años.
Con un hermano menor y un perro Pug, creció en Pasadena, donde todos conocen a alguien dentro de la industria del entretenimiento. El padre construía escenografías, la madre trabajaba en el Departamento de Artes de la Universidad de California. Ella fue su impulsora: cuando era bebé y gritaba, decía que sonaba como Bonnie Raitt. Ella le presentó la música fundamental, pagaba las clases de canto, piano y guitarra, la llevaba a recitales y fechas de micrófono abierto, y la hacía sentir a los trece años una futura Bob Dylan, a la vez que decretaba el fin de la edad de salir a pedir golosinas en Halloween: “Tal vez hoy estaría viviendo en su sótano si nunca me hubiera dicho que creciera”, piensa Phoebe, aunque la misma casa pudiera ser un infierno, cuando el padre se volvió un alcohólico violento y el proceso de separación se hizo largo y tortuoso. “Estoy cansada de estar triste. Me despierto así y así me quedo”, canta en “Steamroller” de su primer EP, que lanzó en 2015 por el sello de Ryan Adams, también un vínculo que se volvió abusivo y traumatizante: participó de un artículo contando detalles de este maltrato, junto a otras mujeres cercanas a Adams, en el New York Times en 2019.
Pronto supo que no quería ser una música part time ni una cantante pop de radio. Le funcionó actuar en comerciales: cinco días de trabajo al año pagaban guitarras, tiempo de creación y estudio, y una Volkswagen para llenarla de músicos. Sus amigos son fans del equipamiento y Phoebe siempre se movió en comunidad. Para ella no es extravagante hacer música “de lo más lenta y triste que existe” porque su entorno hace lo mismo. En 2017 lanzó el súper elogiado debut solista, Stranger in the Alps , y los años que siguieron, trabajos del dúo con Conor Oberst, Better Oblivion Community Cente r, y el grupo con Julien Baker y Lucy Dacus, boygenius.
“Una canción de amor más”, “no inventa nada”, “mi voz es apática”, minimiza ella, coherente con su diagnóstico, tras tiempo de análisis, de sufrir el síndrome del farsante, el miedo a ser descubierto como una mentira, como alguien que no sabe lo que hace, y que se traduce, claro, en la dificultad para reconocer y disfrutar los logros. Tiene relación con otros padecimientos que menciona en las notas –después piensa que habla mucho en las notas–, como claustrofobia, déficit de atención, complejo de salvador, y una imperiosa tendencia a irse con la mente cuando están pasando las cosas: “Me siento realmente disociada de mi vida”, dice. “Quería ver el mundo, después crucé el océano y me arrepentí”, canta en “Kyoto”, su tema más up-tempo hasta ahora –suenan vientos pero no de dicha: más bien de exaltación–, el recuerdo de estar en Japón y aburrirse: sentirse mejor, en lugar de ir a los arcades en el tren bala, mirando góndolas en un 7 Eleven, pensando en problemas, queriendo volver. En el video canta cortada y pegada sobre paisajes típicos, vestida con un traje de esqueleto de cotillón.
En Punisher, esta nueva colección de perfectos temas folk con toques grunge y shoegaze, Phoebe escribe para su dios Elliott Smith –“punisher” en su vocabulario es un fan que no puede parar de hablar– y dice de ella, en una balada de ecos y espacios negros: “Una copiona con el pelo roto de la decoloración”. Escribe para amigos, para alguien que le gusta, para alguien que la lastimó, una mezcla, o para nadie. Piensa en ella. Siente que escribe siempre la misma canción. En “Chinese Satellite” empieza por lo horrible que le resultó salir a correr alrededor de una manzana –“¿por qué alguien lo haría a propósito?”–, y de vuelta se lleva a la angustia existencial: “Quiero creer pero miro el cielo y no siento nada”. Phoebe piensa en rayos abductores –su sueño es que le pasen cosas sobrenaturales–. Piensa en fans muertos afuera de estadios. En skinheads muertos. En almas que intentan alcanzar los cuerpos arriba de las ambulancias que llegan al hospital cerca de su casa. Piensa en atardeceres, insomnios y sueños violentos. Otros que no. En “Garden Song” imagina un futuro en el que mira el celular para recordar su vida, y lo compara con el sueño recurrente de estar en el cine y no recordar lo que fue a ver. Invitó a los fans a hacer videos para esa canción. Chatea con Billie Eilish, se pronuncia y difunde para desfinanciar a la policía, y también ve cómo aumenta el porcentaje de tiempo en pantalla, y piensa que debería ser más productiva, pero poco puede planear en estas condiciones, y cada vez más se ve acechada por lo inevitable de estar en su cuerpo. “No tengo miedo de desaparecer”, canta en el estupendo cierre “I Know The End”. “El fin está acá”, termina a coro la canción. Y en ese lugar, todavía, no hay nada.