Cuando, en 1998, ante el inminente cambio de siglo y de milenio, se formulaban las más varias expectativas que bien pueden resumirse en el título que convocó a un encuentro de intelectuales realizado en Santiago de Chile, “Crisis, apocalipsis y utopías”, el poeta español José Angel Valente, ni sospechaba que veintidós años después habría de ser el momento en que todos esos términos se conjugaran bajo el común denominador de pandemia. No vivió para verlo, murió apenas unos meses después de iniciado el siglo XXI, pero su testimonio de entonces nos deja un legado que vale recordar en estos días en que las fantaseadas y numerosas imágenes respecto del futuro –ficciones científicas, relatos fantásticos mayormente distópicos- nos encuentran hoy en una especie de victoria del realismo en el momento en que aquellos escenarios ubicados vaya a saberse cuándo y dónde, hoy son, para nuestro ver y tocar, una contundente realidad. Frente a la cual empalidecen y no poco, todas aquellas invenciones del siglo XX sobre un mundo feliz (Aldous Huxley), Nosotros de Ievgeni Zamiatin, un lugar en el que las pantallas de televisores eran inmensas mientras se ordenaba quemar los libros (Farenheit 451 de Ray Bradbury),o donde el Gran Hermano de George Orwell (en su novela 1984) nos controlaba a todos. Hoy día tenemos varios dispositivos que garantizan la felicidad, un emparejamiento de deseos paradójicamente uniformados, gigantes televisores y todos somos vigilados por Facebook o similares. Porque andamos, siguiendo a Valente, que a su vez cita a Heidegger cuando éste pronuncia su conferencia en 1926 “Holderlin y la esencia de la poesía”, en el frágil lugar entre lo ido y lo por venir. Que reafirma Valente acudiendo a Ignacio Ramonet y su evocación de Antonio Gramsci: “Cuando lo viejo muere y lo nuevo duda nacer”.
Estas referencias a pensadores fundamentales de aquello que pudieron conjeturar a partir de un saber que los involucraba visceralmente –tanto Benjamin como Gramsci fueron perseguidos por los regímenes totalitarios que retornaron con otras máscaras diferentes de aquel futuro que imaginó Orwell- bajo los nombres de fin de la historia y posmodernidad, máscaras en definitiva de la imposición del neoliberalismo y la globalización ya no como imposición externa sino como tabla de valores y creencias que conquistaron el territorio de la subjetividad. Valente, más allá de los muy diversos relatos sobre colapsos de tintes apocalípticos, sí señalaba uno fundamental como utopía negativa: la del neoliberalismo que básicamente desconectaba la economía financiera de aquella orientada a crear “riqueza nueva”.
En la crisis surgen las utopías positivas o negativas: un mejoramiento o un empeoramiento. La crisis es tiempo de apocalipsis y utopías, el avistamiento de un final cuyo sentido pudieron marcar Frank Kermode acudiendo a los relatos que nos lo proveen o Julian Barnes en la novela El sentido de un final. Así como están las cosas, las opciones pueden conducirnos a no seguir en el mismo camino de una utopía de progreso infalible que llevó a la destrucción de la naturaleza, al desligamiento de las relaciones interhumanas y un acendrado individualismo en nombre de una libertad que no es sino sujeción al imperativo de gozar individualmente y, en el mismo movimiento, rechazar a los inmensos otros vulnerables que en realidad son vulnerados, continuamente heridos. Para Valente sólo habría salida “mediante la quiebra de la noción de totalidad, de la noción de una historia humana unitaria, de la noción de un tiempo homogéneo, de la noción de un progreso lineal.”
Para definir el tiempo de crisis Valente recuerda el poema escrito en 1801 por Fredrich Hölderlin: Brod und Wein (Pan y vino). En la séptima estrofa, casi al final, ese poeta romántico habla del “tiempo de miseria” que resuena para Valente como “tiempo de pobreza, de indigencia” y de “precariedad”. En 1920, un pintor suizo, de nacionalidad alemana - perseguido por los nazis como Benjamin - había diseñado su colección de ángeles, uno de los cuales, el Angelus Novus, fue adquirido por Benjamin en 1921, lo que le permitió observarlo mucho e interpretarlo. Benjamin tuvo el cuadro prácticamente hasta poco antes de su muerte, cuando de París huye a España, quiso venderlo para pagar un pasaje a Norteamérica y se lo dejó a Georges Bataille quien lo ocultó en la Biblioteca Nacional de Francia para luego llegar a Theodor Adorno y de éste al gran amigo e intérprete de Benjamin, Gershom Sholem. A partir de esa imagen formula la novena de las dieciocho Tesis sobre la filosofía de la historia. El ángel mira hacia el pasado que arroja por delante ruinas. “Quisiera el ángel demorarse, despertar a los muertos, reunir a los vencidos”, cita Valente, pero una “tempestad empuja irresistiblemente hacia el futuro al que da la espalda. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso”.
Prevalece así, en la visión de Benjamin aquello que rescata Valente de aquella tesis benjaminiana: una crítica a la razón progresista, para afirmar el “tiempo carencia”, desnudos de utopías de pasado o de futuro y donde las distopías se convierten en la realidad cotidiana. Opone entonces Valente otro ángel de la serie de Klee, el Angelus Dubiosus, que al revés que el de la Historia, tiene las alas plegadas, “como si temiera el vuelo”, dice Valente y lo ve como ese momento finisecular sin alternativas políticas y en cambio “mecanismos de ocupación o desocupación del poder”.
Transcurridos veintidós años de aquellas intervención, en esto que la pandemia suscita, cabría entonces situar, o construir más bien, la imagen de un ángel de la precariedad que en su movimiento de alas tal vez lento, nos sitúe en el puntual tiempo del peligro, nos recuerde que el futuro está preñado de rastros del pasado y que nos conserve la memoria para pensar un porvenir. Entre los poemas de José Angel Valente, hay uno que se titula “El Angel: “Al amanecer,/cuando la dureza del día es aún extraña/ vuelvo a encontrarte en la precisa línea/ desde la que la noche retrocede./ Reconozco tu oscura transparencia,/tu rostro no visible,/ el ala o filo con el que he luchado./ Estás o vuelves o reapareces /en el extremo límite, señor/ de lo indistinto./ No separes/ la sombra de la luz que ella ha engendrado.” Como un deseo, una plegaria, clama por una especie de juntura, la esperanza de redención, porque según Benjamin, “el pasado lleva a un índice temporal por el que es remitido a la redención”. Con la condición de que no prevalezca la razón instrumental.