A partir de algunas entrevistas otorgadas por el presidente de la Nación, Alberto Fernández, y luego por el ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, volvió la pregunta acerca de cómo asegurar un piso de ingresos para el conjunto de la población de nuestro país. Se trata de una cuestión que está siendo debatida en todo el mundo bajo distintas modalidades y conceptualizaciones, pero todas coinciden en la necesidad de incrementar las políticas de transferencia de ingresos a la población. El Papa Francisco la bautizó como “Salario Universal”.
La propuesta implica asumir una realidad: en la actualidad la inserción laboral (formal e informal) no garantiza la satisfacción de las necesidades básicas para el conjunto de la población. Si hace cincuenta años alcanzar “pleno empleo” en el país era sinónimo de un piso de dignidad para la vida de las familias trabajadoras, hoy ya no lo es. ¿Hay que renunciar entonces a la aspiración de una sociedad con plena ocupación y derechos por las vías del mercado laboral? Quizás no, pero lo seguro es que hay que hacer algo más, aunque sea en el mientras tanto.
Durante mucho tiempo se consideró que la exclusión del mercado laboral era sinónimo de “desocupación”. Sin embargo, en los últimos años se ha visibilizado que la enorme mayoría de las personas realiza actividades productivas a diario aun sin tener un empleo. Muchas se han inventado su propio trabajo (“economía popular”), otras realizan actividades históricamente invisibilizadas (“tareas de cuidado”). Que este esfuerzo cotidiano no sea suficientemente valorizado por el mercado laboral no significa que se trate de actividades socialmente improductivas, así como tampoco la valorización mercantil es sinónimo de productividad.
Pensemos en ejemplos concretos. Es evidente que el mercado sobrevalora la actividad de un corredor de bolsa que detrás de un escritorio puede ganar fortunas en segundos, pero que infravalora la actividad social de un reciclador urbano (cartonero) o de una enfermera que trabaja en un hospital. Así funcionan las reglas del mercado, pero no por eso deben ser naturalizadas. La valorización mercantil no puede ser la única ni la principal fuente de legitimidad de un ingreso y mucho menos puede tomarse como criterio de justicia distributiva.
Al igual que sucede con otras actividades, lo que el mercado no valoriza, la sociedad sí puede hacerlo a través de las políticas públicas. Establecer el derecho a un “salario universal” que sea equivalente a un “ingreso mínimo garantizado” implica reconocer y valorizar una actividad social y productiva en tanto actividad útil y necesaria, al mismo tiempo que ayuda a corregir parcialmente desigualdades injustificadas que se producen dentro del mercado laboral.
En el mundo crujen los cimientos de un modelo económico que nos llevó a un nivel de desigualdad sin precedentes en cuanto a la distribución de la riqueza. Sin ir más lejos, en la Argentina prepandemia mientras uno de cada dos niños era pobre y el 50% de la población no tenía acceso a un ingreso fijo garantizado, un puñado de individuos y empresas fueron capaces de dolarizar y fugar excedentes por más de 57 mil millones de dólares. ¿Hasta qué extremo de desigualdad estamos dispuestos a tolerar? ¿No vivimos momentos para ser creativos y buscar nuevas soluciones?
Al contrario de lo que señala cierto razonamiento muy generalizado, las políticas de transferencias no fomentan la “vagancia” ni desalientan la “cultura del trabajo”. Todas las experiencias históricas así lo demuestran, empezando por la AUH y el sistema de pensiones y jubilaciones vigentes en la actualidad en nuestro país. Tampoco se financian exclusivamente del esfuerzo sacrificado de quienes sí tienen inserción en el mercado laboral formal. De hecho nuestra estructura tributaria es sumamente regresiva, cargando más al consumo y a la producción que a la riqueza y a los ingresos de las personas.
Asegurar un piso de ingresos que al menos alcance la canasta básica alimentaria será una poderosa herramienta de empoderamiento individual de sus beneficiarios. La riqueza de un país es una construcción de toda la sociedad, no sólo de algunos individuos. Que se reparta de manera más equitativa no es un acto de solidaridad sino un criterio elemental de justicia social.
*Diputado nacional por el Frente de Todos y director del Observatorio de Coyuntura Económica y Políticas Públicas (OCEPP).