Desde Santiago de Chile
Treinta y dos niños, entre un mes y trece años fueron ejecutados por la dictadura de Pinochet. Uno continúa siendo detenido desaparecido. Y otro, Pablo Athanasius, fue parte de esta terrible lista hasta 2013, cuando las Abuelas de la Plaza de Mayo lo contactaron y aceptó hacerse el examen inmunogenético que demostró ser el hijo de los chilenos desaparecidos Frida Lashan y Miguel Athanasiu, estudiantes pertenecientes al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) que se exiliaron en Buenos Aires en 1974. Nacido dos años después, fue secuestrado junto a sus padres cuando tenía apenas seis meses por agentes de la dictadura argentina y dados en adopción ilegal por una pareja vinculada al régimen de Videla. A él justamente, el nieto 109, fallecido en 2015, está dedicado el libro Niños de María José Ferrada e ilustrado por María Elena Vásquez.
El tema es uno de los tabúes de un régimen que aún hoy —en medio del estallido social de octubre y el errático manejo de la pandemia— cuenta con personeros y entusiastas defensores en el gobierno del derechista Sebastián Piñera. Tampoco la Concertación de Partidos por la Democracia que asumió el poder en 1990 hizo mucho por poner en discusión el tema, más allá de la enumeración de casos en el informe de la Comisión Rettig (1991) y la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación (1992).
Aunque una primera versión de Niños apareció en 2013, las cosas no han cambiado mucho según Ferrada. Aunque están disponibles sus historias y muchos de sus rostros, el Estado chileno no ha hecho demasiados esfuerzos por enfrentar este aspecto brutal. “Creo que ese olvido sigue existiendo. Es bien impresionante que esos niños no tengan un memorial, por ejemplo. Es para que la sociedad entera se paralizara y dijera que eso no puede ser, que no lo vamos a permitir. Pero el tema ni siquiera tuvo un gran espacio en los noticieros. No hay un parque donde otros niños pudieran recordarlos, no hay un memorial. No hay nada.”.
El horror
Las historias que relatan estos informes van desde la asfixia por gas lacrimógeno que mató en 1984 a Luz Marina Paineman (6 meses) o el disparo en la cara de agentes civiles recibido por Marcela Marchant (8 años) en 1983 ambos durante las grandes jornadas nacionales de protesta hasta el dramático caso de Carlos Fariña Oyarce (13 años) detenido en 1973, tras la denuncia de una vecina de la Población La Pincoya de Santiago. Le había disparado a su hijo accidentalmente con un arma entregada por un delincuente habitual del lugar, que temía que los militares la encontraran. Y aunque fue sin mayores consecuencias, su madre —viuda y enferma de cáncer— lo entregó a un Tribunal de Menores que terminó derivándolo a un centro de menores donde fue abusado sexualmente. Fue justo cuando regresó a su casa, un mes después, cuando la mujer del hijo baleado dio aviso a los militares que estaban allanando una vez más la población. Su cuerpo fue encontrado el año 2000 quemado y con heridas de bala.
También está Elizabeth del Carmen Venegas Muñoz (13) que dos días después del Golpe de 1973 estaba haciendo fila para comprar el pan en la Población José María Caro de Santiago. Debido a la tensión de los vecinos por la demora y el toque de queda que se avecinaba, un grupo de militares y carabineros fue al lugar y comenzó a disparar. Ella fue una de las muertas por una bala alojada en el área abdominal. El gatillo fácil de los militares era evidente en esa época: hay dos casos de chicos que jugaban a la pelota, en distintos lugares —Enrique Gonzalez Yañez (8) y Samuel Castro (13)— y que fueron ejecutados por militares sin ninguna razón aparente, pero también está el caso Sergio Gómez Arriagada (11) que estaba comprando pan en la zona de San Joaquín el mismo día del Golpe y como no regresaba su madre fue a buscarlo hasta la morgue donde encontró una gran cantidad de cuerpos mutilados y su padre, desesperado, fue detenido tras discutir con unos violentos carabineros. Hasta ahora sigue desaparecido.
Quedar asociados a informes
Pero Niños, más que detallar estos casos con el lenguaje frío y formal de este tipo documentos prefiere ilustrar los rostros de todos estos niños víctimas de la violencia que atravesó Chile y que sigue haciéndolo. Con cuidadas ilustraciones las autoras se proponen la tarea de imaginarles una vida, un destino. Como a Elizabeth que “hoy sería profesora y haría preguntas a sus alumnos: un oso de peluche y una muñeca”. O Carlos que cada vez que mira la luz de la lámpara “se pregunta si su luz hablará en el mismo idioma que el de las estrellas de dos millones de años”.
“Esa forma tiene que ver con el relato al cual los nombres de esos niños quedaron asociados en los informes. Condiciones, fecha y lugar en que se encontró el cuerpo. Es terrible que un nombre, cualquier nombre, pase a estar registrado en la historia con un relato de ese tipo”, dice Ferrada que asegura no haber un caso que le haya impactado más que otros, porque todos son inaceptables.
“El lenguaje de los informes, al ser preciso y de alguna manera técnico, es necesario, pero es de una frialdad que te desarma. Esa no debería ser la historia de ningún niño. No puede serlo. Así que en el libro los niños están paseando a su mascota, hablando con su amigo imaginario o escuchando la voz de la madre, que es lo que me parece que un niño debería hacer”.
María Elena Valdez logró dar con un tipo de ilustración sutil, donde a pesar de dominar los tonos oscuros propios del olvido, emergen pequeñas hojas brillantes, océanos en movimiento, puertas y vestidos claros. Era una ternura que necesitaban estos niños y sus historias. Todo esto, coordinado con la editora Mónica Bergna, nos lleva a preguntarnos lo mismo que el texto final: “Treinta y cuatro niños. ¿Era eso posible? ¿Podía haber ocurrido algo semejante?”. Pero también a tener claro que esto no es algo que no pueda volver a ocurrir, como dice otro párrafo: “Este libro es también un recordatorio, una alarma, pues contamos su historia sabiendo que son muchos los niños que en este mismo momento sienten miedo, sufren o pierden la vida como consecuencia de la violencia política”.
El libro que en México es editado por Alboroto Ediciones para ser usado como herramienta de reflexión sobre la violencia política y la infancia más allá del contexto chileno. También habrá edición en portugués, inglés e italiano. Aunque de momento no hay edición argentina, es posible consultar sobre el libro en la editorial y distribuidora chilena Liberalia .
—¿De qué forma crees que dialoga este libro con el Chile de la pandemia y el estallido social?
--Hace pocas semanas salió un informe de la Cepal que habla del impacto que tendrá la pandemia en el trabajo infantil en América latina y el Caribe que dice que se estima en 300.000 la cantidad de niños que se verán obligados a trabajar, sumándose a los 10,5 millones que ya trabajan actualmente. Es como para que el continente entero se paralizara y dijera que eso no puede ser. Ni siquiera salió en los noticieros, por lo menos no en los chilenos. Eso demuestra la indefensión y la precariedad en que está este grupo. El silencio de nosotros, los adultos, en este caso específico, se traduce en la violación del derecho que tienen los niños a ser protegidos de la explotación económica. Los Estados han firmado convenciones donde se comprometen a ser garantes de estos derechos. Cuando eso no se cumple es responsabilidad de nosotros, los adultos, hacer sonar las alarmas ahora y no cuando ya sea muy tarde, porque es aquí y ahora, frente a nuestros ojos, donde está pasando. No hay que olvidar que el trabajo infantil impacta otros derechos relacionados con la educación, la salud y la posibilidad de crecer sanos física y mentalmente que tienen no solo algunos, sino que todos los niños.