El intento de convertir a Fabián Gutiérrez en Nisman II se desmoronó en pocas horas.
Una lacra mediática, acompañada después por el comunicado de Juntos por el Ex Cambio cuando ya estaba claro que la muerte de Gutiérrez se debió a factores con ninguna conexión política, entró en cadena desde el viernes a la noche para hablar de otro episodio de criminalidad oficial.
Es una de las fakes más ostentosas de los últimos tiempos.
Ni siquiera tuvieron la inquietud de guardar algún rigor informativo elemental, que mínimamente pudiera proteger la operación.
Inventaron que Gutiérrez era testigo protegido en la causa de las fotocopias. Peor todavía, inventaron que había declarado ver bolsos con dinero circulando entre despachos K de Santa Cruz. Y en línea con eso, inventaron que era declarante privilegiado.
Pero, tal vez, lo más impresionante es que editorialistas principales de ese frente de propaganda obscena insistieron en relacionar Gobierno y asesinato.
Uno de ellos habló de “crimen incómodo en medio de un plan de impunidad”. Y otro, sobre el Presidente que “está encerrado” porque el hecho “actualiza la oscuridad sobre la trayectoria de Cristina”.
¿Increíble?
Si fuera por lo que amplifica esa cofradía mediática, el país estaría frente a una calamidad terminal.
Nada está bien hecho, nada sirve, nada aguanta.
El motor que lo alimenta es otra fake. La de la cuarentena más larga del mundo, en un país donde el porcentaje más grande de su territorio ya tiene condiciones de fase 4 ó 5.
Cayeron o están en problemas todos los modelos idealizados, publicitados o informados como más eficaces en torno de administrar la pandemia. La cofradía no anoticia casi nada de eso.
En el sur de Cataluña confinaron a 200 mil habitantes por el rebrote de contagios. En Estados Unidos hay acefalía de liderazgo y en una parte de Florida rige toque de queda. En Chile admiten que subestimaron el drama. En Reino Unido, la policía advierte que no podría controlar el desbande de “vuelta a la normalidad”. Los uruguayos previenen que se relajaron. Los suecos reconocen que vaya a saberse qué era o es lo mejor. Los chinos fugan de cantar victoria. Los israelíes avisan que todas las previsiones son graves y que si no cambian las conductas colectivas se volverá “al cierre”.
Por acá, sin embargo, según la prensa opositora hay la exclusividad de un gobierno desorientado.
Se lee, escucha y ve que estamos al borde de la destrucción institucional y económica, debido a las pérfidas intenciones y/o a la impericia suprema de quienes administran.
¿Cuánto tiene de veracidad que esa prédica simboliza a una sociedad agotada y enojada?
Los comunicadores integrados en el grupo Comuna y la consultora Argumentaria produjeron un estudio que, entre abril y mayo, efectuó entrevistas a sectores de clase media y media-baja.
Como lo corrobora toda encuesta posterior y a pesar del desgaste natural a raíz de un derrumbe económico que venía desde el “macrismo”, la gran mayoría de la población adhiere al aislamiento porque entiende que la primera necesidad es prevenir los contagios.
La investigación relevó además cerca de 3 mil mensajes en cuentas de Facebook y Twitter. Corresponden a varios medios, con orientación editorial diferenciada.
Uno de los resultados muestra que el conjunto de pronunciamientos activos, en esas redes, no es reflejo fehaciente de las tendencias generales en la sociedad.
Es una negligencia analítica considerar que los foros de unos u otros medios son abarcativos de la opinión generalizada.
Eso puede englobar no sólo a los foros, sino al presunto imperio totalizador que se adjudica a los medios opositores.
En otras palabras, por extremadamente obvio que debiera ser y del mismo modo en que los consumidores de medios con simpatías hacia el Gobierno constituyen, apenas, una parte del total, también lo son quienes se expresan contra las políticas oficiales.
Si esto no se asume como veraz, se interpretará que la furia renovada e incontenible de la comunicación opositora representa a la mayoría. Y está lejos de ser así.
Al cabo, lo cual tampoco es novedad, el segmento politizado de los argentinos -y, no demos vueltas, de las sociedades de prácticamente el mundo entero- es una minoría. Somos. Intensa, pero minoría.
Por cierto, la historia revela que el accionar y eficacia de esos segmentos determinan, muchas veces si no todas, los comportamientos electorales y el humor de conjuntos mayoritarios.
Decirlo es políticamente muy incorrecto, porque supone registrar (o asumir, mejor) que la voluntad y el ánimo popular se basan en esa mayoría de la gente que no se pasa casi todo el día, o parte significativa de él, indignándose o estimulándose con las bajadas de línea de un lado y de otro.
“La gente”, en su acepción mayoritaria, tiene intereses, necesidades y prioridades que no atienden en lugar destacado a mucho de lo que “nosotros” consideramos indispensable.
Puede mudar de Cristina a Macri, “la gente”. De Macri a Alberto. De Alberto, el líder que sabe cobijarnos a todos, al que hace dudar porque quién se encarga de que mi comercio está por cerrar, de que en el barrio se caen los boliches y nunca reabrirán, de a dónde iremos a parar y, de ahí, si la curva de infectados se aplana y empieza alguna reactivación económica, volver a que Alberto y Cristina también son lo mejor que nos pasó.
¿Esas alternancias comprobadas empíricamente son por “claridad ideológica”, como si existiese la unidad “pueblo” en vez de las varias unidades que lo componen?
Todo esto viene a cuento de que, frente al ataque enardecido de los medios de la oposición, mucho progresismo cree que ese embate coopta la conciencia masiva. Y tiene la percepción de que debe contestarse golpe por golpe, como si los microclimas ultra-politizados representaran a un grueso aplastante.
Será correcto que el Gobierno tiene errores de transmisión, que este mismo espacio resalta. Que no es beneficioso el reposo en la centralidad comunicacional del Presidente. Que faltan voceros y estrategia, capaces de aligerarle la mochila en semejante momento.
Pero nada de todo eso, ni de tanto más, debería hacer creer que son representación masiva las estocadas de diarios y programas enfurecidos contra la yegua; contra la liberación de asesinos y violadores que nunca existió; contra la inutilidad de la cuarentena; contra los números catastróficos de la economía sin otra propuesta que poner cara de qué desastre; contra la infectadura; contra los problemas de acceso vehicular en el ámbito metropolitano de Buenos Aires; contra intervenir en Vicentin; contra la estrategia ante los bonistas; contra la persecución al periodismo independiente, que incluye defender a services que lo sustentan; contra la mafia K; contra cobrarle un impuesto extraordinario a unos contados miles de grandes fortunas; contra Kicillof que no sabe tripular a los intendentes; contra los intendentes que reculan ante Kicillof; contra Alberto que está manejado por Cristina; contra Cristina porque habla o porque no habla.
Tampoco la mayoría de “la gente” pierde el sueño, y mucho menos en medio de tamaña angustia pandémica y cotidiana, por la red de espionaje ilegal que montó o habría montado el macrismo; ni por las andanzas en el Consejo de la Magistratura, que más bien nadie sabe en qué consiste; ni por los chats que comprometen a Pirincho; ni por las revelaciones sobre la estremecedora fuga de dólares durante el macrismo; ni por de dónde venía el juez Villena, ni por a dónde iría el juez Augé; ni por los shows de Berni, ni por las réplicas oficiosas que recibió Berni, ni por la forma en que Berni retrancó cuando lo azuzaron para que insistiese en cuestionar al Gobierno y terminara resaltando que no es para tanto y que tiran todos para el mismo lado.
A manera de pudorosa síntesis: la realidad es bastante más compleja que facilitarse creer en la influencia absoluta de los medios.
Para el caso, de esos medios y comunicadores brutales de la militancia del odio.