Desde Barcelona
UNO La efeméride de números redondos y precisos --en días angulosos e inexactos--es un consuelo para Rodríguez. Y este julio The Age of Innocence de Edith Wharton cumple cien años. Rodríguez confiesa que la leyó recién cuando se estrenó la viscontiana pero, a su manera, también mafiosa e impecable (¿demasiado impecable?) película dirigida por Martin Scorsese. Se acuerda, sí, de que salió emocionado de verla para entrar a una librería y comprar la novela de Wharton y comprobar que empezaba igual que el film: muy bien y con la representación de una ópera en la que Fausto vende su alma al Diablo para recuperar su juventud.
DOS Y, claro, el irónico título de la novela alude a "época" supuestamente más ingenua y candorosa pero, también, a las inimputables bajezas de la clase alta. Allí y entonces, 1870, una flamante generación de new yorkers manejados por sus curtidos mayores como las más feroces y desvalidas marionetas víctimas o victimarias de "lo que está bien visto" o de "lo que no debe hacerse". Y al ataque o en retirada de esta guerra social en tierra nueva, se alista el sensible y promisorio Newland Archer quien --flechado y pendulando amorosamente entre la autorizada y robótica May Welland y la prohibida y disfuncional Ellen Walenska-- acaba comprendiendo que no es lo mismo la inocencia que el ser inocente. Que se puede ser inocente con culpa, claro. O culposo inocentón. Y que demasiados dirán --como cuando May le anuncia a Newland su embarazo justo en ese momento-- aquello de "que la inocencia te valga" cuando vale todo y ya nada vale la pena o la alegría. A su manera, Archer anticipa por oposición al Jay Gatsby de Francis Scott Fitzgerald. Pero mientras una luz verde en la orilla opuesta zambullea Gatsby en el más trágico de los movimientos, Archer opta por reprimirse y estancarse (o, tal vez, quién sabe, fuese sabio como sólo puede serlo un buen lector y temía acabar como versión macho de Anna Karenina). Así, al final, viudo y libre, Archer entiende al resplandor en una ventana de piso de París no como guiño para subir y retomar lo interrumpido sino como señal para volver a su hotel prefiriendo releer su pasado en lugar de reescribir su presente y futuro. Y, ah, Rodríguez lo entiende tanto y tan bien como sólo puede entender algo así aquel que no quisiera otra cosa que, por ajeno y lejano, poder no entenderlo.
TRES Y el episodio figura --merecidamente-- en toda biografía de ella y de él. Ella, Edith Wharton --quien había comenzado publicando un libro sobre decoración-- era por entonces la grand dame de la literatura norteamericana. Y él, Francis Scott Fitzgerald, el joven paladín que venía a honrarla pero, también, a reclamar corona en cambio de guardia y relevo generacional (aunque, en este sentido, Wharton era una rareza: era una escritora retro-generacional; sus tres grandes novelas, The House of Mirth y The Custom of the Country y The Age of Innocence, transcurren todas varias décadas antes de la fecha de su publicación). Por entonces, una y otro ya habían abundado en el retrato entre lírico y despiadado de modos y modales en los que la buena fortuna en lo económico no solo no implicaba la buena fortuna en el amor sino que, en más de una ocasión, la impedía o prohibía.
Es el 5 de julio de 1925, el lugar es el Pavillon Colombe, en las afueras de París. Fitzgerald --quien ya había desdeñado a Wharton en un ensayo con un "libró una buena batalla, pero con armas prehistóricas"-- es invitado a tomar el té. Nervioso, Fitzgerald vacía varias copas antes, llega borracho, y pretende escandalizar a Wharton con el relato de su visita a un prostíbulo. Imperturbable, Wharton --quien le había escrito comunicándole su admiración por The Great Gatsby y sintiendo que "para vuestra generación, que ha dado un salto tan grande hacia el futuro, yo no seré más que el equivalente literario a mobiliario presuntuoso y candelabros con luz de gas"-- lo dejó balbucear y vacilar y escuchó atentamente. Y --cuando Fitzgerald cayó finalmente en el más alcohólico de los estupores-- Wharton dictaminó: "Lo siento, pero a su historia le faltan datos y detalles". Esa noche, en su diario, Wharton apuntó: "Té con Fitzgerald (espantoso)".
Y nunca más volvieron a verse.
Lo que no implica que no siguiesen leyéndose de cerca.
Especialmente Wharton quien --a diferencia de Fitzgerald-- no pasaba de moda manteniéndose en lo más alto de las listas de ventas valiéndose de un complejo y perfecto y astuto y genial truco con magia: el de "simplificar" al tardío y para muchos ilegible Henry James. Lo que no quitaba el que Wharton le transfiriesea The Master y en secreto parte de sus abundantes royalties --compartían editor quien, cómplice, los hacía pasar como ganancias al muy poco vendedor James-- en señal de admiración y agradecimiento (no parece casual que, antes, la también inestable y desengañada heroína en The Portrait of a Lady comparta apellido con el protagonista de The Age of Innocence) y que hasta conspirase fervorosamente para que se le concediera un merecido Nobel que, suele ocurrir, nunca llegó.
La operación que Wharton hizo con Fitzgerald fue, en cambio, muy diferente pero también un tanto vampírica: lo utilizó como atrezzo para aggiornar lo suyo. Su idea/estrategia --luego de su Pulitzer "de época" por The Age of Innocence-- fue la de escribir "algo ultra-moderno". Así, tres de sus novelas --The Glimpses of the Moon (1922, la siguiente suya luego de The Age of Innocence) Twilight Sleep (1927) y The Children (1928)-- pueden ser consideradas fitzgeraldianas del mismo modo en que en The Great Gatsby puede detectarse más de un destello de ese amor infractoren The Age of Innocence. Allí, en lo de Wharton, seres desinhibidos con ritmo de jazz y dispuestos a comerse el mundo sin siquiera sospechar la posibilidad de ser escupidos.
Y una/otra vuelta de tuerca: tiempo después, el encargado de escribir el guion cinematográfico (rechazado) de The Glimpses of the Moon fue un indisciplinado genio ya listo para la expulsión del mefistofélico y fáustico paraíso de los "jóvenes escritores": Francis Scott Fitzgerald.
Aquel quien, seguro, inspiró a la aplicada Wharton para, con armas futurísticas, capturar otra edad para la que (a diferencia del desesperado en primera línea de fuego intentando terminar la muy dura y ásperaTender Is the Night) posiblemente le faltasen datos y detalles, pero le sobraba talento.
CUATRO Y ahora, entre endemoniados rebrotes y legionados reconfinamientos, Rodríguez lee en kiosco titular de La Vanguardia: "Temor a una segunda oleada a finales de julio por el relajo de los jóvenes". Y --whartonizado y fitzgeraldista-- mira a todos esos bailoteantes jóvenes confundiéndose en orgías de apretujados selfies o practicando el poliamoroso y poco higiénico intercambio de teléfonos móviles. Y quizás, incluso, ojalá, pasándose ejemplares de The Age of Innocence con un "no puedes perderte este libro" acaso sospechándose, ya, una nueva Generación Perdida cortesía de sus cada vez más extraviados y enfermizos y desposeídos padres y abuelos.
Así --se puede no ser culpable pero no se puede no ser responsable; ya no valdrá eso de "no lo vimos venir"-- Rodríguez, como Newland Archer, vuelve a casa.