Además de El matadero, ¿qué más le gusta de la obra de Echeverría?
–No he leído tanto. Leí La cautiva hace mucho, una sola vez, y me gustó. Pero ni me acuerdo. He leído bastante El matadero. Durante largo tiempo pensé, erróneamente, información que me llegó mal, que Echeverría era muy pobre. Y sí fue pobre, pero en el exilio; mientras vivió en Buenos Aires, en la provincia, porque los primeros años de Rosas los pasó acá, tenía hacienda, propiedades. Así que era un hombre pudiente. Tenía dinero. Y era muy contrario a lo que ellos llamaban la plebe.
¿Así que tuvo que crotear, en algún momento de su vida? ¿Cómo fue eso?
–Uf, muy pobre. Desde los 23 años, m’hijo. Trabajaba, eh: cuidado. Pero por muy poca plata. Primero trabajé en las provincias, de peón, dos años. Y después acá, en Buenos Aires, de peón de limpieza. Nunca alcanzaba la comida. Más de una sirvienta tuvo que pasar un plato de comida. Hasta los 31. Ahí empezaron a mejorar un poco las cosas.
¿A partir de qué?
–Conseguí un mejor trabajo, una tía me hizo entrar en teléfonos del estado. Así que ocho años de crotear (se ríe). Con laburo, pero crotear al fin. He visto cada cosa ahí abajo, cada acto de solidaridad y cada acto de los que están más arriba de pisarte la cabeza. Así que de eso sé bastante.
¿Cuáles fueron sus primeras lecturas?
–Un libro que todavía tengo: Mozart, el niño prodigio. Yo ya leía antes de ir a la escuela, pero cuando me lo dieron tenía cuatro años y recién empezaba a deletrear; el libro tiene incluso dibujitos míos, unos garabatos que me hacen una gracia bárbara. Un metro medía yo. El monigote que dibujé tiene piernas, tiene cabeza, pero no tiene brazos. Eso sí: tiene tres botones. Claro, yo lo veía a mi padre, con su chaleco con botones: no sé qué vaina tenía ahí. Eso es ser adulto: tener botones (se ríe). Brazos no importa, no hacen falta. Sí botones. Eh, la puta. Qué gracia.
¿Y cómo fue que se enganchó con la idea de ser escritor?
–Fue una cosa completamente imperceptible, porque ya estaba haciendo literatura y no lo sabía. De chico. No escribía, pero sí hacía unos juegos con muñequitos que yo mismo dibujaba y recortaba. O de las revistas de historietas, recortaba personajes y construía historias, peleas, guerras. Ahí empezó Los Soria y yo ni siquiera sabía. Andaba por los nueve años. No tenía idea de que iba a ser escritor. Pero uno se va formando. Las lecturas a mí me salvaron la vida. Me salvaron la vida. El fantasma de la ópera, de Gastón Leroux; La serie sangrienta, de S. S. Van Dine: eso es tener miedo. Mirá que no pasa nada sobrenatural ahí, es una novela policial. ¡Esos sí que son cagazos, viejo querido! Estaba en primer año del secundario; lógicamente, tenía muchas obligaciones. Además los pibes de Camilo Aldao viajábamos todos los días al pueblo vecino para el secundario, así que eran muchas horas afuera. Y cuando uno estaba en casa tenía que estudiar. Entonces leía de a poquito este libro, de noche: en cualquier momento, pensaba, el asesino entra y me hace cagar a mí también. Ya que estamos. Aunque más no fuera porque “me equivoqué y te hago cagar a vos también”; “¿Pero por qué?” “De equivocado, nomás”. Esas cosas me formaron, esas lecturas. Y los libritos infantiles. Y las historietas. Y los 22 libros de cuentos de Constancio C. Vigil. Después, ya más de grande, la colección de la revista Más allá, de ciencia ficción. 48 números, cuatro años. Los tengo todos, che. Lo que me costó.
¿Y literatura argentina?
–Bueno, más de grande. En casa no se le daba bola a la literatura argentina. Entonces tuve que irla descubriendo por mi cuenta. Sobre héroes y tumbas y El túnel, de Sabato, fue de lo primero. Lo que sí conocía, pero porque me obligaron, felizmente, a estudiarlo, fue el Martín Fierro. ¡Y el Quijote! Que es una novela nuestra, patrimonio común del castellano. Ataques de risa, me daban, cuando lo leí, con lo del yelmo de Mambrino, o el bálsamo de Fierabrás, que era una porquería.
¿Cómo fue que publicó su primer libro?
–De la mano del gordo Soriano, che. Eso lo puedo decir así nomás. Un mes antes de morirse estuvo en casa, comiendo, y no dijo que estaba enfermo. Ni una palabra. Si incluso cuando salió en la tele “Osvaldo Soriano, tal año a tal año”, me enojé muchísimo, estaba por llamar al canal para putearlos, porque eso es una cosa para los muertos. No lo quería creer. Pero era verdad. Qué bronca me dio. Soriano me había llevado a Corregidor, en 1976. El Gordo pisaba juerte ahí; ya con su primer libro, Triste, solitario y final, agarró la vaina, nomás. Pasó al frente enseguida. Él fue best seller; yo no, yo soy long seller (se ríe). Lo mío se vende todo, pero con el paso de los años. Los libreros me quieren, me tienen guardado en la trastienda: pedís los libros y te los venden.
¿Se siente más reconocido a esta altura?
–Sí, un poco más. Poco más. Porque en verdad no estoy traducido a ningún idioma, lo cual es una joda. Haber sido traducido al inglés, al alemán, al francés o al checo no es garantía de nada, pero sería una posibilidad más de quedar.
¿Por qué cree que no ha sido traducido?
–Porque vivimos en el culo del mundo, hermano. Por eso. Yo a la Argentina la quiero, pero en verdad somos el país del faro del fin del mundo, como decía Julio Verne. Y entonces pasan las cosas que pasan. A menos que seas un escritor muy especial. Como Cortázar, que vivió toda la vida en Francia y se pudo expandir. O Borges, que tenía gente que lo quería en el extranjero. También hay que hablar de buena suerte, más que de méritos literarios. Siempre soñé con ser traducido al inglés, loco. Sinceramente te lo digo.
¿Por qué al inglés y no al francés, por ejemplo?
–Porque desgraciadamente Francia, como Alemania, son países que, para mi dolor, están en la decadencia. Ahora te traducen al francés y no pasa nada, no era como antes; el inglés, en cambio, tiene su trascendencia a nivel difusión, esa cosa.
¿Le gusta sacudir, con su escritura, las pretensiones del realismo?
–Sí, no creo en el realismo. Lo digo en la conferencia: yo adoro El matadero, espero que haya quedado claro, pero es una obra fantasiosa, m’hijo. Fantasía pura. Excelentemente escrita, con una fuerza, un vigor de san puta.
Le señalaba lo de los sacudones al realismo por su propia obra.
–Sí, claro, lo mío es realismo delirante. Yo soy muy relista, también, pero no como podía ser Émile Zola o los soviéticos; lo que yo quiero hacer con las distorsiones del delirio es marcar, justamente, partes de la realidad poco vistas. Para eso sirve el realismo. Hay una novela que me gusta mucho, Impresiones de África, de Raymond Roussel: son unas máquinas absurdas, ni transcurre en África, y nada es realidad. Bueno, más allá de la admiración que yo le tengo a Roussel, eso no me convence del todo. Porque a mí sí me importa la realidad. No quiero delirio puro: no me interesa. Delirio sí, pero con realidad: este mundo me importa demasiao como para dejarlo olvidao. Voy a eso.
¿Nota algún parentesco, en lo que hace, con otros escritores argentinos?
–¿Sabés quién? Y cada uno lo sacó por su lado: por eso hemos sido tan amigos. El gordo Soriano. Es el único que ha hecho realismo delirante. Y él no lo sacó de mí, me consta. Y yo tampoco lo saqué de él. Somos los dos únicos que en Argentina hemos hecho esto. Una sombra ya pronto serás es realismo delirante. Y cada uno lo sacó por su lado. Nos leíamos uno a otro, pero no tomábamos nada del otro. ¿Grandes escritores? Ah, sí, Piglia, César Aira. Pero realistas delirantes como yo, el Gordo. Ahí lo tenés. Pintiparado.
¿Dónde está el horror en la literatura argentina?
–Hay muy poco. No somos capaces de construir el verdadero horror en la literatura. En la vida sí, pero no en literatura. Yo mismo, que amo tanto el horror, los cuentos de terror, las películas y la mar en coche, muy rara vez he logrado hacer cuentos de terror. Hay un cuento, “Perdón por ser médico”, en En sueños he llorado, ¡pero lo que me costó! Porque enseguida me sale un delirio, viste: poner minas en bolas, no sé…
Lo desarma.
–¡Se va todo a la mierda! El horror tiene sus leyes, implacables, y está muy bien; si uno quiere escribirlo como Stephen King hay que obedecer y ajustarse a las leyes del género. No se puede meter delirio adentro.
Porque el delirio conduce al humor.
–Exactamente. Y ahí cagaste: se disipa el horror. Yo me tuve que esforzar mucho para no meter ningún delirio en “Perdón por ser médico”. Pero fue excepcional, porque el humor me viene con mucha fuerza.
¿Y qué autores del género destacaría? ¿Horacio Quiroga?
–Me gusta mucho, sí. Claro, “El almohadón de plumas” y toda esa vaina. Y miles, tiene. Quiroga, sí, cómo no. Pero está viejito, desde hace años. El terror no es tema nuestro, ni del Río de la Plata.
Raro, ¿no?
–Sí. Aparte de los norteamericanos, los príncipes de esta vaina son los ingleses. Ellos sí que saben de terror. “La pata de mono”, de W. W. Jacobs, “Otra vuelta de tuerca”, de Henry James.
¿Y por qué cree que no es un género nuestro?
–No lo sé. Para eso habría que ser sociólogo. Siempre he dicho que todo escritor tiene la obligación de ser, por lo menos, sociólogo silvestre; yo me jacto de serlo, pero ahora vos me hiciste cagar. Me hiciste la pregunta de por qué. Y no lo sé, no termino de comprender la razón. Lo comprendo en mí: se me da por el humor. Como sociólogo silvestre soy un fracaso.
Le interesa el tema del poder: está muy presente en su obra.
–Sí, pienso que hay que tener poder. Dice Lao Tsé en el Tao Te King: “El que desee perder poder, primero deberá tenerlo”. Yo deduzco que el sabio chino dice que si querés humanizarte perdiendo poder voluntariamente, primero tenés que tenerlo. Después sí, vivís y dejás vivir. Yo fui anarquista. En mi temprana juventud. Respeto al anarquismo, pero pienso que está equivocado, porque el estado tiene que tener poder; para perderlo voluntariamente, no para ser rígido. El mundo es tan complejo, flaco, que cualquier cosa que digas va a ser usada en tu contra (se ríe). No es posible hacer justicia con el poder ni con nada, es todo muy difícil. Cada cosa va a ser malinterpretada, te lo aseguro.
La experiencia en la Unión Soviética es una muestra de esto que dice.
–Por ejemplo. Tengo un documental sobre la Unión Soviética en el que los soviéticos convencidos, después de la caída, dicen: “Haber vivido todos estos años para contemplar ahora toda esta vergüenza”. No se supo trabajar con el poder. Voy a eso, loco, ¿entendés? La Unión Soviética tenía que ser poderosa, pero no llegar a lo que llegó, al estancamiento y la muerte.
Los Soria es una novela, fundamentalmente, sobre el poder.
–Fundamentalmente, sí. Pero también sobre el amor y la lealtad.
¿Por qué trabajó tantos años sobre el tema del poder?
–Porque siempre estuve desprovisto de todo poder. Yo adoro a mi pueblo, Camilo Aldao, pero siempre digo que me crié en una Unión Soviética chiquitita. Pobre papá, era Josef Stalin. No por política, porque él odiaba a los comunistas; pero sí, era Josef Stalin. Lo quiero mucho a papá, pero bueno, me hizo daño donde me hizo daño y me hizo crecer donde me hizo crecer. La sensación de último orejón del tarro es muy jodida. A la fuerza te tiene que interesar el poder. A la fuerza. Por la sensación de impotencia, tan terrible. Siempre haciendo lo que los demás quieren. Ordename que me pegue al techo como el gato Félix, con las cuatro patas, y voy y me pongo, porque sino vos me vas a pegar, no sé qué mierda me vas a hacer. Hago “¡Iauh!” y me quedo pegado al techo. Es feo, loco. Tengo las bolas llenas de andar haciendo lo que los otros quieren. La génesis de mi interés por el poder es la impotencia que ha guiado los actos de mi vida. (un silencio) Mi papá era un dios y de eso pasó a ser el hombre más odiado del mundo. Hace 34 años que murió papá. Y recién ahora, hace pocos meses, decidí: “La guerra con papá se terminó”. ¡Recién ahora, loco! Mirá lo fuerte que fue.
Pero mejor que terminara, ¿no?
–Sí, ya lo creo. Y ganas no me faltan de terminar la guerra con todos, che. Pero mirá que tengo muchas cuentas pendientes. Con gente del secundario, y de la universidad. Pero basta ya, se terminó. No más guerra. En eso estoy ahora. Basta. Ya. Pero ya.
Anota Juan Sasturain en el prólogo de uno de sus libros que muchas veces sus historias fascinan al comienzo y después desconciertan. ¿Coincide?
–Nunca quise desconcertar, te lo juro. Leí una crítica a Sí, soy mala poeta, pero, de una chica muy bien intencionada, en una revista, y me di cuenta de que se había desconcertado con mi novela. Me gustaría encontrármela para decirle “nunca te quise desconcertar, ni a vos ni a nadie”. Me pareció que la ontología de mi novelita era muy lineal, y ahora vos me hacés notar que no viene tan fácil la cosa. Eso es algo que deploro. Yo nunca quise hacerme el raro.
Tal vez tenga alguna relación con “lo delirante”: tampoco es fácil “entender el delirio”. Y eso también pasa, a veces, con el mundo o con la realidad.
–El mundo es un quilombo, eso seguro. Pero por lo menos quería, en mis obras, ser claro. A veces parece que mis cosas resultan ficción por la ficción misma. Y no es así. Más de uno lo ve de esa manera: narrar por el gusto de narrar. Sí, cómo no. Pero quiero decir cosas yo también. Tiene una ontología mi obra.
¿Qué aprendió en los cursos de literatura que da?
–Muchísimo. A ser más humano. Mirar a los demás, escucharlos, ver sus problemas. No andar mirándose siempre el ombligo. Qué necesita, cómo puedo acceder al otro para ayudarlo.
¿Qué percibe que vienen buscando?
–Ni ellos lo saben. Por eso muchos se van. Pero muchos se quedan. Algunos querían que el profesor les enseñara por imposición de manos, una especie de vudú: no hay nada de eso. Acá lo que hay es trabajo, nada más. Solamente así podés crecer. El que busca fórmulas mágicas, cagó. No hay. Pero sí hay camino, con mucho trabajo, dedicación y humildad. Y orgullo al mismo tiempo. Es una alquimia rara cuando tenés que mezclar humildad con orgullo. Siempre les digo a mis alumnos que estudiar narrativa, hacerla, es tan difícil como si se hubieran metido en un curso de física teórica. Es muy difícil todo en este mundo.