Me pareció que en la esquina del cuarto rebotaba una luz naranja, como si afuera hubiera árboles y como si entre las hojas se colaran los últimos rayos de sol. En el atardecer había un momento al que le decíamos “la hora mágica” cuando el sol se inclinaba y las sombras alcanzaban su extensión mayor; las cosas adquirían un brillo cálido. En esa hora todas las superficies reflejaban su mejor color y las texturas se suavizaban, una flor medio marchita podía parecer tersa de nuevo, lo mismo que la piel.

Con mis amigas teníamos la costumbre de salir a sacarnos fotos en el parque. Cuando las miro no hay manera de saber qué día fueron tomadas. Eugenia decía que al costado del Museo de Ciencias Naturales era el mejor sitio porque había un claro entre medio de los eucaliptos que permanecía allí, esquivando la altura de los árboles como hasta las seis de la tarde. A Andrea le daba igual el lugar porque sus fotos siempre eran planos detalle de esos que dejan fuera de foco todo lo que no estuviera a menos de medio metro de la cámara. A mí no me gustaba posar pero siempre terminaba por ceder fragmentos: el perfil, los pies descalzos sobre las hojas secas, las manos sobre la corteza casi desprendida de algún tronco. “Fotos artísticas” les llamábamos. Ninguna era fotógrafa, pero compartíamos un placer por las fotos sacadas a esas horas de la tarde que nos hacía sentir dueñas de una verdad, creadoras de una estética que por supuesto no era ni nueva ni nuestra pero con la que nos permitíamos jugar. Porque la sesión de fotos era sólo el comienzo. Luego venían horas de conversación en las que, como niñas, explorábamos todos los porqués de aquella tarde y hablábamos frente a una audiencia imaginaria de nuestras obras.

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La hora mágica duraba más tiempo en el otoño, por eso era mi estación preferida. Incluso al alba, en otoño, el sol parecía alumbrar en retirada, aunque estuviera recién asomando. Parece mentira que un tipo de luz genere tanta nostalgia.

Cuando Eugenia nos anunció que se iba a España era otoño. Voy a vivir dos otoños en un año, dijo como primer argumento, incluso antes de mencionar que había obtenido una beca. Igual, no hay hora mágica en España, ¿sabías?, le contestó Andrea desde un plano detalle que la congelaba en una mueca ridícula e infantil. Va a estar todo bien, dije yo, mostrando sólo un fragmento de lo que pensaba.

Un año no es demasiado tiempo pero tampoco es poco. Es, en todo caso, suficiente para que un aroma, un sonido o un tipo de luz nos resulte familiar y lejana a la vez. No es de extrañar que con veinticinco años fuéramos incapaces de sospechar el asombro de un año a otro. Es difícil llevar la cuenta de las veces en que se presenta la nostalgia cuando ya no se sabe qué día ni qué hora es hace cuánto tiempo, ¿cuántos años?

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Qué risa, contar etapas de la vida hasta llegar a tres, como si vivir fuera juntar el impulso para tirarse a una pileta. Los que vendrán podrían quedar pasmados ante la expresión “hora mágica”. Es un concepto que viene de la experiencia de haber estado al sol, de haber tenido tiempo y haberlo saboreado hasta el atardecer, de haber sabido dirigir el ocio hacia la observación de la luz.

Recuerdo cuando jugábamos a lo de nuestros yos del futuro. Eugenia soltaba todo un parlamento de las cosas que no debería olvidar, parecía que armaba valijas de tiempo, se enviaba cartas y encomiendas a futuro, confiaba con que al encontrarse una lana roja y un diente de león en una servilleta de papel, el mensaje viajaría seguro, codificado en su intimidad. Andrea se amenazaba a sí misma, el flequillo le crecía como una sombra sobre los ojos y mientras decía “más te vale que no te encuentre ni casada, ni con hijos, en lo posible deja de ser tan heterosexual, ¿querés?”, parecía pedirle a las Andreas de todos los tiempos que tuvieran el coraje de abrir el plano.

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Ese reflejo, esa nostalgia es lo que me obliga a acercarme a la ventana con curiosidad y algo de temor. Hablar de una brevedad intensa, de un soplo pasajero, es parte de un idioma que hemos sepultado en el silencio, un idioma que dejará de pronunciarse cuando ya no estemos aquí. Puede que recordar sea un modo de nombrar en el silencio. Si es así, quizá Eugenia y Andrea también sientan ahora esta nostalgia de otoños, atardeceres y retratos. Quizá no valga la pena asomarme a la ventana. Quizá el reflejo de luz naranja que creí haber visto no fue más que mi memoria haciendo eco, jugando conmigo. Es reconfortante recordar, tener historias que contarme. 

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