Si los lectores son argentinos, lo primero que golpea en las novelas de la serie del comisario Kostas Jaritos es el parecido de mucho de lo que describe como fondo de los casos policiales con lo que sucede en Argentina. “Para que yo escriba una novela”, dijo Márkaris, “necesito que algo me enfurezca. Me inspiro en cosas que me causan una rabia profunda”. Sus libros describen las causas de esa furia, enraizadas en el neoliberalismo salvaje de nuestros tiempos.
En una traducción que proviene de España y por lo tanto es muy incómoda para los lectores argentinos, La hora de los hipócritas pinta una Grecia contemporánea y muy cercana a la situación de los países de lo que antes se conocía como “Tercer Mundo”. En ese país empobrecido, los acusados principales del estado de cosas son siempre los mismos: las corporaciones, los bancos (siempre fuera del alcance de cualquier control), los organismos de crédito como el FMI y los políticos que gobiernan solo para ellos. En este libro, la rabia de la que habla el autor se expresa en los “comunicados” de los asesinos a los que persigue Jaritos. Y es un sentimiento muy familiar para gran parte de sus lectores de todo el mundo.
Eso ubica la rabia en un lugar especial y este no es el primer libro de la saga de Jaritos en el que esto sucede. Estas novelas policiales siguen un esquema clásico: contadas en primera persona por el investigador o “detective”, desarrollan dos hilos argumentales al mismo tiempo, el del “caso” particular de cada aventura, y el de la vida personal del comisario fuera del trabajo. Sobre la base de ese guion (muy recorrido en el género, tanto en literatura como en series), el autor pone la furia no en el “detective” (aquí policía) sino en los perseguidos. Son los “asesinos” los que expresan los sentimientos del “pueblo” (y el comisario lo sabe). Matan porque el mundo los ha expulsado. Y las muertes por las que los persigue Jaritos consiguen llevar la rabia a la agenda, hacerla parte del debate, obligar a muchos a elegir partido entre los bancos-corporaciones-organismos internacionales de crédito por un lado y las personas comunes-las clases bajas y medias por otro.
Márkaris escribe policiales inscriptos en los sucesos contemporáneos. La hora de los hipócritas es su declaración política sobre la hipocresía de los “relatos” que ocultan parte de esos sucesos. Lo mejor de su prosa clara, directa, simple, es la forma en que grita verdades dentro de una ficción que cumple estrictamente las reglas del “thriller” tipo enigma, incluyendo el manejo del suspenso. Para debatir lo que le interesa, el autor tiene dos voceros privilegiados: el comisario y su amigo Zisis. Zisis argumenta desde una mirada que políticamente está a la izquierda de la de Jaritos, lo cual tiene sentido: al fin y al cabo el protagonista forma parte de una institución dedicada a la represión. El hecho de que el nieto recién nacido del narrador reciba el nombre de Zisis y no el del abuelo materno (como se acostumbra en Grecia) es una metáfora interesante sobre el camino a seguir en el país.
El tema central de este caso en particular es el contraste entre apariencia y realidad, es decir, la forma en que el poder acomoda datos económico para simular bonanza y números positivos; la forma en los ricos acomodan sus ganancias para no pagar impuestos mientras explotan a sus empleados. En este caso, se manipulan, entre otros datos, los números del desempleo y se hace pasar por “empleados” a personas que tienen un trabajito cuyo sueldo no les alcanza ni para comer; o el dinero de un empresario que se hace pasar por filántropo y sistemáticamente despide a los hombres y mujeres de más de cincuenta años y saca el dinero del país.
Esa hipocresía produce desesperación y la desesperación estalla en muertes. Jaritos lo sabe. En algún momento, cuando todavía está muy lejos de descubrir a los culpables, el comisario los caracteriza como “desesperados” y orienta su búsqueda hacia los despedidos y abusados. No le cabe ninguna duda de que el “Ejército Nacional de Idiotas” que firma los comunicados de los asesinos está formado por hombres y mujeres de ese tipo que ven la distancia entre los supuestos números positivos de la economía y sus vidas tal como son.
La estructura del libro está pensada para mostrar a una Grecia en la que esos problemas repercuten en todas partes, también en la vida privada. Al comienzo, parece haber dos mundos: el del “caso” de Jaritos y el de su vida privada, dominada por el nacimiento del nieto, por otro y, tan separados están que el lado “policial” de la narración tarda más de veinte páginas en empezar. Sin embargo, a medida que avanza la novela, queda claro que las dos cosas son lo mismo. Entre los suyos, el comisario encuentra no solo consuelo sino también respuestas a las preguntas que le plantea la investigación y así, parte de sus avances proviene de pistas que le dan sus parientes y amigos.
Y en general, en la Grecia de este libro, la hipocresía de los asesinados tuvo y sigue teniendo consecuencias en las vidas humanas concretas de los griegos. Tal vez la escena en la que esto queda más claro sea la del capítulo 35, cuando Jaritos habla con los empleados despedidos por el primer asesinado. Las respuestas de algunos de ellos describen el tema central de la novela de la mejor manera posible en una ficción policial: con un diálogo necesario entre el detective y un testigo. El funcionamiento de la hipocresía aparece aquí como una lucha entre dos tipos de lenguaje. Uno de los desempleados dice que no sabe si lo despidieron; que él creía que sí pero “según la empresa, me propusieron la disolución de nuestra relación contractual de mutuo acuerdo”. Ese cambio de palabras implica nada de indemnización y una vida económicamente precaria y emocionalmente lastimada de ahí en adelante.
El mundo que reflejan tanto ese diálogo como la novela en general está muy cerca del nuestro a pesar de ciertos detalles culturales, costumbres, comidas, horarios, nombres. Es un mundo que alberga un número diminuto de “triunfadores” (el 1 %), para quienes es cierto que las cosas están muy bien, y én un número inmenso de “perdedores”, a quienes no les queda nada excepto, en ciertos casos, la violencia.