Noche de abril de 2011. Teatro Colón de Buenos Aires. Keith Jarrett sale a escena cubierto de aplausos , presto a ejecutar otro de sus conciertos de solo piano que lo han hecho célebre. Pero a minutos de arrancar con una improvisación tormentosa, el pianista manifiesta su enojo: alguien ha osado disparar el flash de un celular. No será la única interrupción. Menos fundada, la segunda protesta estará dirigida al piano, un Steinway en el que unos meses atrás, sin que se registrara queja alguna, posaron sus dedos Martha Argerich, Daniel Barenboim y András Schiff. Indudablemente, esa noche el problema de Jarrett no es otro que Jarrett. Son los riesgos de la inspiración, de la ejecución sin pauta alguna. Luego el concierto levantará algo de temperatura, si bien no llegará a colmar el lógico nivel de expectativas que tanto las presentaciones anteriores del músico en Buenos Aires con su trío como la enorme discografía de su free playing han cultivado.

La anécdota del Colón no figura en Keith Jarrett: Una biografía, el excelente libro del crítico alemán Wolfgang Sandner recientemente editado en español (Libros del Kultrum). La lectura, sin embargo, nos ayuda a entender mejor lo que sucedió aquella vez. (A propósito, el 3 de noviembre de 2006, en la sala Pleyel de París, Jarrett se disgustó con el público de modo similar a como lo haría más tarde con el porteño) Más interesado en captar la esencia del arte del músico que en reconstruir minuciosamente una vida jalonada de obsesiones, caprichos y genialidades, Sandner nos presenta a un Jarrett íntegro y complejo, reservado en sus palabras y enormemente expresivo en su música.

Si en toda biografía reconocemos un momento de inflexión clave, una suerte de imagen metonímica de toda una vida, en Jarrett ese quiebre se produjo el 24 de enero de 1975 en la Ópera de Colonia, Alemania. Esa noche el pianista brindó el concierto más importante de su vida. Sandner le dedica todo un capítulo de su libro: “La historia de un disco de culto”. Los sonidos de aquella velada pasaron enseguida a un disco del sello ECM, The Köln Concert, devenido en imprevisto éxito de ventas (medio millón de copias a pocos meses de su salida; 4 millones vendidas hasta el presente) y en un hito histórico tanto para la saga de la interpretación pianística como para la genealogía de la improvisación musical.

¿Un disco de jazz? Tal vez, pero dirigido a un público ecuménico y preferentemente juvenil. Sin ninguna pauta previa, Jarrett se dejó llevar por su imaginación repentista, yendo de motivos melódicos silvestres, de aire country, a sutilezas tonales propia de Schubert; de momentos de intensidad casi rockera a leves movimientos minimalistas entre dos acordes; de líneas de canto sentimentales a crescendos de éxtasis religioso (alguna vez Jarrett dijo que su música debía entenderse como un largo himno) que parecen volver insuficiente al más suficiente de los instrumentos. Hubo un tiempo post-Beatle en el que decir “el concierto de Colonia” era contraseña cultural de alto consenso. Si la música de improvisación solitaria de Jarrett, esa suerte de “universal folk music”, terminó llenando la friolera de 36 horas de grabación (entre los discos Solo Concerts Bremen-Lausanne de 1973 y Río de 2011), ¿cuántas horas de nuestras vidas dedicamos a escuchar, una y otra vez, aquel disco del más europeo de los músicos de jazz norteamericanos?

Curiosamente, entre las vicisitudes de aquella noche en Colonia hubo problemas con… el piano. Pero aquella vez la situación fue muy diferente a la que sobrevino en Buenos Aires. Tras algunas discusiones, Jarrett aceptó tocar en un viejo Bosendorfer de un cuarto de cola mal afinado, con algunas teclas deficientes y un pedal derecho inactivo. Por error, los operarios del teatro habían subido al escenario el instrumento equivocado, el que solía usarse para ensayos y clases, aunque los mal pensados asegurarían que, en realidad, el piano “bueno” quedó reservado para la música clásica. Quizá al verse caminando sobre el borde del precipicio – el piano del Colón, en cambio, no fue para él lo suficientemente bueno ni lo suficientemente malo para que pudiera encararlo desde la épica – Jarrett puso en juego su extraordinaria paleta de recursos técnicos y expresivos. “Haciendo de la necesidad virtud, Jarrett se limitó a determinadas alturas del piano”, reconstruye Sandner. “Estuvo sumamente concentrado e improvisó con inusitada intensidad – por no decir fervor -, como si en el auditorio hubiera una musa que tomara posesión de él, marcándole la estrecha senda que separa las cumbres de la belleza melódica de las simas del trivial sentimentalismo.”

De Allentown al jazz

Niños virtuosos hubo siempre, y los seguirá habiendo: la precocidad no es exclusiva de ninguna época. Difícilmente aquel primer público de Allentown, Pensilvania, pudo imaginar que estaba frente a un verdadero fenómeno de la cultura, por más que en los años próximos el niño Keith, nacido el 8 de mayo de 1945, siguiera recorriendo, a menudo en compañía de su hermano menor Eric en violín, partituras de Mozart, Schumann, Beethoven o Mendelsohn con sorprendente facilidad. Más tarde, el pueblo le quedó chico. Keith y su primera mujer, Margot, se mudaron a Manhattan. Más tarde, el jazz de Dave Brubeck y Stan Kenton le reveló otros caminos musicales, hasta que, pasado un tiempo de fatigar bares de copas y clubes de jazz --fue por entonces que se volvió intolerante al ruido ambiente--, el joven Keith se convirtió en un secreto a voces: había un muchacho algo retraído que, con enorme solvencia técnica, podía leer el más enrevesado arreglo o improvisar de una manera brillante cualquier melodía que le pusieran delante.

Tras un breve paso por la escuela Berklee de Boston --había ganado una beca para estudiar allí, pero la pelea con un profesor y el indisimulado desdén por la educación formal lo alejaron del lugar-- obtuvo su primer trabajo de alta calidad en los New Messengers del baterista Art Blakey. Ese fue su posgrado en bebop o hard bop. Allí terminó de conocer el fraseo, los enlaces y los acentos de un estilo devenido vocabulario. Sin embargo, por más admiración que profesara por Bud Powell y aquella música inventada por Gillespie y Parker, el bebop no era lo suyo. Terminó de corroborarlo cuando en 1966 ingresó al cuarteto del saxofonista, flautista y compositor Charles Lloyd. Aun en actividad --acaba de editar Kindred Spirits (Live from the Lobero)--, Lloyd supo ser en los años 60 el jazzman más exitoso del mundo. Visitó la URSS en plena guerra fría y se presentó con éxito en el Festival de Monterrey. Para Jarrett la experiencia con Lloyd fue decisiva: empezó a combinar el fraseo del bebop con recursos del free jazz y su diferencial de música clásica (Su maestría para la textura contrapuntística produjo una gran impresión). Un lindo ejemplo de cómo tocaba por entonces se puede escuchar en “Autumn sequence” del disco Dream Weaver .

Eventualmente llamada “jazz piscodélico”, la música original de Lloyd metabolizaba influencias muy diversas. Además de la exquisita interacción que Jarrett logró con sus compañeros de grupo --especialmente con el baterista Jack De Johnette--, la experiencia de tres años con Lloyd lo puso en contacto con un público más amplio que el habitual en el mundo del jazz. Cuando Miles Davis lo llamó para integrar su banda eléctrica de formación voluble no dudó en aceptar, si bien su fuerte personalidad lo alejó de cualquier forma de veneración. En combinación con Chick Corea --el gran documento de aquella banda es la actuación en el festival de rock de la Isla de Wight--, Jarrett se vio obligado a tocar órgano y el piano eléctrico, instrumentos que aborrecía. Luego diría que aquella fue la formación más notable que tuvo Miles, y sin duda la libertad y apertura sonora del grupo dejó alguna huella en él.

A corazón abierto

Sandner es un biógrafo culto e ingenioso. Apela con frecuencia a la historia comparada de las artes. Su educación enciclopédica recuerda escrituras pasadas, pero el “objeto” de sus desvelos es moderno y actual. Para transmitir la importancia que tuvo el encuentro de Jarrett con el productor Manfred Eicher nos recuerda la alianza entre Pablo Picasso y el marchand y coleccionista alemán Daniel-Henry Kahnweiler. La comparación es atinada: pura sinergia. Desde la edición en 1971 de Facing you --primer álbum de solo piano de Jarrett--, el productor discográfico alemán, fundador del sello ECM, fue un factor decisivo en las cuatro grandes sagas discográficas de Jarrett: los conciertos solitarios en vivo (todo empezó con Bremen/Lausanne y concluyó --hasta la fecha-- con Rio), los álbumes de sus cuartetos americano y europeo (el primero con el saxofonista norteamericano Dewey Redman y el segundo con el saxofonista noruego Jan Garbarek), las ediciones de música clásica (cabe señalar que, entre muchas otras piezas del canon de Occidente, Jarrett tocó y grabó el clave bien temperado de Bach y los preludios y suites de Shostakovich) y los 21 álbumes con el trío que completaron Gary Peacock en contrabajo y Jack De Johnette en batería.

Desde luego, Eicher retribuyó la fidelidad del músico estrella de su refinado catálogo con la garantía de que ECM editaría absolutamente todo lo que el músico deseara hacer --obviamente incluidos sus trabajos en el campo de la música clásica, cosa que los sellos norteamericanos no estaban dispuestos a concederle-- y las condiciones perfectas para que un artista sonoro pudiera convertir los caprichos de su musa en ediciones discográficas hermosas desde la tapa hasta el último suspiro de música. Así sería aun en tiempos fúnebres para el disco como soporte de transmisión musical.

En cuanto al super trío al que Jarrett dedicó el mayor tiempo de su vida, digamos que esta fantástica formación, en cierto modo discípula dilecta de los tríos de Bill Evans, nació en 1983 con Standards 1. El trio de piano, contrabajo y batería ha tenido para el jazz la importancia que el cuarteto de cuerdas para la historia de la música europea. Según Sadner, el trio fue para Jarrett “la columna vertebral indoblegable de su arte”. Sin embargo, para quienes venían del Köln Concert la noticia no fue algo tan fácil de asimilar. Después de batallar por una suerte de vanguardia nunca del todo radical -- discos como Byblue, My song y Belonging habían logrado un equilibrio perfecto entre las búsquedas libres y el lirismo reflexivo--, ahora Jarrett parecía clausurar la historia volviendo al viejo cancionero de los Estados Unidos en un formato que sin bien nunca le había sido del todo extraño --había tocado en sus comienzos con Charlie Haden y Paul Motian-- estaba inscrito en una tradición jazzística más bien ortodoxa.

A los puristas del jazz, la serie de los standards también les resultó sorpresiva: el enfant terrible que se había hecho famoso con maratones de solo piano cual Franz Lizst de la Era Acuario ahora tocaba con gran swing melodías de Kern, Gerswhin o Rodgers. Placenteros como pocos, aquellos discos fueron un continuum de una misma música: difícil decidir entre Bye bye blackbird, Whisper not o Inside out. Finalmente esos discos demostraron que, mutatis mutandis, aun podía extraerse oro de las canteras del great american songbook, siempre que la tarea estuviera en manos de un gran improvisador. De hecho, Jarrett es uno de los mayores improvisadores de la historia de la música.

Curvado sobre el teclado o terminando de pie una idea melódica, como si el éxtasis sonoro lo elevara involuntariamente, el pianista que en 2003 recibió el Polar Music Prize en las categorías “clásico” y “popular” al mismo tiempo --única vez en la historia de esta prestigiosa premiación sueca que una sola persona se llevó ambos premios fusionados --es el solista perfecto. Por supuesto, la forma concertante no le es ajena, y es sin duda un buen acompañante: su poco conocido talento de multi instrumentista le ha permitido desarrollar un notable entendimiento de los conjuntos instrumentales. Pero, más allá de los contextos en los que se desplegó, el ethos de su música es el de la soledad. Cuando pega grititos mientras toca, él es el primero en escucharlos.

Jarrett expresa una idea romántica del arte sazonada de un cierto esoterismo que lo lleva a sostener, casi al borde del clisé, que no es él quién toca la música, sino la música la que lo ha elegido para transmutarlo el tiempo que dura cada interpretación. Repuesto hace unos años del síndrome de fatiga crónica --como un médium que queda debilitado después de una sesión de espiritismo--, Jarrett se ha vuelto más económico en sus despliegues musicales. El disco The Melody and night, with you, grabado en su casa de New Jersey en 1999, es un bello documento de su recuperación. Quedó claro que el pianista no había perdido su toque único, y en sucesivas presentaciones y grabaciones fue recuperando su vigor.

Sin llegar a la heterodoxia de Monk, Jarrett se escapó de todas las escuelas no sin antes conocerlas a fondo. Su mano derecha cantábile parece poner en vibración las notas de un instrumento que no vibra; la mano izquierda es capaz del más hipnótico ostinato o del roce delicado. ¿Cómo extrae ese sonido del piano cuando toca “Over the rainbow”? Más allá de cualquier consideración técnica o estilística, en cada nota que pulsa --y vaya que las pulsa-- la emotividad se impone sobre cualquier otra consideración. Como afirma Wolfgang Sander, los conciertos de Jarrett son operaciones a corazón abierto.