Muchos futboleros postulan que la vida es eso que pasa entre Mundial y Mundial. La frase se alimenta de pulsos pasionales, la búsqueda de la metáfora y un poco de exageración ¿Es exageración? A nueve décadas de la primera Copa (la de Uruguay en 1930 con Montevideo como única sede, Argentina cruzando el Río de la Plata en la antesala de su primer golpe militar y Estados Unidos llegando en barco después del crack del ‘29), bien se podría mojonear la Historia contemporánea no sólo a través de esas citas celebradas cada cuatro años, sino incluso con la ausencia de las mismas: cuando a mediados de 1950 se retomó el torneo tras dos ediciones suspendidas por la Segunda Guerra, el planeta ya estaba configurado bajo un nuevo ordenamiento. La formación de la OTAN en 1949 formalizaba la alianza militar de Estados Unidos y Europa Occidental frente al bloque encabezado por la Unión Soviética y entonces la FIFA prefirió organizar el torneo en Brasil, bien lejos de las tensiones de la Guerra Fría.
Hoy se cumplen treinta años de la final entre Argentina y Alemania en Roma por Italia '90, el torneo que subrayó el cierre de esa era bi-frontal en plena Perestroika, pocos meses después de la caída del Muro de Berlín y un tanto antes del estallido de las guerras yugoslavas. El dato sintomático lo marcó la participación de países que ya no existirían como tales en el Mundial siguiente, como la Unión Soviética o Checoslovaquia, desmembrados antes de Estados Unidos ’94, o la misma Yugoslavia (a pesar de que Serbia y Montenegro seguirían usando el nombre durante una década más). La República Federal de Alemania se consagró campeona tres meses antes de la reunificación con la República Democrática, mientras que Rumania intentó sacar adelante un papel decoroso en la península itálica mientras a unos mil kilómetros todavía humeaban las revueltas que habían dado fin a la larga dictadura de Nicolae Ceaușescu (y también a su vida y a la de su esposa Elena, fusilados la Navidad de 1989 en el cuartel general de Targoviste).
Italia había sido elegida en 1984 por sobre la postulación de la Unión Soviética y dispuso como sedes a una docena de ciudades entre las que se repartía toda belleza histórica y geográfica; desde la alpina Turín a la oriental Udine, de la medieval Bolonia a la renacentista Florencia, de la romántica Verona a la estridente Nápoles, de las las portuarias Génova y Bari a insulares Palermo y Cagliari, y, naturalmente, las poderosas Roma y Milán.
Pero el Mundial pensado como distracción y abstracción de los avatares sociales y políticos terminó convirtiéndose en refracción y espejo de lo que sucedía en Europa, especialmente en aquellos países de los cuales el anfitrión no estaba demasiado lejos.
Para colmo los resultados no acompañaron como se esperaba y toda épica deportiva terminó reducida a pequeños destellos que se apagaron pronto. El excéntrico arquero colombiano René Higuita, el Camerún de la mano del cuadragenario Roger Milla, la renacida Holanda campeona de Europa en 1988 o la debutante Irlanda que avanzaba a base de empates, sorteos y penales: todos ellos fueron eliminados antes de que pudieran macerarse expectativas reales. Las pequeñas grandes hazañas argentinas forman parte más de nuestro folclore que de la memorabilia internacional (alimentado por el loop de recuerdos y testimonios ante cada aniversario), mientras que de los alemanes no se recuerda gran cosa más que su pragmatismo. Para muestra, basta el campeón: su -¿única?- sorpresa no vino de la mano de Lothar Mattäus, la pretendida figura, sino Andreas Brehme, un zurdo defensor al que el capitán teutón le cedió el penal en los últimos minutos de la final porque no se animaba a asumir ese riesgo y su compañero apostó a desconcertar a Sergio Goycochea pateando con la pierna derecha.
Acodándose en la efeméride ante la necesidad de generar algún tipo de contenido en este contexto de sequía futbolera pandémica, la FIFA propuso en sus redes sociales revivir aquel Mundial con una oferta audiovisual que incluye desde partidos completos hasta resúmenes con imagen y sonido remasterizados o agregados (el ruido sobre el caucho toda vez que se patea la pelota, el tronido de los arcos cuando un tiro se estrella contra un palo y hasta el doblaje en las voces de algunos jugadores enfocados en primer plano). Todo eso enmarcado en una estética gamer de colores vivos y 16-bits con la leyenda “Restart #Italy90”. Es que aquel torneo también fue bisagra en la comercialización planetaria del fútbol con la mega-televisación en vivo y en directo, o la explotación de negocio adicionales como el de los video-juegos para las consolas caseras desarrolladas por Sega y Nintendo.
Italia ’90 fue mojón de un auténtico quiebre geológico en el fútbol y en la humanidad: no hubo otro Mundial en el que el después fuera tan distinto al antes, tan novedoso e irreversible (con lo bueno y lo no tanto). Ni Cortina de Hierro ni pases a las manos del arquero. A partir de ahí, globalización con partidos a domicilio por la tele y jugadores a mano de los joysticks. Una “nueva normalidad” que la FIFA planea reactualizar treinta años después a través del negocio del e-sport, expandido con ligas nacionales y hasta una Copa del Mundo interactiva como sublimación o paliativo de un espectáculo menguado con leds en las tribunas y cantitos reproducidos por altoparlantes. La vida, mientras tanto, será eso que pase entre restart y restart.