A comienzos del siglo XXI el derecho a la unión conyugal fue cobrando peso dentro de la agenda internacional de organizaciones gay-lésbicas. En Argentina, el activismo supo introducirse en todos los frentes: proyectos legislativos, litigio estratégico y finalmente diálogo con un ejecutivo que había hecho de los derechos humanos una de sus banderas. Acordando con la politóloga Renata Hiller, estas demandas se albergaron en las instituciones de la democracia liberal republicana legitimándolas como espacios para la agonización del conflicto político-sexual. Son varios los hitos en esta historia: el reconocimiento de la unión civil en Buenos Aires (2002) y la presentación, traccionada por el socialismo, de proyectos de ley de matrimonios para personas del “mismo sexo” desde el año 2005 hasta su debate parlamentario en 2010. En 2007 comenzaron a extenderse los pedidos de amparos judiciales a partir de un caso que llegará a la Corte Suprema, el de María Rachid y Claudia Castro.
El mismo amor, los mismos derechos
Tras ácidas desavenencias, para 2010 un proyecto de ley con media sanción parlamentaria contaba con el apoyo de su principal impulsora, la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans (FALGBT), la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), un sinnúmero de activistas, micro-grupos y un elenco de representantes político-partidarios. En el medio se discutió y mucho: ¿por qué reclamar una institución nodal del control de la sexualidad moderna? ¿Por qué no ir por una versión más secular como la unión civil? ¿Vamos aceptar la exigencia de fidelidad? ¿Sería estratégico postergar la adopción? ¿Nos entregamos a un proceso de normalización sexual? ¿Quién encabeza la marquesina?
Finalmente la cuestión del amor y la responsabilidad parental, introducidos desde saberes psi, dieron brillo a la correctísima imagen de la pareja gay-lésbica. Pero la táctica que prevaleció fue el argumento de la igualdad: de “matrimonio gay-lésbico” pasó presentarse como “matrimonio igualitario”. Este proceso de mutación discursiva fue clave para la aprobación de la ley. Bajo estos términos, el matrimonio no debía ser reservorio de heteros pero tampoco una demanda gay-lésbica sino un derecho para todos. Se asiste al paso de una demanda centrada en la diferencia a una posicionada críticamente en la igualdad. Aquí es cuando una superficie popular-kirchnerista se mostró favorable a alojar la protesta sostenida tras largos años por la FALGBT y aliadxs. En un clima conmemorativo por los doscientos años de la Revolución de Mayo, las organizaciones supieron digerir ese contexto bajo sloganes como “los mismos derechos con los mismos nombres” y “bicentenario con igualdad”.
Este paso de una demanda particular a una popular permitió extender el tejido de alianzas, aceptación social y también reubicó el debate parlamentario. La fuerza de la igualdad se expresaba política pero también jurídicamente: el matrimonio debía ser un derecho para todos porque somos iguales en dignidad moral.
En pocos meses las organizaciones habían logrado el apoyo de sindicatos, iglesias, representantes partidarios, centros estudiantiles, feministas (históricamente sospechosas del “matrimonio” para las mujeres), organismos de derechos humanos, universidades, medios de comunicación, un inédito activismo “online”, un elenco de artistas (de Calamaro a Norma Leandro) y tanto más. El intento del actual Francisco I por encuadrar el conflicto como el de una “guerra de Dios contra el Padre de la mentira” debe leerse como un esfuerzo desesperado por reclamar para sí un pueblo cuando el “matrimonio igualitario” contaba con aceptación social. Ya era tarde. Al conservadurismo religioso le jugó en contra su subestimación heterosexista.
Durante este proceso político la “igualdad” también borraba diferencias que importan. El propio activismo trans-travesti sabía muy bien que ese “matrimonio igualitario” no era para todxs puesto que aún no existía un reconocimiento legal de la identidad de género. Sin embargo, con la ley, la figura del matrimonio “entre hombre y mujer” fue remplazada por la de una fluida noción de “contrayentes”. Se incorporó así una indistinción sexogenérica que prefiguraba la revolucionaria ley de identidad de género (2012) en el sentido de volver irrelevante la categoría jurídica de sexo.
Matrimonio: punta de lanza
La “comunidad LGBTI” pudo inscribirse como pueblo y disputar significantes con su adversario que animaba la caída de la nación, la garantía del futuro a través del resguardo cis-heterosexual de las crianzas, un estado de naturaleza de “mamá y papá” y hasta determinismos etimológicos. Podría afirmarse que la protesta por el matrimonio igualitario se engarzó en la cadena popular-kirchnerista de igualdad de derechos. Pero no se restringió allí. El “matrimonio igualitario” posicionó como nunca antes al movimiento de disidencia sexual y de género ante el Estado abriendo una red de protestas que llegan al presente inmediato.
Un inapropiado dildo gigante y furioso orbitó delante del Congreso durante las movilizaciones. Con su presencia, llevaba lo sexual al terreno del derecho y la política exigiendo representación y reconocimiento. Con su exceso, advertía un resto no del todo politizable y conflictivo de la sexualidad que persiste hasta nuestros días. Un margen crítico que en su momento Susy Shock sintetizó bajo el sintagma “que otros sean lo normal”.
Hoy celebro diez años de mi derecho a no casarme y de permanecer críticamente disidente al matrimonio. Pero la polarización de 2010 nos enseñó, entre otras cosas, a no construir enemigos de paja y a la importancia de las coaliciones estratégicas. En un mundo donde el neofascismo defiende fervientemente la familia nuclear heterosexual contra la “ideología de género”, el derecho al “matrimonio igualitario” tiene una radicalidad político-cultural incluso mayor a la que la tuvo hace diez años.
Tal vez, solo tal vez, este sea también el escenario propicio para seguir cuestionando la centralidad que tiene el matrimonio para la adquisición de derechos e imaginar, hacer valer, vibrantes afectaciones y parentescos extraños.