El día que en el Registro Civil escuché del juez “todo derecho genera obligaciones” concluí que el matrimonio igualitario (o universal, para ser más ajustados) sería el ejemplo más radical de un adocenado igualismo.
Pedro Lemebel llamaba “las igualadas” a las muy piripipí activistas del colectivo lgtbi chileno "Iguales". ¿Sería yo, desde entonces, otra de ellas; la libreta de familia, en otro envoltorio, un sucedáneo de carné de buen vecino puto, con su glosario de goces y deberes?
“Aunque no exista más la figura del adulterio como delito, ustedes están moralmente obligados a ser fieles, a no mentirse, a darse protección y sostenerse emocionalmente”. Entonces, peor todavía: ahora la fidelidad sexual dependería de ese amo inclemente, la (mala) conciencia, y no del miedo a la ley pública.
Por supuesto, el funcionario que nos casó intuía, como buen conservador, que el acto que sellaba frente a dos caras poco conmovidas (y a unos anillos fraguados de apuro que no entraban en los dedos índice) tenía más de performance bufa que de compromiso conyugal. La derecha tiene buen olfato.
Pertenezco, sin duda, a la estirpe de esos homosexuales alimentados desde chicos en un orgulloso -mefistofélico, residual- e íntimo resentimiento, previo al orgullo colectivo. Asocié siempre deseo con deriva o anarquía, y la inclusión con la serialización; la intensidad con las deliciosas periferias urbanas. Preferí, de contrera, el epíteto clínico de perverso al de diverso (a fin de cuentas, la perversión tiene linaje literario). Me siguen aterrando los honores sexuales acreditados por el Estado, el consumo o los medios.
Anyway, había militado, como la mayoría, en la gran épica jurídica “los mismos derechos con el mismo nombre”. Aquella madrugada de julio de 2010 festejé la consagración extática de un derecho universal, pero sabía que debía repudiarlo de inmediato: lo que se posee, ya no se posee. Un derecho aquirido a sangre y fuego redime, a la fuerza, a las generaciones pasadas, incluso a las que abominaron de la institución matrimonial.
Por más irritante que aquella me suene, no olvido cuando Carlos Jáuregui exigía el reconocimiento legal de las parejas homosexuales para que nadie quedara, como él, en situación de homeless, si enviudase. Después, Didier Eribon me terminó de convencer cuando escribió que hay algo muy sinuoso y cómodo en ciertos discursos supuestamente antinormativos que nos sitúan a los homosexuales en estado de rebeldía simpática y permanente. Si nos casamos, nos estamos traicionando. A veces viene bien traicionarse, y en todo caso a cada uno según su sentir y su experiencia.
Hoy creo que exageré el anticonyugalismo. No importa cuánto de real hubo en mi matrimonio -qué mayor verdad que casarte sin estar impelido por los fantasmas del amor romántico- sino que es injusto olvidar con cuánta verdad sí luchamos por lograr ese derecho. Con qué delirante discurso las instituciones, organismos y personajes más reaccionarios del país se habían opuesto, como en Francia el psicoanalista André Green: la inefable senadora maestra Chiche Duhalde denunciaba un inminente tráfico de esperma para inseminar no sé que cuerpos, y hasta tours del primer mundo que vendrían a abusar de niños adoptados. Green, un poco más sofisticado, creía que los niños se volverían psicóticos. Entre espermófagos enloquecidos, psicosis y anulación de la diferencia sexual, el apocalipsis green-duhaldiano nunca llegó, pero la cabalgata circense del bolsonarismo global lo reverdece. Tal vez se convencieron (Green se murió, Chiche es la mitad de un ave fénix) de que estaban dando por el pito gay más de lo que el pito gay valía.
Es cierto que a Lohana Berkins la ley no le movía un pelo porque las travas soñaban menos con casarse que con extender y despejar la expectativa de vida. Ni tampoco a los putos o tortas de extramuros, ajenos al mercado y al modelo. Proliferó, para los incluidos, el wedding planner, la gentrificación de la existencia, ahora con libreta.
Pero ese riesgo de asimilacionismo que se corrió, y en el que en parte se cayó, resuena de otro modo en el actual panorama político internacional, cuando en nombre de una lucha “contra el neomarxismo” (la machacosa ideología del género) los neofascistas en el poder abogan, renovados, contra el reconocimiento de derechos lgtbi mientras, como el Vox de España, critican, crapulosas, la violencia contra los homosexuales. Porque pasamos de creer que debíamos rebelarnos contra la administración del deseo por parte del poder neoliberal -también el deseo de ser reconocidos como consumidores matrimoniables serializados- (Alan Badiou escribió en un manifiesto que debíamos, hoy, ser implacables censores de nosotros mismos) a temer por nuestra libertad de expresión y, más aún, por nuestra seguridad.
Cuando el neofascismo está ganando bancas parlamentarias y gobiernos en todo el planeta, las personas lgtbi que renegamos contra leyes univesales como el matrimonio, por defender nuestra exquisita diferencia, encontramos que la diferencia, a fin de cuentas, no se había evanescido. La extrema derecha nos la regresa, en pleno apogeo jurídico, con moños y granadas. Ahora, compañeras, a seguir defendiendo el matrimonio (y la ley de identidad de género) desde la diferencia, más que nunca, como si fuese el 2010.