Una alegría eufórica nos llegaba de lejos, como un eco misterioso, pero de alguna forma la sentíamos cerca. Ese 15 de julio de 2010, la sanción de la ley del matrimonio igualitario evocaba un sentido de pertenencia al que todavía no podíamos ponerle palabras con nuestros diez años. Nos sentíamos parte de algo, sin saber muy bien cómo ni de qué. Es evidente, por una cuestión de edad, que no estábamos atentxs al debate en la Cámara de Senadores. Pero rescatábamos detalles que se filtraban en nuestras cabezas, pequeños indicios de quienes éramos y a qué nos enfrentábamos. Escuchábamos hablar de dios y de un orden natural, llegaba a nuestros oídos un desdén que tampoco entendíamos del todo. Discusiones que circulaban a nuestro alrededor, en la escuela, internet o la mesa familiar. No nos llamaba la atención el matrimonio en sí mismo, nos llamaba la atención el primer sabor de los derechos conquistados.
Hace 10 años, la capa que separaba el universo interno de nuestras infancias del mundo de afuera, con toda su hostilidad, se empezaba a descascarar. Así lo explica Mabel (@estoesmabel), performer de 22 años: “En mi niñez veía lo gay y lo queer como algo que existía pero que era lejano a mí. Pensaba: “está bueno que exista, pero vos no sos eso”. Me quería casar y tener hijos, esa era mi idea, “escucho a todas estas cantantes pop, pero bueno, seré un padre de familia femenino”. Me sentía muy ajena a ese universo. El pop siempre me acompañó pero yo pensaba que era un varón femenino y ya. Cuando salió la ley tengo un recuerdo muy firme de estar en el auto con mi mamá y un amigo mío, y en el camino sonó la noticia en la radio. Yo expresé mi felicidad y mi amigo dijo que a él no le parecía bien porque todos los chicos tenían derecho a tener un papá y una mamá. Y a mí eso me quedó resonando mucho, yo no entendía eso que él decía.”
Tuvimos la suerte de crecer en una época donde las advertencias y las señales de alerta se hicieron presentes a medida que crecimos. Aprendimos a tiempo cuáles eran los peligros de la monogamia obligatoria, de la heterosexualidad como régimen político. Desde una mirada disidente actual, que se resiste a la norma sexo-genérica, una ley del matrimonio atrasa. Rechazamos esa cultura heterosexual que disciplina y devora, ese “love is love” que reduce nuestras identidades a slogans vacíos. Podríamos asegurar que el matrimonio como proyecto de vida nunca fue un gran atractivo para la generación posmillenial, a penas algún sueño de la infancia. Aún así, la sanción de la ley influyó en la construcción de nuestras identidades, en la forma de relacionarnos y de poner el cuerpo. En principio, nos hacía visibles, un efecto similar al que tuvo Glee, la exitosísima serie estadounidense que, emitida ese mismo año, obsesionó a nuestra generación con el elenco de personajes más diverso sexualmente que habían visto nuestros ojos preadolescentes. Por más superficial que parezca, estos dos hechos -comedia musical y aprobación de una ley- permanecen juntos y se fusionan nuestra memoria colectiva, llaves que abrían posibilidades nuevas. “Me cuesta discernir si en la primaria me empezaron a tratar mejor a raíz de Glee o de la ley del matrimonio igualitario, que fue el mismo año” reflexiona entre risas Guido, de 20 años. “Hasta el día que se aprobó la ley, las distancias que yo sentía con las personas eran distancias que establecían ellas mismas. Mis compañeros que usaban puto y maricón como insulto, o mis familiares que me preguntaban si tenía novia.
A raíz del debate por la aprobación de la ley me enteré de que había un distanciamiento que venía de parte de las instituciones. En ese momento no lo podía verbalizar de esta forma, pero de repente sentí que no solo me remarcaban las personas que yo era diferente de lo “esperado” o “deseable” si no que había algo más grande que también me diferenciaba y se distanciaba de mí”. Además, recuerda un primer acercamiento a la militancia que vendría más tarde: “Cuando se aprobó la ley estábamos en casa con mi familia y salimos a “hacer ruido” en una esquina donde no había nadie más que nosotros y dos señoras. Fue muy raro porque además de empezar a entender mi identidad celebraba algo que mucho no entendía cómo me pertenecía, donde entraba yo en esa victoria, más allá de tener algún día la posibilidad de casarme. Que hoy en día me parece algo ajeno y rarísimo, pero a los diez años era una cosa de ciencia ficción. Y fue una suerte de epifanía latente. Hoy en día entiendo que tengo una deuda histórica con una comunidad que militó y luchó para que yo viva como vivo hoy.”