Poco antes de ser expulsado del movimiento surrealista, Antonin Artaud disparó una carta de muerte hacia ese grupo ecléctico que decidía cobijarse bajo las filas del Partido Comunista y eyectarlo de su viaje. “Hay todavía una aventura surrealista y acaso no ha muerto el surrealismo al buscar en el terreno de los hechos y la materia inmediata el resultado de una acción que normalmente sólo podría desarrollarse dentro de los marcos íntimos de la mente”, se preguntaba Artaud y al mismo tiempo fogoneaba esa búsqueda que, para él, ya no estaba en manos de aquellos jóvenes que lo habían acompañado en sus intentos por dar con esa “nueva especie de magia”.
Casi un siglo después, cuatro amigos criados en la ciudad de Santa Fe, bajo el nombre de Sig Ragga, retoman esa sentencia subidos a una base de reggae jamaiquino que va desdibujando los límites con la psicodelia, el jazz fusión, la música clásica y el rock progresivo. Disfrazados, maquillados, con un lenguaje inventado y buscando sus canciones en la literatura de Cortázar, las pinturas de El Bosco y Salvador Dalí y las películas de Fellini y Tarkovski, hoy presentarán su tercer disco, La promesa de Thamar, en el teatro Opera (Av. Corrientes 860). “Compartimos una visión más bien mágica del mundo, ponemos mucho énfasis en la imaginación –adelanta Ricardo Cortés, baterista y encargado de los diseños que acompañan a la banda en sus discos y recitales–. Si materializamos en sonidos y palabras una idea, es imposible no querer abrir un abanico más grande de expresiones.”
Las puestas en escena y las representaciones de esta banda a punto de cumplir 20 años de vida juegan un papel casi tan importante como su música. En el escenario, las túnicas blancas que los cubren se mimetizan con sus rostros y cabellos pintados por completo. En los videos, ese blanco espectral se contrapone a los profundos rojos, verdes y azules que se expanden dentro de imágenes oníricas y se van atando en una cadencia mucho más cercana al arte abstracto que a un video de difusión. Las muecas y movimientos robóticos se van disparando con acordes disonantes que tuercen las melodías. Todo se va correspondiendo con esa búsqueda surrealista de modificar la realidad a través de las emociones que se desprenden al aguijonear el inconsciente.
El primer disco de Sig Ragga, de nombre homónimo, salió en 2009. Para ese entonces ya llevaban más de 10 años tocando juntos. Las fronteras del reggae aún estaban más o menos claras cuando decidieron mudarse todos a la Capital Federal con el disco bajo el brazo. Casi sin dinero, pidiendo instrumentos prestados y tocando en vivo tres veces por semana, recibieron una noticia alejada de esa realidad. En medio de una organización caótica y tratando de adaptarse a un ritmo frenético y desconocido, “Resistencia Indígena”, una de las canciones del disco, había sido nominada a “Mejor canción alternativa” en los Premios Grammy Latinos. Esa distinción les abriría las puertas para viajar por Latinoamérica y tocar en Chile, Colombia y Costa Rica, y los llevaría a grabar su segundo disco en el desierto de El Paso, en la frontera de Estados Unidos y México, donde sus canciones los llevarían a plantearse preguntas que parecían estar alejadas de ellas.
“La música contiene muchos gestos y giros de otros lenguajes. La interpretación de una canción a veces es una situación más vinculada a lo teatral que a lo musical. Tengo que interpretar esta melodía, ¿de qué me está hablando?, ¿en qué estado tocarla? Hay que trabajar como un actor”, asegura Nicolás González, guitarrista de Sig Ragga. “Todo lo que hacemos es a partir de una necesidad expresiva, no de un planteamiento intelectual. De ahí la necesidad de crear un lenguaje propio que tenga sentido para nuestra composición. Sentimos que lo que hacíamos por momentos necesitaba unos fonemas o unas sílabas con determinada musicalidad que no estaban en el lenguaje que teníamos. Y los fuimos incorporando a las letras. No venimos de un bagaje académico, somos más bien autodidactas. Todo en la banda se fue dando de un modo intuitivo.”
Llegaron hasta Texas pidiendo plata prestada y descuentos al dueño del estudio Sonic Ranch, que se había interesado por la banda y también les pagó los pasajes aéreos. Era la primera vez que viajaban en avión. El crecimiento de Sig Ragga ya estaba intervenido por el productor Eduardo Bergallo. El les había conseguido el estudio y los había empujado a viajar. “A Eduardo lo conocimos cuando nos hizo el mastering del primer disco, y después ya fue nuestro ingeniero de sonido –recuerda González–. Compusimos y grabamos ese segundo disco completo en menos de dos meses.
Aquelarre salió en 2013 y les valió otras tres nominaciones a los Grammy Latinos: una como Mejor disco alternativo y dos a Mejor canción alternativa (“Chaplin” y “Pensando”). Sin embargo, el intenso proceso en la Capital Federal fue haciendo mella en la decisión de mantenerse a orillas del Río de la Plata. Los hermanos Gustavo y Ricardo Cortés –voz y teclados y batería respectivamente– se volvieron a Santa Fe junto al bajista Juan José Casals. Las charlas por Skype y los ensayos en solitario con las maquetas de las canciones grabadas fueron el puente para llegar a un nuevo disco. Construyeron una sala propia en Santa Fe y se internaron allí durante casi seis meses para grabarlo.
“Esta vez quisimos trabajar de un modo mucho más familiar. Y ver cómo resistían las canciones el paso del tiempo”, explica Nicolás González, el único miembro que quedó en Capital Federal. En la presentación de La promesa de Thamar, Sig Ragga hará un recorrido sin invitados por todos sus álbumes, a través de la lista de canciones más larga que armaron hasta ahora. “Sentimos cada recital como un ritual en el que nos vamos metiendo desde que nos maquillamos y nos disfrazamos”, subraya.