Se me ha invitado a emitir una opinión sobre cuál va a ser el escenario de la Argentina en la post-pandemia. Más allá de que es una pregunta que no puede ofrecer una certeza como respuesta, sí nos permite hacernos otras preguntas: ¿hemos aprendido lo suficiente respecto de la protección de la naturaleza? ¿Hemos entendido que la única manera de conservar nuestra salud es si enfrentamos solidariamente las precauciones y las soluciones? ¿Comprendimos de una vez por todas que al fin y al cabo lo que importan no son los bienes y servicios que nos ofrece el mercado, sino los afectos y los vínculos que somos capaces de construir?

Las respuestas a esas preguntas son la clave para imaginar un escenario futuro. Sin embargo, entre tantas incertezas, hay algo que con toda seguridad va a formar del paisaje de la Argentina y de todo el mundo en el período pospandemia: la abrumadora penetración de las tecnologías digitales en la vida cotidiana en sectores y espacios que antes no la tenían y la confianza general en que las tecnologías van a resolver de mejor manera que antes todo tipo de problemas que se nos presenten. Entre ellos, que las tecnologías nos van a ayudar a predecir potenciales próximas pandemias, a generar modelos que hagan previsible por dónde circulan los virus y las enfermedades, que gracias a las tecnologías digitales vamos a continuar vinculados a pesar de las cuarentenas, que los procesos de enseñanza y aprendizaje van a mejorar porque incorporan nuevos tipos de prácticas más acordes a los modos de aprender de los “nativos digitales”.

Frente a esta confianza en las tecnologías digitales, en algunos grupos se han reactualizado los debates acerca de los riesgos vs. las bondades de las tecnologías. A modo de ejemplo, junto a cándidos entusiasmos se alerta acerca de la peligrosidad de los sistemas de vigilancia y recolección de datos personales, cuando se hace los utiliza de manera indiscriminada y con objetivos poco claros.

Sin ánimo de alentar falsas dicotomías, es importante señalar con toda claridad que ninguna tecnología es neutra en la medida que su construcción/desarrollo se inscribe en un conjunto de pautas y marcos de interpretación de la realidad. Por lo cual, llevan impresos ciertos sesgos u orientaciones que expresan los valores de las personas, las empresas y los grupos sociales que las producen. En ellas, se pone en evidencia lo que importa, lo que es válido y lo que es valioso para esa sociedad en un momento determinado, y lo que no lo es.

Si pensamos en las tecnologías digitales que tan aceleradamente han eclosionado en nuestra vida cotidiana (pensemos que hace tan sólo 25 años no podíamos imaginar muchas de nuestras acciones cotidianas que hoy ocurren con la ayuda de ciertos dispositivos y aplicaciones digitales), el solo hecho de que el acceso a ellas no sea universal, ya está expresando su falta de neutralidad. Porque no se trata sólo de para qué se las usa (como muchas veces se argumenta para fundamentar su supuesta neutralidad), sino quién las usa o las puede utilizar, a quién le esta posibilitado y a quién no.

Por otro lado, para ejemplificar con el campo educativo, la utilización de ciertos software de evaluación, cuyo objetivo es vigilar a los estudiantes que están realizando un examen virtual a fin de que no puedan copiar durante el examen, el supuesto que subyace en esta aplicación expresa una visión de la educación que se contrapone claramente con la tradición latinoamericana, que entiende la evaluación como un proceso (y no un momento único, el del examen), junto con la idea de que el educando no es recipiente vacío que necesario rellenar con contenidos.

En definitiva, a la falta de certezas acerca del futuro, se suma hoy la emergencia de nuevas controversias que nos permiten discutir qué queremos para el futuro, pero también para el presente, y qué lugar queremos ocupar en esa construcción.

Esa es la apuesta más importante de las universidades públicas. En ese lugar queremos estar: el de la controversia y el debate democrático.