Hay dos maneras de pensar la escritura. Una, pone el acento en el carácter terriblemente individual del acto y nos presenta al escritor como una persona alejada de la experiencia inmediata de la historia, sumergida en su más absoluta individualidad, que arma una obra que, por un acto que parecería mágico si negamos su reflexión, sintetiza esa misma época. La otra manera, subraya la necesidad de romper con este modelo para revelar que el escritor puede y debe escribir desde el suceso histórico mismo, sumergiéndose en sus contradicciones, en sus problemas, en el más auténtico trajín de la vida en movimiento: la época está en su obra porque vive del mismo aire. O la escritura literaria es un acto solitario, o la escritura literaria es un acto más dentro de una lucha colectiva. O se escribe en silencio, o, a la manera de Arlt, con el sonido insoportable de las máquinas en funcionamiento (todas, incluso, la de escribir). El ensayo recientemente editado por La Cebra de Maximiliano Crespi, La revuelta del sentido, es un trabajo que recupera el pensamiento en torno a la literatura del filósofo argentino León Rozitchner (1924-2011) para encontrar un punto de articulación entre esos extremos sin por eso buscar el empate. Todo lo contrario: hay en León Rozitchner una puesta tan por delante del cuerpo que cada intervención crítica de este filósofo en relación a la literatura (o a cualquier otro tema) retoma el título de la novela de uno de sus compañeros de Contorno, David Viñas, y no es otra cosa que un enorme y convencido “dar la cara”.
“El trabajo filosófico de León Rozitchner constituye un programa de liberación política elaborado sobre un sensualismo del contacto y la reciprocidad”: así se define al comienzo del ensayo toda la labor intelectual de este pensador argentino que, con el paso del tiempo, se convierte más y más en nuestro contemporáneo. Básicamente, porque depositó a lo largo de varios libros la idea de que el acto de pensar tiene que ver, en primer lugar, como su punto de origen ineludible, con el cuerpo. En ese marco, la literatura se convierte en un acto de compromiso con esa experiencia radical de la sensibilidad que, al ser auténticamente propia, abre un camino de comunicación con el otro. Tal como lo presenta Crespi, el acto literario es, ante todo, un acto de comunicación, y por lo tanto es una búsqueda en aquello terriblemente individual lo que permite entrever el vínculo con los demás, siempre a partir de esa suerte de verdad relativa que el sujeto exhibe como índice de realidad. O sea, porque soy yo en tanto siento esto, en tanto experimento a partir de mi cuerpo, puedo comprender al otro. Tal como se adelantaba en su primer libro, Persona y comunidad. Ensayo sobre la significación ética de la afectividad en Max Scheler (1962), la empatía con el otro es uno de los problemas fundamentales de la filosofía de León Rozitchner, y es allí donde hay que buscar la clave de su interpretación de la literatura.
Pero, claramente, ese tipo de definiciones empuja a repensar a los autores del ámbito nacional para encontrar dónde está la escritura que este programa de emancipación (que poco tiene que ver con un “sistema”) está proponiendo como valedera. Así, Crespi repasa textos primeros de Rozitchner, como “Comunicación y servidumbre: Mallea”, un extenso artículo publicado en el número 5-6 de Contorno, ejemplar monográfico dedicado a la novela argentina; o la crítica sobre la obra de teatro El juez de Murena en el número 8 de ese antecedente de Contorno, la revista Centro de la UBA. En ambos trabajos, el primero prolongación del segundo, se establece que la escritura de Murena y Mallea presentan, cada uno a su manera, modos de la escritura que rompen ese vínculo comunicativo que lleva al sujeto autor a formar comunidad con el otro lector. O, mejor, presentan un tipo de escritura que colabora por su hipocresía con la moralidad burguesa. Murena, en El juez, por no avanzar sobre una ubicación epocal del drama presentado, deteniéndose un paso antes de su “actualización histórica”, convierte la obra menos en un trabajo que pone en contexto la sensación de culpa que flota en ella y más en el “drama del culpado que acepta la culpa”, a la manera de algo inmodificable. Obviamente, ese tipo de construcción literaria termina validando como inevitable el orden del mundo tal como se encuentra. Ese proceso de reificación, que inmoviliza la culpa para convertirla en algo que sólo puede aceptarse, vuelve a repetirse en la escritura de Eduardo Mallea, que hace que la escritura siga el mismo recorrido para convertirse en “cosa” en sentido estricto: la “cosa autor” y la “cosa obra”. Dos elementos que cristalizan y detienen la idea que está en la base del pensamiento de Rozitchner en una línea sartreana asumida como propia: la escritura es una acción que va hacia la obra en un movimiento progresivo, pero que también implica conectarse con la vida, con el compromiso con la vida, en un movimiento regresivo. Ir hacia la obra y volver hacia la vida, el único contenido de verdad que la literatura como comunicación supone.
Rodolfo Walsh, David Viñas y Macedonio Fernández son los que evidencian que otra escritura es posible. Walsh y Viñas, como modelos del escritor militante, y Macedonio Fernández, como sorteo de la trampa metafísica, escapándole a la Muerte (en mayúscula), regresando a una instancia de amor maternal que rompe esa inmovilidad. La figura de “Elena Bellamuerte” es un salvoconducto que permite regresar de la Muerte en mayúscula a la muerte en minúscula, esto es, una muerte que es parte integral de la vida y no aquello que la escritura metafísica y no-comunicativa termina levantando como mito. Antonin Artaud, como un ejemplo de escritura por fuera del horizonte argentino, implica otra escritura que rompe esa inmovilidad burguesa, patriarcal y abstracta para convertirla en un cuerpo maternal pensante, que desborda corporalmente el modelo del escritor burgués. Roztichner, así, es lapidario: la “soledad” del escritor es sólo el resultado sensible de alguien que produce una obra que es leída por el público equivocado, el burgués, que lee hasta al más rebelde de esa prole como una “revuelta inofensiva”, un acto vacuo. Así, se forma un círculo vicioso: el escritor se somete como sujeto a ese público y su moralidad y renuncia a la sensualidad revolucionaria para escribir lo que su público (primero equivocado, luego, el único que queda) le pide. Sería, en literatura, la pena que Charly llevó a la canción: “Para quién canto yo entonces”.
Maximiliano Crespi logra en La revuelta del sentido un ensayo ágil que seduce con una retórica embebida en su objeto. La idea de Rozitchner es clara: no hay vida por un lado y literatura por el otro, sino que la literatura es una actitud frente a la vida, una que puede ser sumisa o rebelde, como cualquier persona, como cualquier cuerpo pensante (en un sentido que nos recuerda a Spinoza). Para Rozitchner, la literatura puede desarmarse como mito para convertirse en un acto. Todo su esfuerzo intelectual puede resumirse en una propuesta: resolver la trampa en donde cae el progresismo al poner “la cabeza a la izquierda y el cuerpo a la derecha”, para hacer un cuerpo de izquierda que piensa y siente. Mejor, que escribe y lee.