Un dato que tal vez no es conocido: en Argentina, una de cada 17 familias no tiene heladera, y en las provincias del norte esa falta afecta a una de cada 7 familias.
No tengo la cifra para el AMBA, pero supongo que como mínimo son decenas de miles los que carecen de heladera.
Y es oportuno pensarlo ahora que el virus ha demostrado ser inteligente (si cabe decirlo de algo que se discute si considerarlo vivo), y ser enormemente flexible. Porque no trabaja sólo. Tiene aliados que pavimentan el camino de su formidable propagación.
Justamente, el primer aliado es la pobreza: si la gente carece de heladera, debe salir a comprar alimentos diariamente, con lo cual, y sobre todo en los barrios vulnerables, se debilita el aislamiento social. Eso si no contamos que aunque tengan heladera una porción de los pobres sólo tiene bolsillo para comprar el consumo del día, y muchos más deben igualmente salir cada jornada a hacer la changa para subsistir.
Estos datos se suman al hacinamiento de las viviendas y la falta de conexión a las redes de agua, y se refuerzan con este otro de que las cifras de familias sin conexión a Internet en la pobreza son muy altas y, entre otras cosas, el aislamiento de sus hijos es casi inviable.
Todo redunda en población que no puede defenderse del virus aislándose y guardando los protocolos de higiene, y así contribuye involuntariamente a su propagación.
El virus se encontró con un gobierno que le cerró el paso muy tempranamente y puso el eje en los cuidados. Pero consiguió otros socios en la vereda de enfrente: la cúpula del macrismo que, junto con los grandes medios, operan para debilitar la disciplina colectiva hacia la cuarentena. Por un lado, planteando que el perjuicio que la cuarentena provoca a la economía será un mal mayor que el número de infectados y de muertos. Por otro lado, con una acción sistemática para asociar el gobierno a una dictadura (“infectadura”), y culpar tambièn a los cientìficos que asesoran a las autoridades.
Esa es una ayuda especial para el bicho que tiene coronita, porque es difícil no ver la influencia que tiene la acción opositora de desgaste en muchos comportamientos que desoyen los cuidados.
Desde luego que subestimar la pandemia encuentra también campo fértil en una población que no ha tenido experiencia en un fenómeno semejante y a la cual le resulta muy difícil vislumbrar los alcances del daño y la peligrosidad y, en consecuencia, disciplinarse en el confinamiento, porque, claro, trae nuevos problemas. Pero cuando quienes han gobernado hasta 2019 desacreditan la política de cuidados, ganan espacio la confusión y el virus.
¿Quién más se pone a disposición de los contagios? Las decenas de miles de convencidos entre los sectores sin urgencias económicas y sociales de que “A mi no me va a pasar nada” o de que “Es sólo una gripecita”.
También ayudan a que suba la curva algunas obras sociales y prepagas que buscan contener la demanda.
Por otro lado, la pandemia y los confinamientos no son un tema sencillo para industriales, comerciantes y prestadores de servicios que ven tambalear sus empresas.
Y una enorme zona liberada para el virus en la Argentina se encuentra en lo que Guillermo O´Donnell llamó “ciudadanía de baja intensidad”.
La mexicana Gloria Guadarrama Sanchez sostiene que una buena parte de los obstáculos que enfrentan las democracias contemporáneas se ubican en el ámbito de las reglas no escritas ¿Qué son esas reglas no escritas? Son las que funcionan al margen de prescripciones y atribuciones legales; pero que, al mismo tiempo, aunque truchas son reglas compartidas socialmente. Todos las conocen y, lo importante, son coercitivas porque hay formas de sanción para quienes no se comporten según estas normas “por izquierda”.
En un tiempo en que los gobiernos y los Estados carecen de buena prensa buscar atajos para eludir las normas escritas, “lubricar” a funcionarios para que hagan la vista gorda “porque si no, no puedo trabajar”, pagar por gestiones “por izquierda” gozan de prestigio. Negarse a ser parte de esa ilegalidad no sólo se paga con las múltiples trabas de la burocracia sino que puede traer otros perjuicios.
El ciudadano de baja intensidad es reconocible hasta en los “detalles”: desde no levantar la caca del perro, dejar la basura fuera de los contenedores, ignorar el semáforo rojo, evitar el barbijo en cuarentena porque es incòmodo, burlarse del aislamiento, conseguir permisos truchos de circulación o circular sin ellos, ocultar contagios, esconder empleadas domésticas, niños o amantes en el baúl del auto o celebrar fiestas en pleno confinamiento.
El ciudadano de baja intensidad contagia e infecta. Todos sabemos que hay un folklore del chupahuevismo arraigado en parte de los ciudadanos. Esa conducta viene con una coartada ideológica que sería, más o menos, así: “Mi transgresión es un hecho aislado que no va a alterar el órden general”.
Pero el virus tiene una respuesta para eso: en medio de una pandemia la potencialidad de contagios que tiene cada persona infectada crece en forma exponencial. Tenemos ejemplos a mano de burladores de la cuarentena que, solitos, contagiaron a decenas de desprevenidos.
Por suerte, el covid-19 no encontró a una sociedad dispuesta a allanarle el camino. Pero, cuidado, esta es otra de esas circunstancias en que una minoría a contramano adquiere una enorme capacidad de daño.