Park Won-soon, el “progresista” alcalde de Seúl con su tercer mandato en ejercicio -candidato a la sucesión del presidente Moon Jae-inn-, figura central de las luchas contra la derechista expresidenta Park, se suicidó en el bosque del Monte Bukak. Las autoridades dieron cuenta del hallazgo de su cuerpo el jueves después de que familiares informaran en la noche del miércoles que había desaparecido esa mañana. Esto es bastante común en una cultura donde la muerte voluntaria se llevó al ex presidente Roh Moo-hyn, al ex vicepresidente Lee Ki-poong, a otro vicealcalde de Seúl y a un popular intendente de Busán, segunda ciudad del país. Lo usual es que se autocondenen a muerte al descubrírseles nexos corruptos con un chaebol, esos grandes conglomerados económicos como Samsung, Hyundai y LG que crecieron al amparo del dictador Park Chung-hee casi sin reglas ni controles del Estado y sí muchos beneficios que aplastaban a la competencia a cambio de sobornos. No fue el caso del hasta hace tres días intendente Park Won-soon, un fuerte crítico de los turbios nexos entre el Estado y las grandes corporaciones.
Apenas había trascendido en un diario la denuncia de una exsecretaria del alcalde y la posible emisión de un programa de TV refiriéndose a ciertos “contactos físicos indeseados” y mensajes telefónicos "inapropiados". Ni la justicia, ni la policía ni los abogados tuvieron tiempo de nada. Park Won-soon se declaró implícitamente culpable y se aplicó pena máxima, mucho más allá de lo que diría la ley en caso de ser condenado. La condena, en verdad, estaba a punto de hacerla la sociedad. Para evitar la mancha, Park no perdió tiempo y decidió irse “limpio” a la muerte, de acuerdo con el código de honor del mundo samurái que ha permeado a la península coreana desde tiempos en que fueron colonia japonesa y antes también.
Las sociedades con lógica confuciana -a diferencia del Occidente judeocristiano- operan por la vergüenza antes que por la culpa. Si el grupo ha señalado a uno de sus miembros por haber fallado en el mecanismo de la cohesión y buen funcionamiento general, el ostracismo al que queda condenado es tan terrible, que para muchos la única salida es la fatal.
Dentro del confucianismo y su culto al respeto de las jerarquías en función de reproducir terrenalmente la armonía cósmica del Tao -donde confluyen dos opuestos complementarios, el Yin y el Yang- pocos actos hay tan honorables como el suicidio por haber defraudado al grupo. En 2009, el ex presidente Roh Moo-hyn estaba a punto de declarar ante la justicia por posibles nexos corruptos cuando acabó con su vida y fue así reivindicado: ahora se lo recuerda con sumo respeto, incluso admiración. En esas sociedades del este de Asia las conductas suelen apuntar a evitar el conflicto. Por eso, tantos políticos no llegan siquiera al juicio y sobre todo, evitan la exposición de su falta.
En Occidente, lo común es que el acusado inmediatamente se declare inocente incluso ante la evidencia. Lo naturalizado es que actúe así: es a la justicia a la que le corresponde el fallo y no a él, quien debe defenderse. En países como Corea del Sur, a veces, todo resulta más veloz.
Dentro de los 39 países de la Organización para la Cooperación Económica y Desarrollo (OECD), la exitosa Corea del Sur tiene -desde hace lustros- la tasa de suicidios más alta por cada 100.000 habitantes: 23 (una de las más elevadas del mundo). Sudáfrica, en cambio, tiene solo 1. Las causas son múltiples, incluyendo hiperstress laboral y depresión por soledad y exceso en el estudio. Pero hay algo que sobrevuela a la mayoría de estos suicidios: el fantasma de Confucio.
El gran filósofo chino no fue más que un recopilador en Las Analectas de lo que estaba en el ambiente y los pensamientos: eran lógicas sociales que surgieron naturalmente durante milenios alrededor de las aldeas junto a un campo comunal de arroz. Allí, la tierra podía ser de todos y el trabajo cooperativo. Esto implicaba parcelar, sembrar, inundar, drenar, cosechar, acumular y repartir. El anciano mayor estaba en la cima de las jerarquías donde cada quien tenía un rol y procedimientos técnicos a cumplir, que debían respetarse a toda costa: el grupo completo vigilaba todo el tiempo, cada quien a sus pares y también a los de “arriba” y los de “abajo”. Se renunciaba a la individualidad con un gran espíritu de sacrificio en favor del grupo y un fuerte sentimiento de comunidad: había que seguir siempre el comportamiento grupal con sus reglas para mantener la cohesión. Primaba -y así es hasta hoy- un fuerte sentido del deber moral determinando obligaciones. La falta de un “mal gobernante” -incluyendo al Emperador- era apelable por escrutinio público. Así se gestó la cultura de una imagen de perfección que cada quien debe irradiar todo el tiempo. El día que la misma caiga, estará todo perdido.
No hay nada más repudiable que haber sido el engranaje que falló dentro de la gran maquinaria social, más aun si se está en la cima de la jerarquía. Cualquier pequeña irresponsabilidad ha afectado, históricamente, a la totalidad. Y esto es inaceptable en una sociedad que buscaría la “suprema armonía” y el “máximo rendimiento”.
El código de honor confuciano se transmite de manera intergeneracional: el sujeto hereda y transfiere la gloria y la pureza -o las manchas- del linaje de los antepasados a la descendencia: los ancestros están omnipresentes y de alguna manera también controlan. Es ante ellos -no ante dios- frente a quienes hay que rendir cuentas también, en una visión religiosa animista donde las almas no terminan nunca de irse.
En Occidente es casi inconcebible la muerte por “honor,” salvo en ciertos casos de pedofilia, una de las faltas más graves. En el este de Asia se considera a la vergüenza como la raíz de todas las virtudes. No existe tanto la idea del pecado: las disculpas no son ante dios sino ante el prójimo: se pide disculpas mediante una carta y se procede a ejecutar la pena con solemnidad: sino, no tendría valor de credibilidad el pedido de perdón. Cuando la vergüenza sobrepasa los valores más profundos de la sociedad, la autopena debe ser acorde a la falta. El suicidio como expiación es la forma más romántica de purificación.
En un contexto confuciano no hay nada peor que ser expulsado del grupo: la carrera del intendente Park estaba terminada. Y sufriría el repudio de su propia familia. Había “mancillado” su honor -aunque sobre todo dañó a la víctima- y no se tuvo piedad. Pero si ella no hubiese hablado, no pasaba absolutamente nada. Del otro lado del océano, Bill Clinton ofreció sus disculpas a la esposa y a la sociedad por su affaire sexual -aunque haya sido consentido- manteniendo así intactos su honor y credibilidad. Park Won-soon, a la manera en que “corresponde” en su lado del mundo, consiguió el mismo resultado.
Coautor con Daniel Wizemberg del libro "Corea, dos caras extremas de una misma nación" (Ediciones Continente).