Cuenta Primo Levi en el prefacio de Los hundidos y los salvados que los soldados SS se divertían en advertir cínicamente a los prisioneros: “De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vo- sotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no lo creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones de los historiadores, pero no podría haber ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las pruebas. Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque alguno de vosotros llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son demasiado monstruosos para ser creídos: dirá que son exageraciones de la propaganda aliada, y nos creerá a nosotros, que lo negaremos todo, no a vosotros. La historia del Lager (el campo de concentración) seremos nosotros quien la escriba”.
La disputa por el sentido sobre lo que pasó durante la última dictadura es quizá la batalla que más interesa en este momento a los defensores de los represores. Los juicios son imparables, al menos de golpe. Se contentan con demorarlos o con que los condenados, ya viejos, se vayan a sus casas. No falta tanto para que todos estén muertos. Pero luego quedará lo que digan las sentencias judiciales, lo que se enseñe en los colegios. Esa parece ser su principal preocupación: quién contará la historia de los centros clandestinos de detención y los vuelos de la muerte, de las torturas y de las apropiaciones de los niños. Porque, si a alguien le queda alguna duda, no discutimos sobre números.
Hace ya más de dos meses, Juan José Gómez Centurión, director de la Aduana, dijo en un programa de televisión que no hubo un plan sistemático para desaparecer personas durante la última dictadura. La postura oficial, difundida por un comunicado de la Secretaría de Derechos Humanos y replicada luego por algunos funcionarios a los que se les preguntó sobre el tema, fue que se trataba de una “opinión personal” que “el Gobierno” no comparte. ¿El “Gobierno” significa el Presidente, todos sus ministros, el resto de los funcionarios políticos que no sean Gómez Centurión (bueno, y Darío Lopérfido)? En fin, no quedó muy claro. Pero tampoco es el punto. El punto es que la palabra de Gómez Centurión quedó legitimada como una voz válida, una entre muchas, porque cada uno tendrá su opinión sobre lo que pasó. Ante esta situación, hubo quienes se alzaron pidiendo una condena penal. En Alemania y en otros países de Europa, negar o relativizar (para el caso es lo mismo) el Holocausto es un delito tipificado. En la Argentina no hay ese tipo de sanciones (y no está mal, pero ojo, que sí existe la apología del delito). Hay que explicar, enseñar, convencer. Lo peor de Gómez Centurión no es tanto lo que dijo, sino que era funcionario cuando lo dijo. Y que lo sigue siendo. Que no haya una sanción penal por lo que dijo no significa que no deba haber una sanción política. No hace falta enumerar todos los fallos que sostienen que sí hubo una planificación estatal para secuestrar y asesinar personas y desaparecer sus cuerpos, empezando por el del Juicio a las Juntas en 1985 y terminando por cientos firmados desde 2003 hasta ayer. Eso, sin tener en cuenta que el director de la Aduana es un carapintada confeso. Y que el artículo 226 del Código Penal sanciona con 8 a 25 años a quienes “se alzaran en armas para cambiar la Constitución, deponer alguno de los poderes públicos del gobierno nacional, arrancarle alguna medida o concesión o impedir, aunque sea temporalmente, el libre ejercicio de sus facultades constitucionales o su formación o renovación en los términos y formas legales”. Ok, Gómez Centurión no fue condenado, pero reconoció públicamente y hasta reivindicó haber sido parte de los alzamientos militares. Y el artículo 36 de la Constitución Nacional dice que quedan “inhabilitados a perpetuidad para ocupar cargos públicos” los autores de “actos de fuerza contra el orden constitucional y el sistema democrático”. Hemos establecido entonces que Gómez Centurión no debería ser funcionario aunque el Gobierno reivindique la “libertad de expresión”. Pero sus declaraciones dan cuenta de otra cosa que está ocurriendo: la habilitación social promovida o al menos consentida por el Gobierno para relativizar los crímenes del terrorismo de Estado. En esta tarea no tienen un rol menor comunicadores y medios de comunicación. En ese marco se pueden enumerar las reuniones secretas pero públicas de funcionarios con organizaciones que reivindican la represión o al menos buscan igualar las “violencias políticas”, como dice el Presidente. Y los cada vez más frecuentes editoriales, artículos de opinión y libros que buscan discutir lo que ya establecieron los tribunales, relataron los sobrevivientes e interiorizó la sociedad. Ni hablar del circo televisivo; pediríamos moderación a los colegas, pero para qué predicar en el desierto.
Por eso marchamos. Marchar para que vean que estamos escribiendo la historia. Y que somos muchos, muchísimos. Marchar. Y hablar, contestar. Aunque a veces nos canse repetir los argumentos una y mil veces y sentir que retrocedemos y nos enredamos en debates que creíamos superados. (Sí, confesemos que también nos hartamos de los 70, cuando “los 70” implica tener que volver a explicar lo mismo que hace veinte años en vez de poder contar otras historias, complejizar sobre los comportamientos, las organizaciones) Marchar para que nuestros hijos sepan por qué marchamos.
El sociólogo Daniel Feierstein explica en Seis estudios sobre el genocidio que las prácticas genocidas no culminan con su realización material (el aniquilamiento de una serie de fracciones sociales) sino que se realizan en el ámbito simbólico e ideológico, es decir, en la forma en que ese genocidio puede y debe ser pensado, recordado y apropiado. Y que en las sociedades pos genocidas los hechos aparecen con una recalificación conceptual, “pero no en la forma burda y evidente de la negación sino en el trastocamiento del sentido, la lógica y la intencionalidad atribuidos a los mismos”. En definitiva, que la forma de contar los hechos es en este caso parte de los hechos. Por eso los represores y su corte se lanzaron a terminar su trabajo ni bien vieron la oportunidad. Y por eso marchamos. Y por eso escribimos. Por eso contestamos obviedades a pesar del fastidio. Por eso festejamos encontrarnos. Y disfrutamos caminar juntos. Para impedir que concluyan sus crímenes.