Voy a intentar no borrar cada cosa que escribo. No borrar, no borrar me digo. Ponía tanta alegría en todo y eso a veces me enojaba. Esa forma de ver, única. Hacía ver de otra manera. Su mirada sobre las cosas. Siempre inspiradora. Siempre. Me sobrarán de ahora en más las dudas sin Rosario. Me envuelve una nube espesa y el pasado es demasiado confuso. Claro que no estaba preparado y claro que sabía y lo supe desde el comienzo. Me nubla todo lo que gira en el pensamiento. Rosario era mi amiga, nos queríamos mucho. Muchísimo. La calma con Rosario era siempre una calma viajera: cafés, librerías, muestras, conciertos, compras. Nos hablábamos por teléfono. Hola Ro qué hacías. Ahora no te puedo hablar. No, no es urgente. El enigma de su magnetismo y sus urgencias y su compromiso con cada cosa que hacía. Sus repentinos cambios de planes en la vida cotidiana y sus apuros. Tardé en entender tantas cosas y muchas recién las entiendo ahora. 

 Apenas la conocí, digamos que al muy poco tiempo, pasó sin escalas a mi lista de personas queridas y adoradas. La admiré. La necesité siempre y ahora la voy a extrañar mucho. Está bien, ya sé, está su obra y es impresionante. Pero igual la voy a extrañar. Fuimos muy compinches. Hacíamos rápido algunos trámites para ir a Los Galgos tomar café. Una vez nos regalaron un flan con dulce de leche. Nos invitaron de una de las mesas pero nunca supimos quien. Rosario ubicaba y ordenaba con amor mis ideas. Me organizaba lo que tenía que hacer. Se enojaba seguido conmigo con toda razón, siempre. Y por suerte se le pasaba. La acompañaba a hacer las compras. Comprábamos queso en una quesería que tenía buenos precios y nos gustaba sentarnos en la vereda en un bar que ya no está. Más de un vez pensé, incluso frente a ella, o especialmente frente a ella, me asombra esta mujer. Durante muchos años fuimos vecinos y volvimos a ser vecinos en dos o tres ocasiones más. Y por ahí sonaba el teléfono y era Rosario y a la admiración que me despertaba siempre le ponía paños fríos, ella. Somos amigos, me decía, vos podés llamarme todas las veces que quieras. Pasábamos seguido por el cotolengo a buscar y mirar cosas y casi siempre me pedía un cigarrillo. No fumaba, no. Compramos unas cuantas cosas en ese cotolengo, ropa y unos vasos. Todo por acá, por el barrio. Caminando con ella, nunca faltó de qué hablar y nos gustaba hablar hasta por los codos. Tan sabia y con una humildad tan poco habitual. De su trabajo, de su obra, ya se hablará y escribirá de aquí en más. No tengo dudas. Le debo tanto que nada viene al caso. No sé, trato de pensar en las veces que me protegió, que son muchas. En esa forma de tomarse la vida. Esa manera de ir al viento y sin collar. Incluso en nuestra última conversación me dijo vos sabés que yo siempre te defendí. Claro que lo sé. Lo sé bien. Rosario, Rosario, qué cosa. Me siento un tonto tratando de escribir algo. No encuentro las palabras. Me acuerdo cuando que te dije que quería actuar en Silvia Prieto e hicimos la prueba del casting frente a Martín Rejtman. Yo no soy actor ahora y antes tampoco, pero vos estabas tan segura que yo podía hacer ese papel. Y fue hermoso. Ahora me pasa que mientras escribo es como si me estuvieras viendo escribir y me da vergüenza. Sí no dejo de borrar y corregir. Me falta tu mirada amiga del alma. Te voy a extrañar tanto.

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Esta columna forma parte de la Nota de Tapa de Radar, que se completa con los artículos de Martín Pérez , Mercedes Halfon, Alan Pauls y Susana Pampín .