“Usted aprieta el botón, y nosotros hacemos el resto”. Así rezaba, textualmente, uno de los primeros avisos de la incipiente empresa Kodak, que luego llegaría a cubrir el enorme mercado mundial de la fotografía entonces en pañales. Pero, casi al mismo tiempo, esto decía la exquisita fotógrafa inglesa Julia Margaret Cameron (1815-1869), una de aquellas personalidades que ya desde sus comienzos percibieron (y demostraron) a la nueva técnica como arte: “Añoraba atrapar toda la belleza que me pasara por delante y, a la larga, creo haber satisfecho tal anhelo”.
Pocos testimonios ponen de relieve con tanta nitidez el doble sentido que afecta y acompañó a la fotografía desde sus orígenes: la posibilidad de ser un pingüe y excelente negocio destinado a las masas por un lado y, por el otro, la de constituir no sólo un nuevo lenguaje, el primero derivado de la técnica, sino también un cambio radical en la percepción pública alcanzada hasta ese momento con respecto a las artes que la precedieron.
Descubierta en 1822 por Nicéphore Niepce, e inmediatamente desarrollada por Louis Daguerre, que quizás un tanto injustamente vería bautizada con su nombre una de sus aplicaciones iniciales, el daguerrotipo, la prodigiosa invención no alcanzaría estado público sino en 1839, cuando fue adquirida por el Estado francés.
Muy pronto el revolucionario invento empezaría a conmover multitudes, pero no menos significativo es que fue precisamente en aquellos momentos iniciales, cuando su tecnología se encontraba aún en la etapa primitiva, poco desarrollada, que realizaron su espléndida obra algunos maestros de la fotografía como arte, concretando uno de los momentos más radiantes del retrato fotográfico.
Si hay en Europa una ciudad insignia de aquel momento clave, una urbe donde las arrolladoras mutaciones de la ciencia y la técnica alcanzarían un grado sumo, al mismo tiempo que se interponen, se fecundan y chocan con las no menos profundas renovaciones del arte y la literatura, esa capital es sin duda --como bien lo vio más tarde Walter Benjamin, que la llamó “capital del siglo XIX”-- la orgullosa París, la misma que prefería ignorar sus sombras para llamarse ciudad luz, centro y ombligo, corazón y cerebro del mundo en aquellos días de vertiginosa conmoción, de frenética creatividad. Sólo en París podían convivir, así fuera desde el boato o la miseria, desde la fama rutilante o el más opaco olvido, personalidades que estaban cambiando de raíz el rostro y el futuro del mundo guiados por la cegadora ilusión del progreso apenas material, con aquellas otras que en forma visionaria o inconsciente estaban percibiendo ya las inevitables consecuencias que ello acarreaba para la vida en sí, para la vida social e individual, pero quizá sobre todo para la vida del espíritu.
Pero lo más significativo, en aquella época de agudo enfrentamiento entre artistas y fotógrafos, e incluso hoy sorprendente, a pesar de que vivió toda su vida rodeado de escritores y artistas, es que haya sido Nadar (1820-1910) el legendario fotógrafo, quien realizó en su estudio, desde el 15 de abril al 15 de mayo de 1874, nada menos que la primera muestra de los impresionistas, aquellos muy grandes artistas rechazados entonces por todos los salones oficiales.
Pero una vida tan poblada de acontecimientos como la de Nadar no puede compararse con el alto nivel que supo dar a su oficio de fotógrafo. Nunca, en toda su vida, por exitosos que fueran, se planteó Nadar los retratos fotográficos con carácter comercial. No sólo se negó a colorearlos, un truco entonces bastante divulgado para atraer al gran público, sino que renunció siempre a todo elemento decorativo, de adorno o de composición.
Encarando sus retratos con el criterio de la pintura pero con el nuevo lenguaje de la fotografía, a la cual supo convertir en arte, sólo se sirvió de la luz natural, sin ninguna clase de iluminación artificial, así como del gesto, mirada y actitud de sus modelos y, ciñéndose por lo general --e incluso en sus autorretratos-- al rostro del retratado, consiguió no apenas reproducir sus meras imágenes sino captarlos, casi siempre a fondo, y revelar a cada uno de ellos en la intensidad de su inteligencia, de su espiritualidad, de su conciencia, aun de su genio.
Por lo general contra un solo plano de fondo, sin aditamento alguno, el rostro, desnudo no sólo en su materialidad, en su figura, y especialmente los ojos, alcanza muchas veces a descubrir sus almas. Y si los personajes son también protagonistas principales, es indudable que fue Nadar quien los elegía, y quien los concretó. (Si se quisiera evaluar su intensidad artística, recordemos que nada menos que Manet se basó en una foto de Nadar para su grabado de Baudelaire).
Para dar muestra de la originalidad de sus conceptos y de la diversidad de sus ideas, basta enumerar apenas algunas de sus fotografías memorables: Victor Hugo, George Sand, Marceline Desbordes-Valmore, Mallarmé, Nerval, Théophile Gautier, Baudelaire. También sus muchos amigos pintores y escultores, Delacroix, Rodin, Corot, Courbet, Doré, Daumier, Manet, y sobre todo sus admirados impresionistas, comenzando por Monet. Además de cantantes, generales, bailarinas, grandes compositores (Berlioz, Rossini), actores (Sarah Bernhardt), políticos de fuste. Pero, como para manifestar la franca amplitud de su criterio, también los principales líderes e intelectuales anarquistas de su época, desde un primer plano inolvidable de Kropotkin, hasta Bakunin o Élisée Reclus. Esas ideas y actitudes se manifestaron desde muy joven, como cuando marchó a pie para unirse a los revolucionarios nacionalistas polacos, que se habían rebelado contra el zar ruso, aunque su intento no llegó a concretarse.
Julio Verne lo retrata en forma cabal, con palabras tan reveladoras como sus retratos, por medio del singular personaje Michel Ardan (claro anagrama de Nadar), en sus célebres novelas “De la Tierra a la Luna” y “Viaje al fondo de la Tierra”. Vale la pena citarlo: “Su cabeza enérgica, verdadera cabeza de león, sacudía de cuando en cuando una cabellera roja que parecía realmente una guedeja.”
Acaso la fuerte personalidad e indudable talento de Nadar, permitan comprender cómo el mismo Charles Baudelaire (1821-1867) que anatematizó a la nueva técnica en la “Revue Française”, con su “El público moderno y la fotografía”, se prestó no obstante muchas veces, desde 1854 hasta poco antes de su muerte, a posar para Nadar. Y era el mismo Baudelaire que afirmó: “Un Dios vengativo ha acogido los deseos de esta multitud. Daguerre fue su mesías.”
Rodolfo Alonso es poeta, traductor y ensayista.