No es un momento grato para estar siendo estudiante o docente de algunas facultades y universidades que, en lugar de preocuparse por lo que necesitan enseñar o transmitir, se empecinan compulsivamente en evaluar y todo un summum de tareas aledañas que pretenden “corroborar” (o, mejor dicho, cobrar) “lo dado” –incluso en su sentido conservador más olvidado-. Tal vez sí sea un buen momento para que esa hermanita “mayor” (para no decir “superior”) de las educaciones tome ejemplo de sus laboriosas hermanas “menores” que, desde el jardín de infantes, la escuela primaria y algunas secundarias, le ofrecen ejemplos de cómo en uno de los momentos más críticos de la historia de la humanidad lo esencial es invisible a los rankings, a las pruebas y toda impostura que se vanaglorie de medir algo.
La enseñanza, ese pulmón fundamental de las instituciones educativas, se obstruyó con frecuencia desde esa guillotina -a veces llamada ‘evaluación’, a veces llamada ‘examen’- que marchita las curiosidades estudiantiles y docentes para transformarlas en pragmatismos burocráticos que reducen el tiempo de estudio y amplían el del rezo cognitivo destinado a producir valor, ganancia y competencias (no sin cierto embrutecimiento, como supieron advertir Blas Pascal, Giner de los Ríos y Alejandro Korn). Deodoro Roca, por no olvidar un nombre fundamental de nuestra poética del pensamiento que tiró filosas palabras sobre los exámenes, se habría agarrado la cabeza si se hubiese enterado que a la fiesta por los 100 años de la Reforma del 18 la encabezó un conferencista portugués de moda reivindicador de los exámenes y las evaluaciones.
No queremos pensar que tuvo que acontecer una pandemia para que la escuela haga honores a su idea ancestral de tiempo libre (scholè) en los casos que así se da (no así para quienes están padeciendo la hiperactividad virtual), porque sabemos de docencias que así de hecho la cultivaban, la hacían, la amaban, ya antes de todo este tiempo aciago. Lo que realmente preocupa es lo que pasa, por ejemplo, en esas facultades que forman “profesionales de la subjetividad” y que, a no ser por cátedras excepcionales, adhieren a un régimen que explota tanto a docentes como estudiantes. Unos porque después de cada clase tienen que pedir a sus estudiantes un trabajo a cambio y otros porque en cada encuentro con sus docentes saben que ya están adquiriendo una deuda por adelantado. Enseñanza mercantil si las hay, que no da sin recibir algo a cambio. Falsa idea del estudio, que confunde la tarea impuesta con la relación amorosa (y por eso también imposible) con el saber. Ahora tal vez vemos con más nitidez algo que antes aparecía más disimulado: la docencia bursátil y la praxis del estudio como contracción “auto-responsabilizante” de deudas (o culpas, como la palabra alemana schuld refiere para ambas).
En la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires se dispuso que las evaluaciones parciales para este cuatrimestre sean “cualitativas” de carácter “formativo” con un destino intermedio de poder ser “aprobado” o “desaprobado”. Y es intermedio porque si alguien llega al final de la cursada al tan anhelado “aprobado” (luego de clases virtuales semanales, trabajos prácticos individuales de articulación cada 15 días -que van sumando también ‘aprobados’ y ‘desaprobados’-, trabajos grupales integradores –también a aprobar o desaprobar- y “finalmente” un parcial individual integrador de opción múltiple –ya se imaginarán: también a aprobar o desaprobar-), tendrá que encontrarse presencialmente más tarde (no se sabe cuándo, porque tampoco las autoridades sanitarias saben cuándo regresaría la actividad presencial a la universidad, aunque de una reunión de rectores trascendió que podría ser a mediados del año próximo) con la instancia de una “Evaluación Integral Presencial” que no es más que un nuevo nombre para intentar encubrir el clásico examen final. Nuevos nombres para las lógicas de siempre, solo que ahora alguien desaprobado puede, curiosamente, llamarse “LN” (libre por nota) –si no aprobaron las instancias de evaluación- o “L” (libre) -si no cumplieron con las actividades impuestas-. Llamativa manera de llegar a la libertad.
Como someter a tanta gente a ese régimen de cursada agotadora e interminable con la promesa -sin fecha avistable- de un fantasmático juicio final presencial resultó un poco escandaloso hasta para los que gozan con estas desgracias, recientemente definieron desayunar a su comunidad educativa con que a-penas en un par de semanas (pero antes del mes próximo) ofrecerán la instancia de “Evaluación Virtual Integral” mediante la cual se llega a una nota numérica que será la nota final (por supuesto, haciendo tabula rasa del trabajo previo o dejando en un mero resto diurno la ilusión de aprobación que produjeron con la cantidad de trabajos requeridos en los meses anteriores). No debe extrañarnos entonces el peligroso costado viral de esta propuesta virtual, más viniendo de una facultad cuya autoridad máxima escatima en promover políticas de cuidado a su comunidad y las critica de hecho cuando aparecen desde el estado porque “quitan responsabilidad individual”. Tiempo de psicosis para estudiantes y enseñantes de las psicosis.
Otra situación funesta podemos verla en la Universidad Nacional de Córdoba, cuyo rectorado gastó una importante cantidad de dólares para obtener una licencia de un software extranjero denominado “Respondus” que administra exámenes y permite cierta vigilancia virtual durante los mismos. A Jeremy Bentham le gustaría esto, y no es difícil imaginar el placer que ello debe causar en las pedagogías de la evaluación (que también lo son de la extranjerización, ya que siempre han importado paradigmas de evaluación y ahora llegan a re-crearse haciendo odas a la tecnología educativa o directamente haciéndole el caldo a Sillicon Valley). Así tal vez puede cumplírsele la fantasía de control total a esa referente del neoliberalismo en educación que sobrada de tiempo se puso a contar los 6 (seis) errores de las docentes que dan clases hace más de 70 días en la TV Pública, además de alertar de que esos mismos errores son cometidos por docentes en el aula solo que “no nos enteramos” y desprestigiar de paso la formación docente a partir del abordaje punitivo del error (cuando se sabe que los errores son los signos vitales de la educación, algo que permite entender por qué las pedagogías evaluadoras viven de vigilarlos y castigarlos).
Volviendo al “Respondus”, esencialmente se trata de un “supervisor electrónico de exámenes” que inhabilita las computadoras al momento de la prueba controlando el sistema operativo y habilitando el acceso a la información almacenada mientras funciona como monitor de cámara que detecta movimientos “sospechosos” de estudiantes que son filmados mientras hacen el examen. Mirar para otro lado, demorar una respuesta, estornudar o ir al baño, calificaría como "movimiento sospechoso" pasible de recibir un aviso o “apercibimiento” por el software que a los tres llamados de atención cierra e inhabilita el examen. Además, la empresa propietaria del software retiene todo el material referido al comportamiento de estudiantes ante las cámaras y el mismo es almacenado en servidores que están por fuera del país (y al que ni este ni la universidad contratante tienen acceso). No resulta posible así determinar quién tiene acceso a dicha información ni si será utilizada con fines comerciales en algún momento.
Tal vez nunca quedó tan claro cómo la evaluación llega a vulnerar derechos, descontando que todos puedan llegar a ella y que acaten no cambiarse el peinado durante el examen. Y no solo eso, sino que la docencia queda reducida a tareas de evaluación y es colonizada de esa manera por la racionalidad evaluadora que desfigura la enseñanza. Por eso, tal vez hoy más que nunca, el antagonismo se trace entre quienes luchen por seguir siendo enseñantes y quienes (se) rinden ante el papel del verdugo evaluante. Algo que en las universidades privadas siempre estuvo bastante más a flor de piel ya que hace tiempo rinden culto a la evaluación como sinónimo de calidad y solo un vistazo a sus modernas plataformas digitales de “educación on line” podría mostrar que están pre-configuradas de manera que ofrecen a docentes un abanico de mayores opciones para actividades con fines evaluativos que de actividades de enseñanza.
Este panorama también muestra otras formas en las que avanzan las lógicas privatizadoras sobre la educación pública, no solo porque las empresas norteamericanas están llenando sus arcas (y sus nubes) con dinero (y datos) de la educación pública argentina sino también porque los marcos epistémicos de nuestra enseñanza están siendo obligados a cierta genuflexión ante los cánones impuestos por las aplicaciones (conversaciones con interrupciones cada 40 minutos, evaluaciones obligatorias por estipulación de la plataforma, ciframientos de las singularidades, etc.).
Ahora que puede verse manifiesto lo que se alojaba en forma más o menos latente en el panorama educativo contemporáneo, no resultarán extraños entonces los ataques recibidos por la viceministra de educación, Adriana Puiggrós, cuando -además de subrayar que no se trata de un elemento de la enseñanza- asomó algunas implicancias ineludibles de la evaluación: su relación con el control, la selección y lo empresarial. Quienes hace años venimos batallando sobre este asunto, sabemos también de su vínculo insoslayable con el racismo, la clasificación social y la colonialidad pedagógica que cada año se cobra nuevas víctimas al tiempo que suma nuevos adeptos. Sin embargo, en el amplio campo popular de la educación nunca faltan terraplanistas, ordeñadores de la intelligentzia y negadores de la pandemia.
* Facundo Giuliano es investigador UBA-Conicet.