“No se vistan que no van”: habría que advertir con esta pícara frase popular a cierto feminismo express que surge como defensa extorsiva ante cualquier conflicto protagonizado por una mujer cuando, si se la escucha bien y se le responde, la cuestión de género se vuelve irrelevante. Cuando Alberto Fernández le respondió a la periodista Silvia Mercado, lo hizo con la firmeza necesaria ya que la pregunta por la angustia no venía del psicoanálisis sino como packaging opositor de la autoayuda que convierte la angustia en algo a liquidar, a saltearse, en un no querer saber en aras de un imperativo de felicidad llena de objetos sustituibles unos por los otros y un chaleco químico de neurociencia capaz de convertir la vida en una falsa completud, un estado meseta como el bip bip bip en el monitor de quien acaba de morir de una muerte de todo ideal emancipatorio. Modo neo-lib. En realidad era una pregunta retórica que escondía la demanda por un fin pret a porter de la cuarentena. Como si propusiera eliminar la angustia ejerciendo la libertad de salir de la cuarentena pero corriendo el riesgo de perder la vida misma del cuerpo angustiado, vida con la que se irían también junto con la angustia, la alegría, el amor, el sexo, ¡lo que se dice arrojar de la bañera el agua con el niño!
Días después la periodista Cristina Pérez le preguntaba por la decisión, adelantada como polémica y cuestionable, de expropiar Vicentin .
Un cuento de Courteline hacía llorar de risa a Victoria Ocampo y a su amante Julián Martínez. Empezaba así: “Ce fut vers la fin de Mars, que J`insultai Henriette” . Se llamaba Henriette a eté insultée y, con esa facilidad que da la pandemia para hallar asociaciones regocijantes como módico impáss de alivio, me acordé de cuando Cristina Pérez dijo haberse sentido chuzeada y humillada por Alberto y tocó de oído una supuesta defensa feminista: “¿Tenía necesidad de buscar humillarme al aire siendo Presidente y con la diferencia de poder entre él y yo?” Sus colegas Carolina Losada y Ángela Lerena, y la politóloga María Florencia Freijo, hablaron de “asimetría de poder”, “maltrato”, violencia” y ”ataque”, términos que sumados pueden llegar a coincidir con la definición de femicidio.
Quien recuerda la escena convendrá en el tono paciente de Alberto Fernández, quien empezó por señalarle como si la tuviera de alumna en pre escolar de TEA, la escuela de periodismo, que el oficio no se trata de lo que uno cree sino que debe demostrarlo. Y la respuesta de Cristina Pérez fue algo así como “no lo digo yo sino que lo dicen los constitucionalistas” . O sea su argumento se basaba en el que dirán mientras no desarrollara un argumento detallado de su posición, citando fuentes y documentos, cosa que no hizo.
¿Cómo era eso de la pirámide invertida y coso? Viniendo al caso, el escritor Marcos Mayer posteó en Facebook “En una época (ustedes no se acuerdan porque eran chicos) las reglas del periodismo eran responder las seis preguntas y lo de la pirámide invertida. Ahora es opinar respuestas y ponerse en la punta de la pirámide”. Las preguntas son más fáciles de recordar en gringo porque empiezan con la misma letra, W ( 1- What?, ¿Qué?, 2- Who?, ¿Quién?, 3- Where? ¿Dónde?, 4- How?¿Cómo? , 5- When?¿Cuando? y 6- Why? ¿Por qué?
Cristina Pérez usufructuó de un feminismo express de corte denuncista y, a pesar de haber cacareado ”porque yo no me dejo pisar por nadie, porque me enseñaron que yo no soy ni más ni menos que nadie”, usó estereotipos adjudicados a las mujeres oprimidas como el hablar por detrás y más tarde. Mientras, en el resto del programa, se mostró serena y hasta llegó a chichonear a Alberto recordándole que habían sido ella y su compañero Barili, quienes lo había entrevistado luego de que fuera nombrado jefe de gabinete de Néstor Kirchner. Se me escapa un momento de jarana interna donde se pretende que con Sietecase se entrevistó antes, total que Alberto sacó sonrisa amabilísima, haciendo el chiste de que ellos ya eran sus clientes, sin que nadie pareciera recordar el momento anterior ni adelantara los posteriores en que Cristina Pérez se dedicó a pesar de eso de “yo no me dejo pisar por nadie” a manifestar su malestar y recoger apoyos, ya fuera de la presencia de Alberto Fernández, habiendo tenido la oportunidad de continuar el debate y cuestionar los mismos términos de éste. Claro que quien tendría que haberse ofendido fue Alberto Fernández, cuando Cristina Pérez le preguntó quién era el autor del proyecto de expropiación, si él o Cristina Kirchner, pregunta machista que pone en escena el fantasma gorila del varón domado y la mujer del látigo o como la misma Cristina Pérez expresó más tarde “si esta es su presidencia o si es el delegado de Cristina Kirchner y su radicalización”, confundiendo una alianza política, hecha de debates y consensos, de estrategias compartidas y diferencias a negociar con el objetivo del bien común, con los avatares de poder en una sociedad conyugal o como si se tratara de una cuestión de bolas (sobre Perón y Evita corrían mitos parecidos). Y Alberto Fernández contestó haciéndose el zonzo que había sido él, aunque sin dejar de interpretar la pregunta: seguramente su motivo profundo era que se trataba de una medida antipática y por eso, como solía suceder en esos casos, se la adjudicaban a Cristina.
Ninguna de éstas son fakes news que exigen partir de una falacia, pero a veces con un desarrollo lógico tan ingenioso como el de Sherlock Holmes cuando, al observar las huellas en una mancha de creosota del piso, comprobaba que el asesino era rengo. Sino, como en el caso de Cristina Pérez, de preguntas que no quieren saber o preguntas a las que se oye, no para averiguar alguna verdad, sino para asistir a un espectáculo de supuesto coraje matón como la de ese periodista que le preguntó a Sergio Shocklender si había matado a sus padres. O primicias irrisorias como la que le dio Rodolfo Barili a Alberto Fernández –se enteró antes que él– con el aire de ser Bob Woodward y Carl Bernsteir informando a Nixon del Watergate, de que los runners podrían salir de acuerdo al número de sus documento. ¡Si Walsh y Raab vivieran!