Lo último que voy a hacer en este momento es describir la importancia de Julio Maier para el pensamiento democrático y la ciencia penal de nuestro país. Eso, sus discípulos, lo hicimos en ocasión de su libro homenaje.
Es la 00:57 hs del día martes y me acabo de enterar de que ya no podré enviarle a Julio esta semana la nota que publicaré en Identidad Colectiva y que le mandaba a él cada domingo.
Hace veinte días, en plena pandemia, lo ví felíz a través de las ventanitas del zoom. Junto con los integrantes de mi cátedra de la UBA, lo invitamos a que dirija y exponga en una sesión del seminario que tenemos quincenalmente.
Había profesores y asistentes jóvenes que no lo conocían.
Sonreía.
Lo invité a un asado cuando pase esto. Él iba a venir contento.
Expuso más de dos horas sobre la posibilidad de que los jueces sean juzgados por el contenido de sus sentencias. El grado de desilusión al que lo había llevado la crisis judicial no tenía límite.
Voy a extrañarlo desde las entrañas. Voy a extrañar sus insultos cuando caminábamos con él y de repente queríamos tomar un taxi (odiaba el concepto y no entendía como alguien era capaz de tomar taxi cuando había colectivos).
Voy a extrañar sus enojos por hacer tarde la tesis doctoral, su respuesta cuando cancelé, debido a que recién me había separado por primera vez, una beca para ir a estudiar a Alemania que él me había conseguido (me dijo, “yo no le escribo a Bersmann –el profesor que me esperaba en Köln- y si querés que yo le escriba sólo le voy a decir que no vas porque estás muerto, que es la única razón que un alemán puede comprender a 10 días de iniciar la estancia de investigación, pero sólo te pido que después no le escribas vos ni nunca te lo cruces porque se va a asustar”).
Voy a extrañar cuando, hace veinte años, jugábamos al futbol y estaba a 30 metros del arco del otro equipo y le pedía la pelota al delantero que estaba a punto de patear con buena chance de gol al grito de “dámela que estoy sólo”.
Voy a extrañar nuestras charlas “gallinas”, aunque no me pida que lo acompañe en su amor por Belgrano de Córdoba.
Por suerte llegué a decirle, hace una semana, en el último correo, que admiraba a la generación de él, a Lucila Larrandart, a Raúl Zaffaroni, a Enrique Bacigalupo, que siguen luchando por dejarnos un mundo mejor y, en cambio, sentía que toda mi generación debió hacer mucho más, evaluar menos los costos de las opiniones, decir más la verdad, tener más valentía. Ellos nos dejaron una universidad activa, seminarios, nos prepararon, nos invitaron al debate, nos abrieron sus bibliotecas, nos conseguieron trabajos. Nosotros o no hicimos o hicimos mucho menos.
Hace poco conté que una gran amiga me dijo que uno se siente verdaderamente huérfano, a cualquier edad, cuando se va el último de los padres. Despedir a Julio me hace dudar de que en mi caso, mi madre haya sido la última. Chau Julio, lo quiero mucho. Pero mucho de verdad.