Aunque fue tan desvirtuado como la pizza, el objetivo original del celular era cumplir con el sueño del futuro, poder hablar en la calle, en una plaza, en la pileta, cualquier lugar donde no estaba el teléfono. Como sucede con tantas otras cosas, el aislamiento impuesto por la pandemia nos ha regalado una gran paradoja: el celular volvió a servir para hablar, reconvirtiéndose en un insospechadamente útil teléfono fijo. Algo parecido sucede con las bibliotecas en estos días de redescubrimientos.
Hace rato que estamos asediados por lectores hiperquinéticos que se regodean con el kindle, los e-books, los audiolibros. Son capaces de leer sobre cualquier superficie, La guerra y la paz en el celu. Gente que solía viajar mucho y andaban con sus adminículos digitales leyendo en aeropuertos, bares y aviones. Adiós, mundo cruel. Todos adentro. Convengamos que por estos días también nos pudrimos bastante de los tan promocionados PDFs. Y convengamos también que los sitios web, más allá de sus infinitas tretas por seducirnos con esas lisas pantallas que tanto repugnan a Byung- Chul Han, terminan siendo largas chorradas de PDFs sin olor a tinta.
En este contexto, con el celular cómodamente instalado en el centro de la mesa junto al frutero, volvimos a echar una mirada de reconocimiento a la vieja, querida y algo anacrónica biblioteca. La queremos mucho, pero ya no la manteníamos como antes. Dejamos que los libros se amontonen y se desordenen, verticales y horizontales. A veces, notamos con alarma que los libros están tapados por fotos, muñequitos, mascaritas, cerámicas y hasta algunos objetos que no sabemos ni qué son. Nuestra vieja confidente se ha convertido en ese mamotreto que igual no deja de enorgullecernos en las mudanzas (“¡Lo único que tenía para mudar eran libros, más y más libros!”) y a la que volvemos a reconstruir como un rompecabezas de la adolerscencia. A veces la amenazamos: ya te voy a dar la forma final. Pero es siempre la misma, ampliada, restaurada, perdida, recuperada. Es nuestra biblioteca.
Y de repente: hela aquí. Como si toda la vida se hubiera preparado para estos días de encierro, de introspección, para expandir por la vivienda su poder magnético, su fuerza quieta. Ven a mí. Todos esos libros disponibles para ese ejercicio de la relectura o el revisionismo que se suele postergar por dos motivos: siempre leemos para adelante, comidos por la lógica de la novedad y, últimamente, de Netflix. Y porque en cierta medida, releer nos hace sentir fuera de competencia, ensimismados, al borde del ocaso. Y eso a nadie le gusta.
Así que, a modo de balance de mi relación íntima con mi biblioteca en los aproximadamente 120 días de introspección, presento, ofrezco, algunas de mis principales lecturas y relecturas.
Pasemos primero por los cuentos completos de Maupassant, Una excursión a los indios ranqueles de Lucio Mansilla y varios Agatha Christie todos, fuente de placer, entretenimiento y sonrisas. Además, redondeé mi tardío descubrimiento de los cuentos de Francis Scott Fitzgerald, cuya lectura siempre tendía a detenerse en El Gran Gatsby. Volví sobre un viejo volumen de librerías Fausto, releí los cuentos seleccionados por Carlos Gamerro para una edición de Cuentos selectos de Edhasa, y finalmente pude abordar la edición de cuentos inéditos Moriría por ti, desparejo, pero con dos o tres relatos memorables, sobre todo el que da título al volumen. Completé el cuadro con una edición de Flaperas y filósofos, primer libro de Fitzgerald, que editó Godot con nuevas traducciones, y que me había llegado antes del cierre de fronteras.
Después de tantos años, leí una novela de César Aira llegada en febrero calculo, y que fue a parar a una doble hilera de heterodoxos. Me gustó muchísimo, Fulgentius. Supongo que haber dejado de leer tanto tiempo tantos libros de Aira, me ayudó. Entrando en el terreno más estricto de las relecturas, tengo que reconocer que dar ese paso me llevó unos cuantos días, horas de indecisión. En parte, por lo dicho anteriormente. Pero también creía que abrir el capítulo de la re-lectura podía ser un paso de consecuencias impredecibles. ¿Quedarían atrás, descolorida, inapetente, las ganas de abordar el libro nuevo de un autor contemporáneo, o de simplemente dejarse llevar por un libro sin antecedentes, sin linaje? Pero pudo más la curiosidad por ver-qué-pasa. ¿Cuándo volverán a darse condiciones tan “favorables” para emprender una tarea revisionista en la biblioteca?
El entenado de Juan José Saer fue la primera opción. Recuerdo de una intensidad inusitada sobre todo en la primera mitad del libro. Intuición de que algo, desde ese fondo de la nada que Saer tan bien exploró, tenía para decirnos acerca del presente, sobre todo si no se comete la obviedad de ir a buscar mensajes y correspondencias en los “libros de la peste”. Fue una experiencia que me permitió recuperar esa intensidad, muy consoladora en cierta medida, sobre todo en ese seguimiento de los ciclos del tiempo que nos hace resignarnos con cierta dignidad. En otro plano, en el plano de una Historia que aparenta deshacerse en las manos de sus protagonistas, encontré ese consuelo en la relectura de El ejército de ceniza de José Pablo Feinmann, extraordinaria novela con la perfección de un cuento borgeano y la de un western de relojería. Y finalmente acabo de terminar de releer El apartado de Rodolfo Rabanal. Confieso que me tentó volver a un texto “de encierro” donde el trabajo con la borradura del referente en medio de un clima opresivo, podía decir mucho acerca de los relatos que se puedan estar cocinando ahora mismo en muchas partes del mundo. Pero la verdad es que lo que más me devolvió el espejo de la lectura de Rabanal fue un extraordinario entretejido de escritura y lenguaje, la impactante madurez y compromiso de un primer libro que sigue siendo vibrante. No sé qué nos depararán los días futuros en cuanto a las posibilidades y necesidades de seguir releyendo los libros que yacen en las bibliotecas. En lo que a mí respecta, debo terminar confesando que en algún arrebato de entusiasmo pensé en armarme un corpus de Hermanos Latinoamericanos para ejercitar la relectura retrospectiva y de vasos comunicantes. A ver qué me dicen, ahora, los ecos del boom y sus alrededores. Un Vargas Llosa de primera horneada, tipo La casa verde, una corajuda re incursión por El zorro de arriba y el zorro de abajo de José María Arguedas, volver a deslizarse por el deslumbrante vocabulario de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier (un libro nada ajeno a los jadeos de las enfermedades), los cinco volúmenes de El río del tiempo de Fernando Vallejo…
Pero todavía no. Ahí están, en un recodo de la biblioteca más o menos identificado con la Patria Grande. No muy lejos de la mesa donde ronronea el celular que se volvió un teléfono para hablar.