A los 16 años, caminando por la calle, en la puerta de un cine lo vi a Ernesto, un gordito de 49 años que me gustaba mucho, el tipo de hombre que me atraía. Hice todo lo posible por llamar su atención pero él siguió caminando, dobló en la esquina pero yo lo seguí sin saber si estaba interesado en hablar conmigo. Se paró en una vidriera, yo también lo hice, pero de nuevo nada de contacto, ningún pie para empezar a hablar. Terminó esa cuadra y cruzó la calle hacia una plaza. Yo estuve a punto de dejar de seguirlo porque ya creía que estaba huyendo de mí, pero veo que se sienta en un banco y apuré el paso para ocupar el lugar al lado suyo. Nos saludamos y ese fue el principio de mi primer romance adolescente. Eso fue en 1990 y fue también la salvación de mi adolescencia gris, porque ya pensaba que estaba condenado a no poder noviar, mis amigues y compañeres de colegio estaban noviando pero mi gusto por los hombres maduros me lo impedía, lo que me gustaba no estaba permitido por la ley para un adolescente de 16 años. Eso para mí fue una condena. Y valoro aún más a Ernesto hoy porque se arriesgó a pasar varios años en una relación que le podía traer problemas, incluso la cárcel.
Fue una relación clandestina de principio a fin, en todo sentido, porque yo tenía que entrar escondido por las noches a la pieza de la pensión donde vivió todos esos años para poder tener intimidad. Había también unos pocos amigos cómplices que nos prestaban sus casas, de hecho la primera vez que tuve sexo con Ernesto, el día que lo conocí, fue en la casa del locutor y actor Ronnie Arias que era amigo de él. Fue una relación cariñosa durante cinco años hasta que él enfermó. Eso pasó en 1996, yo recién había cumplido 21 años y ni mi familia ni mis amigos sabían de la existencia de Ernesto. Fue internado en dos hospitales públicos; sus familiares (tenía hermano, hermana, cuñada y dos sobrinos) estaban al tanto de mi existencia desde que cumplí los 18 años pero casi no aparecieron durante su internación. La desidia de la familia no le sorprendía a él ni a mí. Yo era el único que iba todos los días a verlo, le llevaba comida, le lavaba la ropa y todo lo demás, pero aunque todo el personal de enfermería y les doctores me veían a diario no me daban ningún parte de su estado de salud con la argumentación de que yo no era familiar. Lo que podía saber lo sabía a través de Ernesto. Yo estaba en la total oscuridad sobre la situación de salud de Ernesto porque él tampoco me contaba mucho para no hacerme preocupar. Recuerdo que cuando lo derivaron de una sala del hospital de San Martín al de San Fernando, la primera vez que lo fui a ver ambos vimos en el techo una mancha de humedad que parecía dibujar el rostro de Edgar Allan Poe, quien tenía las mismas iniciales que él. Yo la miré como un signo ambigüo, y como seguía teniendo esperanza, imaginaba la salvación como un milagro dark de algún cuento fantástico.
Cuando lo pasaron a terapia intensiva había posibilidad de dos visitas y tenía prioridad la familia, pero como no iban nunca eso no me preocupó y me dejaban pasar. Un día de fin de semana la familia me avisó que iban a ir y que si no me importaba que ocupen las dos visitas permitidas. Les dije que no había problema, tuvieron la deferencia al menos de avisarme por teléfono porque yo tenía que ir de Barracas a San Fernando, cruzando toda la Capital para verlo, y hubiese sido en vano, y lo había visto el día anterior. Al otro día murió, me avisó su sobrino, porque claro, en el hospital no tenían mi teléfono porque yo no era familiar. La última vez que lo vi me pidió que le sacara el respirador y me dijo las cosas lindas que me decía siempre. En el velatorio supe que el último día con vida no habló con nadie, yo había sido la última persona con la que habló. Ese fue el primer peor invierno de mi vida. No les puedo ni explicar lo destruído que quedé. La muerte de la persona que había querido con todo el cuerpo y el alma, quien se jugó por mí para salvarme de una adolescencia sin amor, ya no existía y a su muerte se sumaba toda la injusticia de la institución médica, frente a la que me sentía indefenso.
En ese invierno de 1996, en medio de la internación de Ernesto, fui por primera vez con mi amigo Peter Pank a la Marcha del Orgullo, que todavía se hacía el 28 de junio. Fue la última vez que se hizo ese día y el lema de ese año era “Vigilemos a la policía”. En ese momento ya sabía que la policía viste muchos uniformes, no solamente el azul, puede tener un ambo blanco del personal profesional de los hospitales. Tras la muerte de Ernesto conté en mi familia mi historia, había esperado por miedo a la reacción que pudiesen tener y que eso me afecte más en aquel momento, pero por suerte estuvo todo bien. Y pronto comencé a ser activista de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA) y al año siguiente me sumé a la primera organización de la Marcha del Orgullo LGBTIQ en noviembre. En esos primeros años de activismo pude establecer contacto con gente del grupo de Viudos y viudas LGBTIQ que luchaban por sus derechos, y con los que me sentía plemamente identificado. Desde 1999, con la CHA iniciamos reclamos ante el Ministerio de Trabajo de la Nación y la Secretaría de Seguridad Social para el reconocimiento de la Pensión por Fallecimiento para parejas del mismo sexo.
Más allá de mi historia personal, creo que la comunidad LGBTIQ de mi generación estuvo particularmente atravesada por la experiencia de la viudez, un tipo de desamparo y desolación generacional propio de quienes nos desarrollamos desde el comienzo de la era del sida. Creo que es un sentimiento colectivo, de alguna manera, una experiencia extraña de viudez con gente que incluso no conocía personalmente de la generación diezmada por esa enfermedad. ¿Cómo no sentir la viudez frente a la muerte por el sida de gente extraordinaria como Liliana Maresca, Federico Moura, Batato Barea, Roberto Jáuregui, Nadia Echazú, quienes nos enamoraron con su valentía, su belleza, su inteligencia, su arte, su cariño?
Por suerte en 1998 conocí a Norberto, quien también había perdido a su pareja en 1996 y con quien comenzamos un romance que duró 19 años. En el medio se aprobó el Matrimonio Igualitario, estábamos juntos en la Plaza Congreso esa noche, aunque en ese momento no pensábamos casarnos, pensábamos que no necesitábamos más que nuestro amor y la búsqueda de la justicia social. Yo todavía lo sigo pensando, claro. Sabíamos que el Matrimonio Igualitario podía arreglar algunas situaciones pero algunos problemas estructurales iban a mantenerse intactos.
Y con mis compañeres de la CHA también lo sabíamos y lo sabemos, por eso la lucha continúa con la misma intensidad después de ese gran logro. Por ejemplo, se siguió luchando por la pensión para viudos y viudas de parejas LGBTIQ. Por ejemplo, el caso de Pascale que fue llevado adelante por el Área Jurídica de la CHA y la Clínica Jurídica de la Universidad de Palermo durante una larga lucha de casi 13 años, y se convirtió en el caso emblemático que fue presentado ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El fallo positivo sobre este caso fue firmado en el marco del Día del Orgullo LGBTIQ, el 28 de junio de 2011, cuando la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, estableció la obligatoriedad del reconocimiento de este derecho, casi un año después del Matrimonio Igualitario. Y como escribimos en ese momento eso “devuelve la dignidad y el derecho al lugar de donde jamas debió salirse: los derechos humanos y la igualdad.” Esa fecha se celebra menos que la del Matrimonio Igualitario, pero para quienes atravesamos la viudez como un dolor que no tenía protección de ningún tipo, fue igual de importante. Porque la sanción del Matrimonio Igualitario o de la Ley de Identidad de Género, que son dos logros importantes, tanto local como internacionalmente, no clausuran ni la búsqueda de justicia ni todo el peso de una sociedad heterosexista y patriarcal. Y menos atemperan el dolor. Y no lo digo por dogma activista, lo digo porque lo sufro aún en el cuerpo, porque lo volví a vivir en carne propia.
Cuando en marzo de 2017 una tomografía hizo ver que Norberto tenía un tumor oclusivo en su intestino y algunas ramificaciones del cáncer en otros órganos. Entró a quirófano ese mismo día y después de la operación de extracción del tumor, las primeras palabras que me dijo entre llantos fueron que quería casarse conmigo. Cuando la muerte le estaba comiendo el cuerpo, Norberto quiso aferrarse a la vida con una declaración más de su amor por mí, lo digo otra vez y el corazón se me deshace en lágrimas. Pelotudo como soy, en ese momento le dije que no, le dije que yo me consideraba casado con él desde la primera noche que nos conocimos y fuimos a coger a la Costanera y que lo que me decía era hermoso, pero que sigamos tan anarquistas como siempre, que si no nos casamos en 19 años porque no nos importaba una mierda, que sigamos así, que pensáramos ahora en que él se ponga bien, que enfocáramos nuestra pasión en eso. Sabía que lo decía por amor pero también para cuidarse y cuidarme, para que yo pueda decidir por él cuando sea necesario, para darme las herramientas que él y yo, habiendo atravesado la experiencia de la viudez en total desamparo, no pudimos tener en ese momento. También dije que no porque en ese momento me parecía imposible pensar en una ceremonia, y no quería que él se apene más por pensar en algo que en esa agonía parecía una utopía: el médico me acababa de decir, ni bien salió del quirófano, que la situación era crítica y que Norberto podía morir esa misma noche. Yo no le podía creer, y menos iba a contárselo a él.
La cuestión es que salimos en una semana de allí, y estuvo varios días bien aunque tuvo una recaída y lo volvimos a internar. En la consulta con un oncólogo se planteó el comienzo de una quimioterapia y había alguna luz de esperanza de la recuperación. En esos días, en secreto, fui al registro civil para averiguar la posibilidad de casarnos y como era posible conseguir fecha pronto, reservé un turno. Como yo me había agotado en mi trabajo ya todos los días de licencia por familiar enfermo, si me casaba podía tomarme días por Luna de miel y los usaría para acompañar a Norberto cuando empiece la quimioterapia, iba a pasar todos los días con él en la cama calmando su malestar, su dolor, su ansiedad, dandole el placer y la caricia que durante casi dos década me gustaba darle. Llegué a casa tras reservar nuestro turno y le pregunté si todavía se quería casar conmigo. Me dijo que sí, un poco confundido. Le advertí, con tono de reto: “No se te ocurra hacer ningún plan para el 5 de mayo porque tenés que casarte conmigo”.
El turno reservado por internet implicaba una segunda parte de ir al registro civil a llevar nuestros documentos y llenar planillas. Fuimos, las planillas que nos dió el hombre que hizo la atención personalizada eran para parejas heterosexuales, una parte para que llene un hombre y otra una mujer. La miramos y nos miramos con Norberto. Yo le aclaro al empleado que cómo íbamos a llenar eso nosotros. El tipo miró las planillas y las leyó como si nunca lo hubiese hecho, y nos pidió perdón diciendo que eran “viejas”. Luego tachó delante de nosotros cada vez que pedía algo referido al género femenino y nos la volvió a entregar. No lo podía creer. Las panillas eran “viejas” pero no había nuevas. O sea que siete años después de la Ley de Matrimonio Igualitario no habían hecho una planilla que no fuese exclusiva para parejas de hombre y mujer, siendo que con la aclaración Cónyuge 1 y Cónyuge 2 o algo similar era muy sencillo reimprimirlas. Y lo que nos daba era una fotocopia, no era una hoja impresa de un formulario que tal vez en algún momento hayan impreso miles y que los seguía usando.
El trámite para poder casarnos implicaba ir a hacer análisis prematrimoniales a alguno de los hospitales públicos autorizados a tal efecto. Fuimos a uno que quedaba en frente del registro civil que elegimos. Llegado nuestro turno paso yo, porque se pasaba de a uno. Me sacan sangre, me hacen un cuestionario y cuando termino la persona que me atendía me dice: “Ahora hacé pasar a tu esposa”. La segunda vez que me trataban de heterosexual en la previa a mi casamiento civil. Repito, no era al año siguiente de la puesta en vigencia del Matrimonio Igualitario, ya habían pasado siete años, pero claro, no soy ingenuo, sabía que el cambio no va a ser repentino, que las estructuras heterosexistas todavía están sólidas, pero no esperaba que alguien que tuvo que pasar la experiencia de otras parejas que no respondían a su modelo tenga el descaro de seguir ejerciendo su prejuicio o discriminación, porque a esta altura ya no sabía si era a propósito o por pura constumbre o irresponsabilidad profesional.
Por suerte el casamiento, la felicidad del círculo de amistad que llenó el registro civil y que organizó nuestra fiesta sorpresa, fue más de lo que esperamos para nosotros, para seguir construyendo nuestra historia de afecto. Fue mucho y muy placentero para ambos. Pero claro, la historia siguió su curso y dos meses después, tras la primera sesión de quimioterapia que no resultó del todo bien, Norberto volvió a estar internado. Y los intentos por estabilizarlo empezaron a no resultar hasta que la enfermedad de base, me avisaron los médicos, no se podía seguir combatiendo. Yo pasaba todo el día en la sala con él a esa altura, la mayoría de los días incluso dormía ahí. Algunas amistades lo visitaban pero el resto de su familia vivía en otra provincia y era la única persona que lo asistía. Uno de los pocos días que volví a dormir al departamento que compartimos durante los últimos seis años me llamaron del hospital para solicitarme que vaya, siendo que había estado allí hacía pocas horas. Ya sabía que venía la peor noticia, tenía un 90 por ciento de seguridad que en ese agosto iba a vivir el peor segundo invierno de mi vida. Pero el dolor que iba a vivir era mucho peor de lo que esperaba.
Cuando llego al hospital, eran como las 5 de la mañana, el médico de guardia que me recibe, a quien no había visto nunca, me atiende en un pasillo y me dice: “Vos sos Diego, tengo que darte la noticia de que tu padre murió”. Sí, lo que leyeron, no hay error de tipeo ni nada. El tipo dijo “padre”, no sé de dónde sacó ese dato, si fueron sus prejuicios porque yo era mucho más joven que Norberto o si en la planilla de la habitación habían anotado mal mi parentesco. Personal profesional del hospital en todas las sucesivas internaciones a veces me preguntaban si yo era el hijo y aclaraba que era el marido siempre. La pregunta es prejuiciosa y puede no ser totalmente mal intencionada, aunque yo opine que no hay que hacer conjeturas en una pregunta de ese tipo, y menos en ese contexto. Pero creo que cuando alguien tiene que informar la muerte de alguien hay que poner mucho más cuidado en decir algo como eso, que claramente no corresponde. Así que le dije, enojado por lo que me acababa de decir y con todo el dolor de haber escuchado algo que nunca hubiese querido escuchar: “No es mi padre, es mi marido”. El tipo siguió hablando, dándome detalles de la muerte como si no me hubiese escuchado. Le dije inmediatamente: “Pedime perdón”. Siguió hablando. Repetí más alto, casi gritando: “Pedime perdón”. Siguió hablando con una frialdad sin hacer caso a mis palabras.
En ese momento no me pude contener y lo empecé a putear sin medirme, le dije cosas que nunca pensé que le iba a decir en voz alta a nadie. No se mosqueaba, si lo hacía estaba preparado para descargar aún más mi violencia. Nunca me pidió perdón, y ahora creo que lo hizo totalmente a propósito, pero en ese momento no lo pensé así porque si no hubiese descargado la violencia de un modo que tal vez después me habría arrepentido. No era que él no podía ver desde la óptica reaccionaria biologicista profesional que yo fuese su pareja y solo podía ver una relación “natural” de parentesco filial entre un viejo y un adulto, sino que el desperdicio ese con título habilitante no quería pronunciar la palabra “marido”, no aceptaba eso, no pensaba que eso era correcto. Frente a mi pedido, frente a mis puteadas, no dio ni un paso atrás, siguió cumpliendo con su deber médico de explicarme la causa de la muerte con la misma frialdad que alguien puede leer el instructivo de un electrodoméstico. Él no iba a aceptar que yo, tras el Matrimonio Igualitario, tenía el derecho de que me tenga que llamar marido. Podría denunciar en esta nota a esta lacra, tengo desafortunadamente su nombre y su número de matrícula profesional en la firma del acta de defunción de Norberto, pero no lo merece, porque tal vez se pueda convertir en un héroe de la homofobia, otras personas avalarían su comportamiento y no se merece ni eso, solo le deseo la infamia total. La pérdida de Norberto sigue siendo tremenda para mí, aunque a veces la compenso con toda la intensidad con que viví al lado de él tantos años, y eso no me lo puede opocar ni un poco el gesto de este médico imbécil.
¿Para qué escribo toda esta historia? Primero para que si hay alguien que no entiende el dolor que puede sentir una persona frente a estas situaciones, lo pueda ver, reconocer y pueda aportar algo para que las cosas cambien. Segundo, para que podamos entender que las leyes, por más necesarias que parezcan, como lo es el Matrimonio Igualitario, son apenas una parte de un proceso de cambio y que, si nos descuidamos, incluso se pueden usar para seguir produciendo lo contrario (“Las leyes de cambio social las luchamos desde la izquierda y muchas veces las terminan usando los de derecha”, nos advirtió el activista Pedro Zerolo en su visita argentina cuando estábamos militando el matrimonio). Tercero, escribo esto porque la viudez LGBTIQ muchas veces está invisibilizada, y se piensa que el Matrimonio Igualitario resolvió la mayoría de los problemas y no es así. Y porque a las personas viudas el destino o lo que sea nos puede quitar a quienes amamos pero no nos va a quitar la fuerza de seguir luchando.